La historia oculta de la Música.

Jorge Gomez (333)

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Los antiguos griegos creían que la música modelaba la personalidad de los individuos. En los templos egipcios, ésta forma parte esencial de sus ritos mágicos parta alterar el curso de la Naturaleza o tratar enfermedades. Y hoy se sabe que en efecto, el sonido es capaz de modificar la materia. Las claves secretas de la música radican en la armonía y la matemática, y de ello han sido conscientes muchos de los grandes músicos e iniciados de todos los tiempos.

Los nativos no tardaron en aparecer. Ordenadamente, se distribuyeron formando dos triángulos concéntricos en un descampado y en el centro situaron una tienda de campaña decorada con dibujos de vivos colores. Extrañamente, no la fijaron al suelo. Mientras tanto, un grupo de músicos ricamente ataviado fue tomando posiciones junto a la formación de indígenas y comenzó a golpear de forma rítmica sus tambores.

La señora Margaret A. Bevan estaba atónita. Había viajado a Canadá en 1939 para presenciar aquella ceremonia, y había obtenido el permiso para seguirla desde el triángulo interior. Lo que no hubiera podido imaginarse nunca es que aquella tienda iba a comenzar a temblar y a elevarse sobre el suelo. Primero ascendió unos cuatro metros de altura, para luego descender y retornar a su posición inicial. Pero al acelerarse el ritmo de los tambores, la tienda volvió a perder peso y a ascender. Al descubierto quedó una pequeña hoguera que desprendía un olor aromático similar al incienso.
Y no acabó ahí todo. La señora Bevan observó también cómo los músicos cambiaron repentinamente de ritmo. Al extenderse el nuevo sonido por la planicie, la tienda voló por tercera vez, aunque sobre el suelo se hizo visible la silueta brumosa de un indio atlético vestido con ropajes blancos. ¿Un espíritu? Cuando la tienda descendió por última vez, aquella imagen se esfumó…

Este relato, publicado en septiembre de aquel mismo año por la revista británica Psychic News es, aunque sorprenda, una más de las innumerables narraciones que a lo largo de la historia hacen alusión al extraordinario poder de la música. Casos similares a éste son citados por viajeros, escritores y ocultistas como Helena Blavatsky, que los recogió en su Doctrina Secreta. Y es que, en algunos lugares como el Tíbet, se cuentan leyendas de iniciados en la «ciencia sagrada» de los mantras, que al parecer podían utilizarse para transportar enormes masas rocosas al entonar ciertos sonidos. No falta incluso quienes han teorizados que las ciclópeas construcciones megalíticas europeas, las pirámides de Egipto o las estatuas de la Isla de Pascua, fueros trasladadas gracias al auxilio de cantos mágicos, palabras de poder o danzas que tenían la facultad de aligerar la materia sólida. Ahora bien, ¿qué base existe para este tipo de relatos? ¿Y desde cuándo circulan?

Los antiguos griegos ya comprendieron la importancia que la música tenía en el desarrollo equilibrado del individuo. Platón, por ejemplo, consideraba que era imprescindible que el estado vigilase el tipo de música que se interpretaba en teatros y escuelas ya que, a su juicio, existía una gran afinidad entre la música escuchada y la personalidad de los individuos. Nunca dijo que la música modelara piedras pero sí que forjaba caracteres. Asimismo, afirmaba que la influencia de determinados ritmos y melodías provocaban un beneficioso estado mental, difícilmente asequible por otros medios. Aristóteles, por otra parte, afirmó que «es imposible negar el poderío ético de la música y, por consiguiente, la necesidad de que ésta forme parte de la instrucción de la infancia».

Pero los griegos no se contentaron con exponer sus teorías, sino que establecieron una correspondencia entre las escalas musicales (llamadas «modos») y los diferentes humores de las personas. De esta manera, establecieron que el llamado modo lidio tenía carácter solemne y debía interpretarse en las ceremonias de duelo; el frigio equilibraba las facultades anímicas; el jónico era festivo y acompañaba las celebraciones, mientras que el dórico elevaba el espíritu bélico de los soldados. Pitágoras llegó aún más lejos.

La influencia de las teorías de Pitágoras fue determinante por lo menos en cuatro parcelas de conocimiento: la filosofía, las matemáticas, la física y el ocultismo. Para los pitagóricos, toda la materia contenida en el espacio podía ser cuantificable matemáticamente, y como el principio mismo de las matemáticas residía en los números, establecieron que éstos eran la esencia misma del Universo. Afirmaron que, como las cifras son de dos tipos -pares e impares- la realidad podía definirse dualmente como la oposición entre contrarios, siendo el equilibrio entre ambos lo que llamaron Armonía. Y ésta, aplicada al terreno de la acústica, equivalía a la relación simpática entre los distintos intervalos sonoros.

Creyeron tanto en este principio, que dedicaron mucho tiempo a identificar los intervalos, a estudiar sus propiedades mágicas y a aplicarlas a sus instrumentos. Así, gracias al auxilio de un «sonómetro» (una caja que contiene una cuerda tensa en su interior) formularon la Ley de longitud de las cuerdas, lo que posibilitó, por primera vez, el conocimiento matemático de la afinación de la escala musical.

La ambiciosa visión de Pitágoras no se detuvo, sin embargo, en la entonación de melodías. Enseñó a sus discípulos a curar enfermedades por medio de sonidos, y les mostró la relación que existía entre la belleza de las formas geométricas, los astros, los colores y las notas musicales. Según Porfirio, uno de sus biógrafos, Pitágoras consideraba el cosmos como un conjunto de analogías y proporciones invisibles, firmemente equilibradas entre sí. Pensaba que, tal como la «música cósmica» se difunde por el éter y equilibra el Universo, del mismo modo deberían difundirse las músicas compuestas por los artistas. Su «música de las esferas» no era sólo una especulación idealista, sino una auténtica realidad física.

Por desgracia, tras su muerte este genio fue muy criticado. Al cristianismo no le interesaba que la creencia de los pitagóricos en la reencarnación y la inmortalidad del alma se difundiese y optaron por asimilar el pensamiento platónico, mucho más adaptable a su ideología. La herencia de los pitagóricos, sin embargo, fue recogida más tarde por grupos de iniciados que se organizarían en logias masónicas, fraternidades rosacruces, sociedades teosóficas y demás movimientos ocultistas.

No nos engañemos: Pitágoras no sólo descubrió el famoso teorema que lleva su nombre. Gracias a él, también se conocieron la musicoterapia, la afinación de los intervalos musicales y las proporciones mágicas existentes entre astros y sonidos. De todas las proporciones que descubrieron los pitagóricos, la llamada «sección áurea» o «divina» era la principal. Esta división, que ya conocían los babilonios y que el sabio de Samos aprendería durante sus más de veinte años de estudio con sacerdotes egipcios, se obtiene cuando se corta una línea en dos partes, siendo la proporción entre el segmento menor y el mayor, igual que la del segmento mayor respecto al total de la línea.

Para los pitagóricos esta proporción estaba presente en todas las manifestaciones de la naturaleza y además formaba parte de figuras geométricas que consideraron sagradas, como el pentáculo o el dodecaedro. En efecto: si examinamos un pentáculo, veremos que cada uno de sus lados se basa en la idea de «sección áurea». Del mismo modo, el pentágono contiene un pentáculo en cada lado, y es a base de pentágonos como también se construye el dodecaedro. Cinco es también el número que califica a uno de los intervalos sonoros más importantes, la quinta o diapente. Y de ahí deriva la idea del pentagrama musical…

Según Luciano, el pentagrama era la contraseña secreta de los pitagóricos. A pesar de que sus detractores los tacharon de locos sectarios, lo cierto es que la «sección áurea» en la que se basaba triunfó entre escultores como Polícleto o genios como Leonardo, que hicieron de la «sección áurea» la base de su «canon», logrando seducir a autores posteriores como Descartes, Skakespeare o Kepler. Así pues, tanto el intervalo musical de quinta, que es un elemento imprescindible del actual sistema tonal, como la «sección áurea», que en la estructura ternaria de algunas formas musicales aparece frecuentemente, denotan el imperecedero influjo de los pitagóricos en la música occidental.

En el esoterismo medieval, el número siete equivalía a la totalidad del Universo. Los siete sonidos de la escala se relacionaban con colores, era una poderosa clave para introducir a los iniciados en los misterios de la magia. Las teorías de Platón y Pitágoras, que relacionaban el equilibrio de las proporciones musicales con el ánimo, se extendió durante esa época en la arquitectura, y la proporción áurea se reflejó en muchos edificios. Los artistas del medievo tenían muy presente la correspondencia entre las diferentes artes, y era muy frecuente que planteamientos musicales, arquitectónicos y pictóricos se relacionaran entre sí. De todos modos, sería un error buscar, sin suficiente conocimiento de causa, relaciones numéricas o esotéricas en cada edificación religiosa. Sin duda, existe una correspondencia en la estructura externa de ambas manifestaciones artísticas, pero sería precipitado afirmar que cada catedral es la versión estática de una composición musical. Trabajos tan valiosos como los de Marius Schneider, que creyó descubrir que la disposición de las figuras de los capiteles del claustro de San Cugat del Vallés (Barcelona) representa casi de manera exacta un himno religioso del siglo XI dedicado a San Cucufate, deben ser examinados con las consiguientes reservas.

Muchos más documentados están los casos de alteración de la conciencia producida en místicos y religiosos debido a ciertas melodías. En esta época de ascesis y visiones extáticas se sucedieron fenómenos como las «apariciones con sonidos» en las que una entidad espiritual se manifestaba acompañada por determinadas sonoridades. O también la «música celestial», que se suponía anunciada por espíritus que, según la concepción cristiana, eran ángeles; la «voz interna» en la que se producía una expresión sonora de carácter subjetivo, o la «voz directa» o «neumatofonía», en la que una o varias voces se manifestaban espontáneamente ante una o varias personas, son algunos de los fenómenos que experimentaron algunos personajes de la época.

Un conocido caso de «música celestial» es el vivido por Hermann Joseph von Steninfeld (1150-1229), devoto de Santa Úrsula y de sus once mil vírgenes, que escribió el himno O Vernantes Christi Rosae, gracias a que el enorme coro de las doncellas cantaba «desde el más allá» la melodía mientras él la transcribía. Richard Rolle (1300-1349), por su parte, fue un poeta y visionario eremita que escuchaba el canto de los ángeles al tiempo que sufría un apreciable cambio de temperatura corporal. Más conocidos son los fenómenos protagonizados por la benedictina Hildegarda von Bingen (1098-1179) que entraba con frecuencia en estados de arrobamiento en los que escuchaba música cantada por los ángeles. Incluso, redactó textos en una lengua desconocida que, según decía, le era dictada por un espíritu celestial. Estos escritos, que constituyen uno de los más genuinos ejemplos de xenoglosia, aún esperan un estudio filológico serio que arroje alguna luz sobre su significado.

En el Renacimiento, la relación entre música y ocultismo se estrecha, ya que tanto la alquimia como la magia eran actividades que las mentes más brillantes de la época practicaban regularmente. Los documentos que nos han llegado no ofrecen ninguna duda acerca del conocimiento oculto que sobre la música y su poder tenían algunos alquimistas. Por otro lado, la irrupción del rosacrucismo y la masonería constituyó un hecho capital en el desarrollo del estudio de las propiedades mágicas del sonido, pues «reinyectó» las ideas pitagóricas.

Aunque existió una antigua tradición medieval que ya citaba a la rosa en romances que relacionaban a la alquimia y al hermetismo, no fue hasta la aparición de los escritos atribuidos a Valentín Andreade (1586-1684) cuando se habló seriamente de la existencia de una comunidad de misteriosos personajes llamados rosacruces. De los diferentes textos aparecidos sobre los «hermanos», tres fueron los que, tras su edición a principios del siglo XVII, asentaron la base teórica en la que se sustentó el movimiento : la Confessio, la Fama Fraternitatis y Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz.. Robert Fludd (1574-1637), médico y físico que profesó la filosofía rosacruz, fue una de las figuras más destacadas del pensamiento renacentista. Siendo fiel al paradigma hermético que establece «lo que es arriba es abajo», Fludd consideró al ser humano como una reducción a escala, como un microcosmos, del gran macrocosmos celeste que nos envuelve. Gran conocedor de las matemáticas y de la cábala, logró sintetizar ambas disciplinas en una especie de pitagorismo «místico». Sus ideas, demasiado influenciadas por el ocultismo, entraron en confrontación con algunos de los avances científicos de su época, sobre todo cuando defendió la concepción geocéntrica del sistema solar frente al heliocentrismo de Johannes Kepler.

En su obra de principios del siglo XVII, Utrisque Majoris et Minoris Historia, Fludd propone una correspondencia entre las proporciones humanas y las del Universo a través de la música. Para Fludd, la música es un compendio de la numerología que rige el Cosmos, equilibrándolo a través de la armonía de las almas que gobierna Dios. Según él, la armonía del alma estaría formada por sonidos agudos que progresivamente se harían tan sutiles que no podrían ser percibidos por el oído humano. Esta vibración inaudible para los simples mortales, sería la misma «música cósmica» a la que se refirió Pitágoras.

Otro alquimista, Michael Maier (1568-1631), supo sintetizar en su libro La Fuga de Atalanta (1618), las especulaciones de su amigo y co-frater Fludd, aunque mientras el inglés se expresaba filosóficamente, Maier preferirá hacerlo a través de hermosos grabados alegóricos. De este modo, cada uno de los pasos que conducía a la realización de la «Gran Obra» alquímica, estaba ilustrado por una magnífica imagen de carácter hermético, por un breve poema y por una composición musical a dos voces con acompañamiento de bajo continuo. La música de atalanta, consistente en diferentes cánones o melodías que se imitan, fue interpretada en Londres en 1935, bajo la supervisión del musicólogo Sawyer. Maier plasmó así magistralmente, con música y alegorías, el concepto rosacruz de equivalencias entre el macrocosmos y el microcosmos. En aquellos días, la alquimia y la música eran consideradas como «Gran Arte» y el proceso de creación que las consolidaba se denominaba «Gran Obra». Los alquimistas también se referían a la «piedra filosofal» como «piedra musical», considerándola una alegoría del conocimiento de las artes y las ciencias.

Además de en el trabajo de Maier, también hay claras alusiones musicales en las obras de otros taumaturgos como Heinrich Khunrath (1560-?), que presenta una mesa llena de instrumentos musicales en uno de los grabados de su Amphitheatrum Sapientae Aeternae, o Barchusen, que incluye la imagen de un coro de ángeles en el frontispicio de un grabado del Museum Hermeticum. Otras referencias musicales se contienen en Las Bodas Químicas y en Cristianópolis (1619), ambas del ya citado Andreade. Pero la tradición musical rosacruz, una de las más ricas de la historia oculta, no se acabaría aquí.

D.M. Gonzalez de la Rubia.

1 comentario

  1. Agradesco infinitamente toda la información que me envian, ya que en verdad me es de gran ayuda para mi desarrollo en el espiritu y para la vida terrenel.

    No tengo palabras que puedan enmarcar todo lo que siento ,pero devo decirles que en este momento todo mi ser se enfoca en ustedes con pensamientos y sentimientos que seguramente llegaran a tocar lo mas profundo de su córazon, en cuento lean estas lineas.

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