Los estereotipos sociales como fuerza nociva del mundo en contra de la fuerza creadora de Gaia

Kikio
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Los estereotipos son una manera muy efectiva de dominar a las personas

Queridas lectoras de Hermandad Blanca, hoy me dirijo a ustedes con la enorme preocupación de lo que los estereotipos de belleza nos están haciendo. Pero antes, tengo que hacer una aclaración:

No me gusta hacer distinciones entre mis lectoras y mis lectores cuando escribo cualquier clase de artículo.  Sin embargo, esta ocasión me voy a permitir escribirles a las lectoras. El tema que tocamos hoy, de hecho,  afecta en igual proporción a hombres y mujeres. Pero en lo particular es distinto para cada uno. Por ello, una vez hecha la aclaración de que el tono de hoy no corresponde a una preferencia sexista, -y con la promesa de escribirles a ellos un artículo similar en futuro cercano-continuaré.

De entre todos los tiranos, el más peligroso es aquel que no lo parece. Aquél que consigue que sus súbditos se sometan a él de manera voluntaria.

Eso ha conseguido durante cientos de años la industria de la belleza y de la moda. Ser un opresor arbitrario, injusto y cruel, que sin embargo se mira rodeado de personas dispuestas a cualquier cosa para complacerlo.

No se trata sólo de la incomodidad de usar tacones de aguja para que nuestras piernas y trasero se vean más definido. No se trata de la incomodidad de hacer régimen a base de apio y lechuga. O de todo el tiempo que perdemos frente al espejo cada mañana, maquillándonos.

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El cuerpo de las mujeres ha sido utilizado como artículo de consumo durante años

En realidad, se trata de un profundo  y al parecer inamovible sentimiento perpetuo de inconformidad con una misma. Un eterno verse en el espejo y simplemente no ser suficiente. ¿Suficiente para quién? Para un estereotipo que construyó alguien más. Que sirve a los deseos de alguien más. Un ideal que no está diseñado en absoluto para que el que lo adopte alcance la felicidad. En el caso de los estereotipos de belleza femeninos, tenemos uno de los que podrían ser los casos más extremos de ataque a la individualidad y la perfección intrínseca del ser.

Las mujeres se miran cada día enfrentadas a un deber ser que es inalcanzable. Y no sólo eso, es un deber ser que no toma en cuenta, ni de lejos, lo verdaderamente importante.

Por ejemplo. Sobre el moderno y francamente nauseabundo culto a la delgadez. Me pongo a reflexionar´. ¿Por qué el sistema quiere mujeres fantasmales? He llegado a ver pasarelas de moda con «modelos» que además de desnutridas están maquilladas para parecer cadáveres. ¿Es que nuestro cuerpo tiene que ser el receptáculo de un moderno culto a la muerte? Me gustaría ahondar en este tema, pero es tan extenso que se merece su propio artículo, que vendrá muy pronto.

Otra situación que me hace pensar en los estereotipos es el canon de belleza caucásico. De todas las mujeres en el mundo, sólo un reducido porcentaje son rubias y de ojos azules. ¿Por qué entonces la representación por antonomasia de la mujer sigue vinculándose con esos rasgos?. Y de la piel banca ni hablemos. Basta pararse en el supermercado a ver las filas y filas de marcas de cremas aclaradores. El culto a la piel pálida parece remontarse a la época en que esta significaba que uno no debía labrar los campos bajo el sol. O lo que es lo mismo, era un símbolo de estatus social.

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Los estereotipos logran que nos critiquemos las unas a las otras

El hecho de que a estas alturas del partido nos siga pareciendo la panacea que nuestra piel proyecte una inactividad lánguida en un palacio habla muy mal de las mujeres. Nos demuestra que seguimos consecuentando estereotipos que nos hacen parecer seres débiles, incapaces y de mero ornato. El gran problema es que las mujeres estamos demasiado preocupadas por convertirnos a nosotras mismas en un producto. Y de eso no vale echarle la culpa a nadie más que a una misma.

Firmemente convencidas de que valemos por lo que proyecte nuestro cuerpo, vamos por allí sometiéndolo a toda clase de incomodidades absurdas. En el afán de conseguir un buen «comprador«, se nos ha inculcado la cultura de la vitrina. Qué básicamente es la de ser una cosa brillante tras un vidrio, que nadie, más que su dueño, puede agarrar. Esto evidentemente coarta la libertad sexual en nuestras vidas.

En el momento en el que convertimos a nuestro cuerpo en un bien ajeno, perdemos potestad sobre de él.

 Bien mirado, el cuerpo de la mujer jamás es suyo. Al principio, la potestad está en la familia. A niños y niñas por igual se les da el golpe en la mano y se les repite el «no se toca» cuando quieren explorar sus partes privadas. En la adolescencia, sin embargo, las cosas cambian para unas y otros. Del niño se espera cierto grado de curiosidad y exploración, siempre y cuando se limite a las conductas heterosexuales. A la niña, en cambio, sus familiares comienzan a decirle que su cuerpo es un artículo con sello de garantía: La virginidad. Así, la castidad se convierte en la promesa de conseguir un buen comprador, porque, claro, nadie quiere cosas usadas. Entonces el estereotipo de belleza al que la sociedad heteropatriarcal somete a la mujer no solamente es físico.

No basta con estar delgada, tener piel blanca y un rostro de rasgos europeos. A nivel emocional y moral, también se corre una lista de atributos absolutamente arbitrarios y puestos al servicio del interés, ya no del hombre, si no del estado. La mujer bella por dentro ha de ser, como ya mencionamos, casta. Dócil. Gentil. Tolerante. Sociable, maternal y empática, entre otras cosas.  Me preocupa cuando una persona habla de que la belleza interior es lo que importa en una mujer, como si el canon de belleza interior no fuera también inalcanzable y diseñando para hacernos sentir sucias, promiscuas y malvadas.

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Uno de nuestros principales intereses como mujeres debe de ser combatir los estereotipos

Imaginemos el caso de una mujer robusta que es de rasgos indígenas y además es tosca en sus modos. ¿Es fea? ¿Quién tiene derecho a decirlo? Cuando esa mujer nació, miles de años ya había creado un mundo de estereotipos. En el cual, por más que se esfuerce, ella nunca encajará. Y entonces una, que quizá tiene la suerte de ser alta y de ojos azules, pasará junto a ella y sentirá desprecio. En el mejor de los casos, lástima. En esta lástima viene implícito un venenoso sentimiento de superioridad. Sin embargo, ni el color de la piel, no la anchura de las caderas o el tono de la voz son méritos ni de una ni de otra.

¿Por qué sentirme mejor o peor que alguien más a raíz de una lotería genética? ¿Qué acaso años de lucha por los derechos humanos no implican que debamos traspasar las barreras de la genética y la geografía para ser todos similares?

 

En el fondo, y esto es algo que debemos aceptar, -no importa lo mucho que se hiera nuestra vanidad- es que esa mujer pastorea cabras en Somalia y que jamás tendrá internet, es igual que yo.

Esa mujer entrada en carnes a la que critico por la calle mientras hago jogging es igual que yo. La mujer ignorante a la que critico por dejarse golpear por el marido es igual que yo. Una mujer que ha contraído una ETS por no saber cuidarse, es igual que yo. Todas ellas son menos afortunadas, sí. Pero también son mujeres, y mucho más importante, son personas. ¿Por qué insisto tanto en que somos iguales? pues porque mientras sigamos denigrándolas jamás vamos a tener un deseo real de ayudarlas. Allí está la única posibilidad de igualdad. Olvidarnos de quién es más guapa o más adinerada, y !por Gaia! dejar de luchar unas con otras para alcanzar un «éxito» que no es más que una vitrina dorada, un estereotipo.  En la que, tarde o temprano, seremos reemplazadas por una muñeca más joven.

Juntas, sin competir para ser más dignas a los ojos de un sistema que nos ha usado y oprimido por siglos, podremos encontrar la paz y la camaradería que nos permitirá volver a lo esencial. Explotar nuestras verdaderas potencialidades.

Encontrar el camino de nuestra diosa interior. Que probablemente no tiene mucho que ver con dietas o con maquillaje, la verdad sea dicha.

Los estereotipos no sólo agreden a nuestra individualidad sagrada. Verdaderamente van nulificando lentamente la energía creadora de nuestro ser. Empeñarnos en encajar en ellos es el peor error que podemos cometer. El mayor acto de rebeldía revolucionaria que puedes hacer, es renunciar al yugo de las imposiciones del sistema y convertirte en un ser libre.

AUTOR: Kikio, redactora en la gran familia hermandadblanca.org

Para saber más:

“A mi amada” Un libro sobre la mujer, sobre nosotras.

La sabiduría de una mujer

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