La recuperación de la naturaleza, ¿es posible?

Maite Ayala

Después de sufrir uno de los siglos más violentos de la historia humana, el XX, por sus innumerables guerras, por sus cada vez más sofisticadas y letales armas pero también por sus innovaciones tecnológicas, que han dejado a la madre naturaleza exhausta y casi al borde de una muerte inminente, hay una grieta por donde se empieza a ver la luz, en que la recuperación de la naturaleza no es una más de las quimeras humanas.

No me malinterpretéis: no hablo de las innovaciones tecnológicas como algo malo per se. Hablo de aquellas que fueron hechas no para mejorar la calidad de la vida humana sino por intereses menos altruistas y más mercantiles. Hablo de las que se hicieron a costa de vidas –y no sólo humanas–, a costa de envenenar ríos y mares, de exterminar bosques y de intervenir una y otra vez, de la peor forma, en los ciclos naturales.

La vida humana sobre la faz de la Tierra pende de un hilo. Biólogos, ecologistas, científicos de todas las áreas desde hace años están luchando por hacerse oír, de que sus voces lleguen a donde tienen que llegar: a los políticos y a los que toman decisiones sobre el medio ambiente.

Paradójicamente el siglo XX, y ahora el XXI, han significado también hitos en la conciencia: nunca antes como ahora –este ahora que puede abarcar 50 o 60 años– se había estudiado de una forma más objetiva el papel humano en este planeta y, hay que admitirlo, la tecnología ha ayudado mucho para eso.

Pero también la observación de los entornos y el abandono a sabiendas de maneras de pensar más rígidas, que no rigurosas, han propiciado descubrimientos muy importantes. Por ejemplo, en el terreno de la ecología ha surgido una nueva visión, la de la especie clave, fundamental para la recuperación de la naturaleza.

¿Qué es la «especie clave» en la naturaleza?

Todos recordamos seguramente lo que nos enseñaron en el colegio sobre la pirámide de la vida, donde hay seres que se alimentan de otros y se llega hasta el tope, donde se encuentra el máximo depredador del sistema.

Usualmente se ha visto a estos depredadores como seres que sólo comen carne, todo lo que se mueva, llámese cebra, venado o cualquier otro animal de cuatro patas que tenga suficiente carne para alimentarlo.

En la década de los 60, un ecologista norteamericano, Robert Paine, se hizo la pregunta: “¿ese es su rol en la naturaleza, comer a los animales más débiles?”. Pero no había forma de investigarlo, no podía ir a África y sacar a los leones de su hábitat a ver qué pasaba. Necesitaba de un entorno de tamaño más manejable, un sistema contenido en un solo lugar.

Las sabanas africanas no eran manejables. Pero encontró lo que andaba buscando: las pozas de marea en Makah, una bahía al noroeste de Estados Unidos; allí vivían alrededor de 15 especies de organismos, gasterópodos carnívoros que se comían a los percebes y erizos de mar alimentándose de algas. Pero lo que más le gustó fue el gran depredador que encontró: las estrellas de mar.

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La estrella de mar es una especie clave en su sistema, y en la recuperación de la naturaleza. Imagen de joakant en Pixabay

Las estrellas de mar son consumidoras masivas, comen mejillones, percebes y hasta se las podría comparar a los leones de África. Así que comenzó su experimento.

De una de las pozas sacó las estrellas y de otra no. Se puso a observar lo que sucedía, durante meses enteros. Pronto, vio cambios: en la poza sin estrellas los mejillones se multiplicaron de forma descontrolada y otras especies desaparecieron. En el término de pocos años, en aquella poza sólo quedaron los mejillones de las 15 especies que allí había.

Paine había retirado otras especies de otras pozas, y en ninguna sucedió nada parecido, lo que le indicó que la diversidad de las pozas de marea dependía de las estrellas de mar. Eso, junto a sus años de experimentos, le demostró que en ecosistemas estables unos animales son más importantes que otros.

A esos animales los llamó especies clave: si las quitas cualquier sistema se viene abajo.

Observación: la base del método científico

La ciencia suele ser un trabajo de equipo e incluso una carrera de relevo, unos sientan las bases y otros siguen el camino. Jim Estes, un ecólogo marino dedicado a estudiar el bosque de algas en Amchitka, una isla volcánica en el sudoeste de Alaska, cambió su forma de ver este entorno.

Se había dado cuenta de que el bosque de algas debajo del agua era el hábitat de muchas especies, siendo las nutrias bastante numerosas. Pero un día llegó Bob Paine y le comentó que no viese el bosque como sustento de las nutrias, sino que viera a las nutrias como depredadoras.

En sus propias palabras, “ése fue el principio del resto de mi vida”, dicho en el documental Las reglas del Serengueti (que puedes ver pinchando aquí), y éste basado en el libro Las reglas del Serengueti: la búsqueda para descubrir cómo funciona la vida y por qué es importante, del biólogo Sean B. Carroll.

Estes visitó otra isla, Shemya, donde no había nutrias, y cuando se sumergió no vio ningún bosque, solo un desierto lleno de erizos. Las nutrias comen erizos, y los erizos algas. Si no hay nutrias, los erizos se multiplican sin control y se comen todas las algas, y sin las algas no hay más especies. Es así de sencillo.

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La recuperación de la naturaleza pasa por reconocer la importancia de las especies. Imagen de skeeze en Pixabay

Sin depredadores, los bosques (marinos o terrestres) desaparecen. Y así surgió una nueva forma de comprender y ver la naturaleza, y las relaciones establecidas entre las criaturas y ella.

La desaparición de un depredador puede ser la muerte de un sistema

Jin Estes volvió a Amchitka a principios de los 90. Antes, en los 70 y 80, había alrededor de 8.000 nutrias y cuando volvió años después no quedaba casi ninguna, y no solo en Amchitka sino en el archipiélago de las islas Aleutianas. Pero no había cadáveres. ¿Dónde estaban aquellas miles de nutrias, que desaparecieron casi en un 99%?

Y notó otro cambio: en los 70 y 80 veía una orca cada tres o cuatro años. En los 90, al volver, las veía tres o cuatro veces al día. Las orcas se estaban comiendo las nutrias, pero también los otros animales que había.

¿Qué pasó?

Muchas veces no somos capaces de establecer las relaciones correctas entre las cosas. Lo que causó la superabundancia de orcas fue la caza industrial de ballenas desde la II Guerra Mundial hasta principios de los 60, en el océano Pacífico Norte.

La población de las grandes ballenas fue diezmada dramáticamente; ellas son el alimento de las orcas, que al no tener qué comer se vieron obligadas a cambiar de dieta.

Se comieron a las focas, que desaparecieron. Luego a los leones marinos, y después a las nutrias, cuando éstos sucumbieron. Sacar el alimento principal de un depredador puede ser mortal para todo el sistema ecológico. Aquí todo se vio afectado, desde el salmón hasta las águilas calvas.

Cambio de visión

La naturaleza está interconectada de maneras que los humanos no sabemos, aunque comenzamos a sospechar. Todos los seres vivos tienen una función ecológica, una función vital para que el equilibrio natural exista.

Por ejemplo, si los lobos no se comen a los venados, éstos acaban con los bosques porque se multiplican sin control: los brotes son el alimento de los venados, no hay árboles nuevos porque estos animales se los comen, y sin árboles nuevos los bosques mueren cuando mueran sus árboles grandes. Así, poco a poco, los espacios van degradándose, y sin que nos demos plena cuenta.

La esperanza en la recuperación de la naturaleza

Mencioné el libro del biólogo Sean Carroll sobre el Serengueti, y es que éste fue el origen de ese cambio de visión. El científico Tony Sinclair trabajó durante mucho tiempo en el parque nacional Serengueti, Tanzania.

Cuando llegó allí no se dio cuenta, pero el parque nacional más renombrado del mundo estaba degradado. Para entenderlo es preciso remontarse un siglo atrás.

Hubo una epidemia de peste bovina 120 años antes, que mató a muchos animales, principalmente a los ñus. Su población se mantuvo baja durante 70 años, y en la década de los 60, se logró erradicar la enfermedad con ayuda de los veterinarios en la mayor parte del continente africano.

Cuando llegó Sinclair, la población de ñus había crecido hasta 250.000, y ocho años después eran 1.400.000. En 1982 asistió a una reunión internacional para informar de aquella gran mejoría, pero la reacción de sus colegas no fue la esperada.

Todos concordaron en que había que sacrificar a los ñus, que era irresponsable aquella multiplicación y que estos animales iban a destruir todo y a colapsar el sistema. Sinclair no estuvo de acuerdo. Para él era relevante confiar en la naturaleza, pues durante miles de años habían existido esos sistemas sin que colapsase nada.

Se mantuvo firme y convenció a las autoridades del parque que no sacrificaran a los ñus. Los censos le dieron la razón: durante los cuatro años siguientes, y los demás, la población de ñus no aumentó, se mantuvo. Pero no solo sucedió eso.

Descubrieron que el sistema completo estaba recuperándose, reparándose a sí mismo. ¿De qué modo? Los ñus producen estiércol que fertiliza los pastos; éstos se vuelven nutritivos, y al comérselo hay menos posibilidades de incendios.

Esto permitió que aumentaran poblaciones de árboles que con toda seguridad no habían crecido desde el siglo XIX, y proporcionaron más alimento a elefantes, jirafas y muchísimas especies de aves.

Como había más comida, esto atrajo a más depredadores. El ciclo estaba reajustándose.

En este sistema, el ñu era la especie clave, pero no era un depredador, era un herbívoro, lo cual dio un giro a la teoría: la especie clave no es siempre un depredador. Lo más importante del descubrimiento de Sinclair fue constatar que la capacidad de recuperación de la naturaleza no se agota tan fácilmente.

El Serengueti cambió drásticamente cuando su especie clave reapareció: hubo más árboles, más pájaros cantores, más jirafas, más mariposas, más escarabajos. Permitió que el ciclo de la vida se renovara.

Esta es la esperanza: demostró que la degradación puede ser reversible. Pero para determinar lo que quieres arreglar, primero hay que saber qué está mal. Esto significa que si se puede ubicar la especie clave en sistemas dañados, la recuperación de la naturaleza es posible.

El caso de Yellowstone

Al noroeste de Estados Unidos se encuentra el parque nacional Yellowstone. Durante muchos años mantuvieron lejos a los lobos porque eran depredadores peligrosos. Pero desde hace 20 años se vieron obligados a incrementar la población de lobos para controlar a los alces, pues éstos afectaron seriamente la vegetación del parque.

Después de 70 años de ausencia, la presencia de los lobos permitió que los sauces volvieran a prosperar, que los álamos crecieran; los castores volvieron, los osos también.

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Los lobos son cruciales para la recuperación de la naturaleza, en los bosques. Imagen de Madeleine Lewander en Pixabay

La presencia humana ha sido dañina pero también beneficiosa en muchos sentidos, sobre todo cuando entendemos que si interferimos debe ser desde la comprensión de la naturaleza.

Hay esperanzas, pero hay que tomar cartas en el asunto. El equilibrio es delicado, y posible. ¿Será que lograremos entender que, aunque pensemos que estamos fuera de las reglas de la naturaleza, somos parte de ella?

¿Y que lo que hacemos no sólo afecta a millones de otros seres, sino a nuestra propia vida y la posibilidad viable de que sobrevivamos a terribles maneras de interferir en los procesos naturales?

Yo me confieso una optimista irredenta. Confío en la bondad del ser humano y confío en la naturaleza. Juntos podemos hacer grandes cosas.

Autora: Maite Ayala, redactora en hermandadblanca.org

Fuentes: https://www.bbc.com/mundo/noticias-51012368, https://elpais.com/elpais/2018/03/02/ciencia/1520012915_015732.html

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