Pensamientos de Carl Gustav Jung

Carl Gustav JungExtraídos de diversas obras suyas por Enrique Eskenazi

Sólo un necio está interesado en la culpa de los demás, puesto que no puede cambiarla. El sabio aprende sólo de su propia culpa. Se preguntará a sí mismo: ¿quién soy puesto que todo esto me está ocurriendo? Para encontrar la respuesta a esta pregunta destinal, mirará en su propio corazón.

 

El paciente no tiene que aprender cómo liberarse de su neurosis, sino como soportarla. Su enfermedad no es una carga gratuita y, por consiguiente, sin significado; es su propio sí-mismo, el “otro” que por pereza o temor infantil, o por otros motivos, siempre ha intentado excluir de su vida. De este modo, como acertadamente dice Freud, transformamos al ego en un “asentamiento de ansiedad”, lo que nunca hubiera sido si no nos defendiéramos contra ello tan neuróticamente

 

El secreto es que sólo lo que puede destruirse a sí mismo está verdaderamente vivo.

 

Hay tan poco mérito en ser bueno como poco vicio o pecado en ser malo: en esto nosotros no hacemos sino representar los papeles que nos han dado.

 

Quizás consiga que se comprenda mejor mi pensamiento diciéndoles que uno no se encuentra completamente a gusto hasta que no se encuentra a sí mismo, hasta que no tropieza consigo mismo; si no se ha encontrado con dificultades interiores, uno se queda en la propia superficie; cuando un ser entra en colisión consigo mismo, siente inmediatamente una sensación saludable que le procura bienestar.

 

El sentimiento de una inferioridad moral no proviene de un desacuerdo con la ley moral común la cual en cierto sentido es arbitraria, sino del conflicto del individuo consigo mismo, con su Sí Mismo, que reclama imperiosamente, por motivos de equilibrio psíquico, que se colmen los déficits y las lagunas oscuramente percibidas, inconscientemente conscientes. Cada vez que surge un sentimiento de inferioridad, no sólo indica la exigencia en el sujeto de asimilar un factor hasta ahora inconsciente, sino que también indica la posibilidad de esta asimilación. En último análisis son las cualidades morales de un ser los que la conducen y la obligan -ya directamente por el conocimiento y la aceptación de la necesidad, ya indirectamente a través de una dolorosa neurosis- a asimilar su Sí Mismo inconsciente y a mantenerlo consciente. Quien quiera que progrese en el camino de la realización de su Sí Mismo, inconsciente, volverá necesariamente conscientes los contenidos del inconsciente personal, lo que ampliará considerablemente la extensión, los horizontes y la riqueza de la personalidad. Señalemos enseguida que esta “ampliación” concierne en primer puesto a la conciencia moral y el conocimiento de sí mismo; pues los contenidos del inconsciente que libera el análisis y que pasan a la conciencia son, por regla general, principalmente contenidos desagradables que, como tales, han sido rechazados: recuerdos, deseos, tendencias, proyectos, etc. Son contenidos que, por ejemplo, evocaría de manera análoga una confesión general, sincera, si bien en una medida menor.

 

La naturaleza humana no consiste sólo y enteramente en luz, sino también en abundante sombra, de modo que el conocimiento que se alcanza en la práctica del análisis resulta a menudo algo penoso, tanto más cuanto más se estaba antes persuadido de los contrario (según ocurre por regla general) .

 

Así como unos se tornan demasiado exuberantes a causa de su optimismo, así los otros, por su pesimismo, se vuelven demasiado temerosos y pusilánimes. En esta formas se plasma de algún modo el gran conflicto, cuando se lo reduce a una escala menor. Pero también en estas proporciones reducidas se reconoce sin dificultad el hecho esencial; la arrogancia de los unos y la pusilanimidad de los otros tiene algo en común: la inseguridad acerca de sus límites.

 

En su estado de identificación con la psique colectiva el sujeto, en efecto, intentará sin falta imponer a los demás las exigencias de su inconsciente. Pues la identificación con la psique colectiva confiere un sentimiento de valor general y casi universal (lo que antes hemos llamado “semejanza divina”) que lleva a no ver la psique personal deferente de los prójimos, a hacer abstracción y a pasar de largo. El sentimiento de detentar un valor, una verdad universal, emana espontáneamente de la universalidad de la psique colectiva; una actitud, una óptica colectivas, presuponen naturalmente en lo otro y en los demás la misma psique colectiva. Esto implica por parte del sujeto un rechazo categórico, una verdadera imposibilidad de apercibir las diferencias individuales y también las diferencias de orden general que puedan existen en el seno mismo de la psique colectiva… La imposibilidad o el rechazo a ver lo individual, de lo que no percibe más la existencia, equivale simplemente a extinguir al individuo, lo que destruye los elementos de diferenciación en el seno de un grupo. Pues el individuo es, por excelencia, el factor de diferenciación. Las virtudes más grandes, las creaciones más sublimes, así como los peores defectos y las peores atrocidades son individuales.

 

Sólo la presencia viva de las imágenes eternas es capaz de conferir al alma la dignidad que le hace verosímil y moralmente posible al hombre perseverar en su alma y estar convencido de que vale la pena permanecer junto a ella. Sólo entonces se le hará evidente que el conflicto le pertenece, que la escisión es su doloroso patrimonio, del que no se libra atacando a otros, y que si el destino le hace cargar con una culpa, es una culpa respecto a sí mismo.

 

Para curar el conflicto proyectado, hay que devolverlo al alma del individuo, donde comenzó de manera inconsciente. Quien quiera dominar este ocaso debe celebrar una eucaristía consigo mismo y comer su propia carne y beber su propia sangre, es decir, tiene que conocer y aceptar en sí al otro.

 

Mientras más se toma conciencia de sí mismo, gracias al conocimiento que se adquiere poco a poco, y gracias a las rectificaciones del comportamiento que se derivan, más disminuye y desaparece la zona del inconsciente personal depositada sobre el inconsciente colectivo. Y siguiendo paso a paso esta evolución, se crea poco a poco una conciencia que no ya no está más aprisionada en el mundo mezquino, estrechamente personal y susceptible del yo, sino que participa cada vez más en el vasto mundo de las cosas. Esta conciencia ampliada se distanciará poco a poco de este escondrijo egoísta y umbrío de deseos personales, aprehensiones, esperanzas y ambiciones, tendencias todas que debieran encontrar en el ser las compensaciones e incluso rectificaciones, gracia a las tendencias personales, opuestas e inconscientes. Esta conciencia renovada llegará a ser un elemento relacional, una función que arroja una pasarela hacia el objeto y el mundo de las cosas, que implicará e integrará al individuo en una comunidad indisoluble con el mundo, comunidad en la que el ser se siente comprometido y responsable. Las complicaciones humanas que se producen entonces, desde que el individuo a llegado a este estadio de evolución, no son ya vulgares conflictos de deseos egoístamente personales, sino que refieren a dificultades referentes a cualquier. En este plano, se trata en definitiva de problemas colectivos que movilizan al inconsciente colectivo, pues la compensación que necesitan ya no es de orden personal, sino colectivo. Podemos constatar entonces que el inconsciente del individuo produce contenidos que no sólo valiosos sólo para el mismo sujeto, sino también para muchos seres y, bien puede ser, para casi todos.

 

Estas identificaciones con el rol social constituyen por lo demás una fuente abundante de neurosis: no es sin desgaste y sin ser cruelmente castigado que el hombre puede alienarse de sí mismo en beneficio de una personalidad artificial. Ya la menor solicitación respecto al hombre interior en este sentido y el menor abandono del hombre exterior a tal curso determinan, en todos los casos banales, reacciones inconscientes, humores, afectos, miedos, representaciones obsesivas, debilidades o vicios. El hombre que en la vida social se presenta como “hombre fuerte”, ”hombre de hierro”, es muy a menudo en la vida “privada” como un niño de cara a sus sentimientos y sus estados de ánimo: la disciplina que muestra (y que, particularmente, exige de los demás) se encuentra, en el plano privado, vergonzosamente y caricaturalmente contradicha y desmentida. Su “vamos al trabajo”, su “disponibilidad profesional”, su “amor al deber” tienen un rostro melancólico; su “ejemplar” moral oficial tiene rasgos muy singulares cuando se levanta la máscara. Y nos referimos aquí menos a los actos que a los movimientos de la imaginación… En la medida en que el mundo solicita insidiosamente al individuo que se identifique con su máscara, y en la medida en que el individuo sucumbe a estas seducciones, será librado a las influencias que emanan del mundo interior, y será su víctima con mayor frecuencia… Cuando el individuo se identifica con su máscara, la contradicción surge del interior de sí mismo y actúa sobre el yo; todo ocurre como si el inconsciente oprimiera al yo con una potencia igual a aquella con la que la persona atrae a ese yo, como si la sumisión a las solicitudes exteriores y a las seducciones de la persona significaran una debilidad análoga de cara a las fuerzas interiores y a los poderes del inconsciente. En tanto el individuo asume, en su relación con el mundo, el rol de una personalidad fuerte y eficaz, en el fondo de sí se desarrolla una debilidad afeminada ante todas las influencias que emanan del inconsciente: se abandona cada vez más a caprichos, humores, accesos de ira… Así pues, la persona, la imagen ideal del hombre tal como debiera y quisiera ser, se encuentra interiormente cada vez más compensada por una debilidad femenina; y en la media en que exteriormente el desempeña el papel de hombre fuerte, interiormente se transforma en una manera de ser afeminada, que he llamado anima; entonces el anima se opone a la persona.

 

Así como es indispensable, en vista de la individuación, de la realización de sí mismo, que un ser aprenda a diferenciarse de la apariencia que encarna a los ojos de los demás y a sus propios ojos, así es indispensable, en un fin idéntico, que tome consciencia del sistema interrelacional invisible que conecta su yo y su inconsciente, a saber su anima, a fin poder igualmente diferenciarse de ella. Pues no se puede uno diferenciar de algo inconsciente. Por lo que respecta a la persona, es relativamente fácil de modo natural para cualquiera percibir que su función y uno mismo son dos cosas diferentes. Por lo que respecta al anima, por el contrario, no se llegará a diferenciarse de ella que a costa de las mayores dificultades y de los mayores esfuerzos, por la buena razón de que precisamente es invisible y difícilmente discernible.

 

Ahora, los factores inconscientes son hechos que ejercen poderes tan condicionantes como las fuerzas que regulan la vida de la sociedad; y los primeros son tan colectivos como los segundos. Por ello, así como puede distinguir lo que mi función exige y espera de mí de lo que yo quiero, puedo aprender a hacer la distinción entre lo que yo quiero y lo mi inconsciente tiende a imponerme.

 

Precisamente porque estas tendencias contrarias están secreta y subterráneamente en relación unas con otras, son susceptibles de encontrar su acuerdo en una cierta media, en un cierto compromiso que, de algún modo necesariamente, brota voluntaria o involuntariamente del individuo mismo, y del cual éste ha de tener una cierta presciencia intuitiva. Cada cual tiene un sentimiento de lo que debería ser, de lo que podría ser, de lo que uno debiera ser. No tener en cuenta esta intuición, descartarla y alejarse, es hacer un falso camino, es comprometerse en el sendero del error y, a corto o largo plazo, desembocar en la enfermedad.

 

Puesto que la psique no es una unidad, sino que está constituida de un conjunto de complejos contradictorios, no es difícil realizar la disociación necesaria para la confrontación dialéctica con el anima. El arte de este diálogo íntimo consiste en dejar hablar, en dejar acceder a la “verbalización” a la compañera invisible, a poner a su disposición, de alguna manera, los mecanismos de la expresión, sin dejarnos frenar por el disgusto que naturalmente se siente consigo mismo en el transcurso de este procedimiento, que parece un juego de un absurdo ilimitado.

 

Siempre procedemos por la idea simplista de que somos el único dueño en nuestra propia casa. Nuestra comprensión debe familiarizarse con el pensamiento de que, incluso en la vida más íntima de nuestra alma, todo acaece como si viviéramos en una especie de morada que, al menos, presenta puertas y ventanas que se abren sobre un mundo cuyos objetos y presencias actúan sobre nosotros, sin que podamos decir por ello que los poseemos.

 

He llamado función trascendente a esta modificación que resulta de la confrontación del individuo con su inconsciente. Esta curiosa facultad de metamorfosis que manifiesta el alma humana, y que se expresa precisamente en la función trascendente, es el objeto esencial de la filosofía alquimista de finales de la Edad Media; expresa su tema principal de la metamorfosis mediante la simbólica alquímica… El secreto de esta filosofía alquímica, y su llave ignorada durante siglos, es precisamente el hecho, la existencia de la función trascendente, de la metamorfosis de la personalidad, gracias a la mezcla y a la síntesis de sus factores nobles y sus constituyentes groseros, la aleación de la funciones diferenciadas y de las que no lo son, brevemente: los esponsales, en el ser, de su yo consciente y de su inconsciente.

 

El famoso problema que ha preocupado a la Edad Media, el de la cuadratura del círculo, que fue una de las preocupaciones esenciales de los alquimistas. Aquí el problema de la cuadratura del círculo surge en un punto dado para representar de manera simbólica la individuación. La personalidad total se caracteriza merced los cuatro puntos cardinales del horizonte, los cuatro dioses, es decir las cuatro funciones que permiten la orientación en el espacio psíquico interior y gracias al círculo que abraza al conjunto.

 

Sin su individualización, el ser permanece en una condición de mezcla y de confusión con los demás; en este estado, realiza acciones que le colocan en desacuerdo y en conflicto consigo mismo… pero el desacuerdo consigo mismo constituye fundamentalmente el estado neurótico… Ahora, no puede sobrevenir una liberación de este estado si no se puede existir y actuar de conformidad con lo que se siente como su verdadera naturaleza. Este sentimiento de su verdadera naturaleza la experimentan los hombres de manera borrosa, nebulosa e incierta; pero, mediante su evolución, se afirma en fuerza y en claridad.

 

Después de violentas fluctuaciones iniciales, las contradicciones se compensan y aparece paulatinamente una nueva actitud, cuya ulterior estabilidad será tanto mayor cuanto más violentas hayan sido las diferencias iniciales. Cuanto mayor haya sido la tensión de las contradicciones, tanto mayor será la energía que de ella surja, y cuanto mayor esta energía, tanto más intensa será la fuerza atractiva, constelizante. En proporción con esa mayor atracción, será también mayor la amplitud del material psíquico constelizado, y cuanto más aumente esta amplitud tanto menor será la posibilidad de ulteriores trastornos que podrían resultar de diferencias con materiales no constelizados previamente. De ahí que una actitud mental surgida de amplias compensaciones sea particularmente estable…. los más profundos conflictos, una vez superados, dejan tras de sí una seguridad y tranquilidad o un quebrantamiento tales, que difícilmente podrán ser trastornados o, respectivamente, curados, mientras que por el contrario, es preciso que hayan existido los más profundos contrastes y que éstos hayan llevado a una conflagración, para producir resultados valiosos y permanentes.

 

El alma contiene todas las imágenes de las que han surgido los mitos; nuestro inconsciente es un sujeto actuante y paciente, cuyo drama el hombre primitivo vuelve a encontrar en todos los grandes y pequeños procesos naturales.

 

Para hacerse una imagen del proceso simbólico, las series de imágenes de los alquimistas resultan buenos ejemplos, aunque sus símbolos son en general tradicionales. Un magnífico ejemplo oriental es el sistema Chakra tántrico o el sistema nervioso místico del yoga chino. De acuerdo con todas las apariencias, las series de imágenes del Tarot son derivados de los arquetipos de la transformación.

 

El proceso simbólico es un vivenciar en imagen y de la imagen. Su desarrollo muestra por lo regular una estructura enantiodrómica como el texto del I Ching y presenta por tanto un ritmo de negación y afirmación, de pérdida y ganancia, de claridad y oscuridad. Su comienzo se caracteriza casi siempre por un callejón sin salida u otra situación imposible; su meta es, expresada en general, el esclarecimiento o una más elevada conciencialidad, con lo cual la situación de partida se supera en un nivel más alto.

 

La realidad que aparece como directa consta de imágenes…, por esa razón, sólo vivimos directamente en un mundo de imágenes. Para averiguar siquiera aproximadamente la naturaleza real de las cosas materiales necesitamos los complicados aparatos y métodos de la física y de la química. Estas ciencias son instrumentos que capacitan al espíritu humano para, a través del engañoso velo del mundo de las imágenes, asomarse un poco a una realidad no psíquica.

 

Así pues, lejos de ser un mundo material, la realidad es un mundo psíquico que sólo admite conclusiones indirectas e hipotéticas sobre la naturaleza de la materia… Únicamente a lo psíquico le corresponde la realidad inmediata, y además a cualquier forma de lo psíquico, incluso a las ideas y pensamientos “irreales” que no hacen referencia a ningún “exterior”. Aunque a tales contenidos los llamemos figuraciones o delirios, no por ello dejan de tener eficacia; es más, no existe ningún pensamiento “real” que, en un momento dado, no pueda ser desplazado por un pensamiento “irreal”, presentando éste una mayor fuerza y eficacia que el primero. Mayores que todos los peligros físicos son los colosales efectos de las ideas delirantes, a las que sin embargo nuestra conciencia del mundo quiere negarles toda realidad. Nuestra elogiadísima razón y nuestra exageradamente estimada voluntad se revelan en ocasiones impotentes frente al pensamiento “irreal”. Las fuerzas universales que gobiernan incondicionalmente a toda la humanidad son factores psíquicos inconscientes, y éstos son también los que crean la conciencia y, con ello, la conditio sine qua non para la existencia de un mundo. Estamos dominados por un mundo creado por nuestra alma.

 

El gran error que ha cometido nuestra conciencia occidental es atribuir al alma sólo una realidad derivada de causas materiales. Bastante más sabio es el Oriente, que fundamenta la esencia de todas las cosas en el alma. Entre las desconocidas naturalezas del espíritu y la materia, se halla la realidad de lo anímico, la realidad psíquica, la única realidad que podemos experimentar directamente.

 

Hay una existencia anímica sustraída a la creación y manejo conscientes del libre albedrío. Si bien podría parecer que todo lo anímico es como una sombra y tiene un carácter fugaz y superficial o, en una palabra, fútil, en realidad esas características se verifican generalmente en el caso de lo psíquico-subjetivo, pero no en el de lo psíquico-objetivo, lo inconsciente, que representa una condición a priori de la conciencia y de sus contenidos. De lo inconsciente surgen efectos determinantes que, independientemente de la transmisión, aseguran en todo individuo la similitud y aún la igualdad de la experiencia y de la creación imaginativa. Una de las pruebas fundamentales de esto es el paralelismo que podríamos calificar de universal entre los temas mitológicos, a los que he llamado arquetipos a causa de su naturaleza de imágenes primordiales.

 

Puesto que todo lo psíquico es preformado, también lo son sus funciones particulares, en especial aquellas que provienen directamente de predisposiciones inconscientes. A ese campo pertenece ante todo la fantasía creadora , En los productos de la fantasía se hacen visibles las “imágenes primordiales” y es aquí donde encuentra su aplicación específica el concepto de arquetipo.

 

La consciencia no es continua. Es cierto que se habla de la continuidad de la consciencia, pero en realidad esta continuidad no existe y la impresión que nos la hace sentir es consecuencia del recuerdo. La conciencia es intermitente, discontinua. …En el fondo son pocos los momentos en los que se es realmente consciente, en los que la consciencia alcanza un cierto nivel y una cierta intensidad… El inconsciente en cambio es un estado constante, duradero que, en su esencia, se perpetúa semejante a sí mismo; su continuidad es estable, cosa que no se puede pretender del consciente.

 

El inconsciente teje perpetuamente un vasto sueño que, imperturbable, sigue su camino por debajo de la conciencia, emergiendo a veces durante la noche en un sueño o causando durante la jornada singulares y pequeñas perturbaciones.

 

La consciencia es, por naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis flotante sobre el inconsciente, que se extiende en las profundidades como un vasto océano de una continuidad perfecta… Si juntamos el consciente y el inconsciente, abarcamos casi todo el do-minio de la psicología. La conciencia se caracteriza por una cierta estrechez; se habla de la estrechez de la conciencia , por alusión al hecho de que no puede abarcar simultáneamente sino un pequeño número de representaciones.

 

La voluntad es una gran maga que, además, añade a sus encantos la paradoja de sentirse y aspirar a ser libre. Experimentamos el sentimiento de libertad, incluso cuando se puede probar la existencia de causas precisas que con toda necesidad debían entrañar tal o cual consecuencia que, precisamente, hemos realizado: a pesar de ello, el sentimiento de libertad es, no obstante, muy vivo en nosotros… Si la voluntad está marcada por esa libertad soberana que la caracteriza, ello se debe a que es una parcela de esa oscura fuerza creadora que yace en nosotros, que nos conforma, que edifica nuestro ser, que reacciona frente a nuestro cuerpo, que mantiene o destruye su estructura y que crea vías nuevas. Esta energía aflora, en cierto modo, en el seno de la voluntad y hasta en la esfera de la conciencia humana, aportando consigo ese sentimiento absoluto y soberano de imperecedera libertad que no se deja alterar o restringir por ninguna filosofía.

 

Siempre hay una parte de nuestra personalidad que es inconsciente, que está en vías de formación; estamos eternamente inacabados, crecemos y cambiamos. La personalidad futura que seremos está ya en nosotros, pero todavía oculta en la sombra.

 

Todo el mundo sabe, en la actualidad, que uno “tiene complejos”. Lo que no se sabe también, aunque teóricamente es mucho más importante, es que los complejos lo tienen a uno. En efecto, la suposición ingenua de la unidad de la conciencia, que se identifica con el “psiquismo” total, y de la supremacía de la voluntad, es gravemente cuestionada por la existencia de los complejos. Cada constelación de complejos motiva un estado de conciencia perturbado. La unidad de la conciencia queda rota y la intención volitiva es más o menos dificultada, o aun impedida del todo. También la memoria sufre a menudo profundamente… De ahí que el complejo deba ser un factor psíquico que, energéticamente hablando, posee una valencia susceptible de superar en ocasiones la del propósito consciente, pues de otro modo no serían posibles tales rupturas del orden consciente. En realidad un complejo activo nos deja momentáneamente en un estado de pérdida de libertad, de pensamiento y acción compulsivos, estado al que quizá podría aplicársele el concepto jurídico de responsabilidad limitada.

 

Los complejos, en efecto, se comportan como genios malignos cartesianos… son los personajes que actúan en nuestros sueños, con los que nos enfrentamos en una total impotencia… Su origen, su etiología, es a menudo un choque emocional, un traumatismo o algún incidente análogo, que tiene por efecto el separar un compartimiento de la psique. Una de las causas más frecuentes es el conflicto moral basado, en última instancia, en la imposibilidad aparente de asentir a la totalidad de la naturaleza humana.

 

Esta posibilidad entraña, por su existencia misma, una escisión inmediata, a espaldas o no de la conciencia. Es incluso, por lo general, una inconsciencia perceptiva notable de los complejos, lo que les confiere naturalmente una libertad de acción tanto mayor: su fuerza de asimilación aparece entonces en toda su amplitud, al ayudar la inconsciencia del complejo a asimilarse el yo mismo, lo que crea una modificación momentánea e inconsciente de la personalidad, llamada identificación en el complejo. Esta noción moderna por completo llevaba en la Edad Media otro nombre: se llamaba entonces posesión.

 

Un complejo es como una especie de imán, un centro cargado de energía atractiva que se anexiona todo lo que encuentra a su alcance, incluso cosas indiferentes… Por esta razón se dice que el complejo ejerce un efecto atrayente y asimilador. Quienquiera que se encuentre bajo el influjo de un complejo predominante asimila, comprende y concibe los datos nuevos que surgen en su vida en el sentido de este complejo, al que quedan sometidos; en resumen, el sujeto vive momentáneamente en función de su complejo, como si viviera un inmutable prejuicio original.

 

Cuando la cólera ocasionada por una pequeñez se apodera de nosotros, costaría mucho trabajo v ver que el motivo de nuestra furia no estaba por completo en tal cosa molesta o en tal individuo insoportable. Sin embargo, atribuimos a estas cosas el poder de ponernos fuera de nosotros mismos e incluso de ocasionarnos insomnios y pesadez de estómago. Echamos pestes, pues, sin miramientos ni reserva contra ese escollo, injuriando por ello a una parte inconsciente de nosotros mismos, que se encuentra proyectada en el elemento perturbador. Nuestra cólera ha podido tomar cuerpo sólo gracias a esta proyección.

 

Son legión tales proyecciones. Unas son favorables, facilitando como un puente entre dos orillas el paso de la libido; otras son desfavorables, sin que lleguen a formar prácticamente, no obstante, obstáculos, pues las proyecciones peyorativas están en general localizadas fuera del círculo de las relaciones íntimas.

 

El agua es el “espíritu del valle”, el dragón del agua del Tao cuya naturaleza es similar al agua, un Yang integrado en el Yin. Psicológicamente agua quiere decir espíritu que se ha vuelto inconsciente… Aparentemente el “espíritu” llega siempre desde lo alto. Para esa concepción espíritu significa libertad suprema, un flotar sobre las profundidades, una liberación de la prisión de lo ctónico y por lo tanto un refugio para todos los timoratos que no quieren “llegar a ser “. Pero el agua es terrenalmente palpable, es también el fluido del cuerpo regido por el impulso, es la sangre y la avidez de sangre, es el olor animal y lo corpóreo cargado de pasiones.

 

Es cierto que quien mira en el espejo del agua, ve ante todo su propia imagen. El que va hacia sí mismo corre el riesgo de encontrarse consigo mismo. El espejo no favorece, muestra con fidelidad la figura que en él se mira, nos hace ver ese rostro que nunca mostramos al mundo, porque lo cubrimos con la persona, la máscara del actor. Pero el espejo está detrás de la máscara y muestra el verdadero rostro. Esa es la primera prueba de coraje en el camino interior; una prueba que basta para asustar a la mayoría, pues el encuentro consigo mismo es una de las cosas más desagradables y el hombre lo evita en tanto puede proyectar todo lo negativo sobre su mundo circundante. Si uno está en situación de ver su propia sombra y soportar el saber que la tiene, sólo se ha cumplido una pequeña parte de la tarea: al menos se ha transcendido el inconsciente personal. Pero la sombra es una parte viviente de la personalidad y quiere entonces vivir de alguna forma. No es posible rechazarla ni esquivarla inofensivamente. Este problema es extraordinariamente grave, pues no sólo pone en juego al hombre todo, sino que también le recuerda al mismo tiempo su desamparo y su impotencia. A las naturalezas fuertes – ¿o hay que decir más bien débiles? – no les gusta esta alusión y se fabrican entonces algún más allá del bien y del mal, cortando así el nudo gordiano en lugar de deshacerlo. Pero tarde o temprano la cuenta debe ser saldada. Hay que confesarse que existen problemas que de ningún modo se pueden resolver con los propios medios.

 

Hay que llegar a conocerse a sí mismo para saber quién es uno. pues lo que viene después de la muerte es algo que nadie espera, es una extensión ilimitada llena de inaudita indeterminación, y al parecer no es ni un arriba ni un abajo, ni un aquí ni un allí, ni mío ni tuyo, ni bueno ni malo. Es el mundo del agua, en el que todo lo viviente queda en suspenso; donde comienza el reino del “simpático”, el alma de todo lo viviente; donde yo soy inseparablemente esto y aquello; donde yo vivencio en mí al otro y el otro mi vivencia como yo. Lo inconsciente colectivo es cualquier otra cosa antes que un sistema personal encapsulado; es objetividad amplia como el mundo y abierta al mundo. Soy el objeto de todos los sujetos, en una inversión total de mi conciencia habitual, en la que siempre soy un sujeto que tiene objetos. Allí estoy en tal medida incorporado a la más inmediata compenetración universal, que con toda facilidad olvido quién soy en realidad. “Perdido en sí mismo” es una buena expresión para caracterizar este estado. Pero este sí mismo es el mundo; o un mundo, si una conciencia pudiera verlo. Por eso hay que saber quién es uno.

 

El desamparo y la debilidad son la vivencia eterna y el eterno problema de la humanidad y para esa situación existe también una respuesta eterna: de lo contrario el hombre hubiera desaparecido hace ya mucho. Una vez que se ha hecho todo lo que se puede hacer, queda todavía lo que se podría hacer si uno tuviera conocimiento de ello. Pero ¿cuánto sabe el hombre de sí mismo? De acuerdo a lo que la experiencia nos muestra, es muy poco. Por eso queda todavía mucho espacio libre para lo inconsciente.

 

Hoy llamamos a los dioses factores, lo que viene de facere = hacer. Los factores están detrás de los bastidores del teatro del mundo. Lo mismo en lo grande que en lo pequeño. En la conciencia somos nuestros propios señores; aparentemente somos los “factores” mismos. Pero si cruzamos la puerta de entrada a la sombra descubrimos con terror que somos objetos de factores. El saber eso es decididamente desagradable; pues nada decepciona más que el descubrimiento de nuestra insuficiencia. Y también da motivo a un pánico primitivo, porque cuestiona peligrosamente la supremacía de la conciencia.

 

El mayor peligro que nos amenaza proviene de la impredictibilidad de la reacción psíquica. Por eso quienes poseen verdadera penetración han entendido ya hace mucho que las condiciones históricas exteriores de cualquier tipo constituyen sólo la ocasión para los peligros realmente amenazadores de la existencia, es decir para las ilusiones políticas, las que han de entenderse no como consecuencias necesarias de condiciones externas, sino como imposiciones de lo inconsciente.

 

El alma es lo vivo en el hombre, lo vivo y causante de vida por sí mismo…El alma, con astucia y juego engañosos, arrastra a la vida la inercia de la materia que no quiere vivir. Convence de cosas increíbles para que la vida sea vivida. Está llena de trampas para que el hombre caiga, toque la tierra, y allí se enrede y se quede, y de ese modo la vida sea vivida; igual como ya Eva en el Paraíso no puede dejar de convencer a Adán de la bondad de la manzana prohibida. Si no fuera por la vivacidad y la irisación del alma, el hombre se hubiera detenido dominado por su mayor pasión, la inercia. Un cierto tipo de racionalidad es su abogado, y un cierto tipo de moralidad le da su bendición. Pero el tener alma es el atrevimiento de la vida, porque el alma es un demonio dispensador de vida, que juega su juego élfico por debajo y por arriba de la existencia humana, y por ello dentro del dogma es amenazado y propiciado con penas y bendiciones unilaterales, que van mucho más allá del mérito que puede alcanzar el hombre. El cielo y el infierno son destinos del alma y no del hombre civilizado, que con su flaqueza y timidez no sabría qué hacer en una Jerusalén celestial… El anima es un arquetipo natural que subsume de modo satisfactorio todas las manifestaciones de lo inconsciente, del espíritu primitivo, de la historia de la religión y del lenguaje. Es un “factor” en el sentido propio de la palabra. No es posible crearla, sino que es el a priori de los estados de ánimo, reacciones, impulsos y de todo aquello que es espontáneo en la vida psíquica. Es algo viviente por sí, que nos hace vivir; una vida detrás de la conciencia, que no puede ser totalmente integrada en ésta y de la cual, antes bien, procede la conciencia. Pues en última instancia la vida psíquica es en su mayor parte algo inconsciente y rodea a la conciencia por todos los costados.

 

Con el arquetipo del anima (alma) entramos en el reino de los dioses, o sea en el campo que se ha reservado la metafísica. Todo lo que el anima toca se vuelve numinoso, es decir incondicionado, peligroso tabú, mágico. Es la serpiente en el Paraíso del hombre inofensivo, lleno de buenos propósitos y buenas intenciones. Proporciona las razones convincentes contra la atención a lo inconsciente… la vida en sí no es algo solamente bueno sino también algo malo. Al querer el anima la vida, quiere lo bueno y lo malo. En el reino élfico de la vida no existen esas categorías. Tanto la vida corporal como la psíquica comenten la indiscreción de arreglarse mucho mejor y de estar más sanas sin la moral convencional. (…) Anima es vida más allá de todas las categorías, por eso puede prescindir también de la injuria y la alabanza.

 

Si la discusión con la sombra es la prueba que consagra oficial al aprendiz, el diálogo con el anima es la prueba que consagra maestro al oficial. Porque la relación con el anima es una prueba de coraje y una ordalía del fuego para las fuerzas morales y espirituales del hombre.

 

Es verdad que el anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta, en notable oposición con su naturaleza élfica irracional… Este aspecto de sabiduría sólo se manifiesta a quien dialoga con el anima . Sólo ese pesado trabajo deja ver en medida creciente que por detrás del juego cruel con el destino humano hay algo así como una secreta intención que parece corresponder a un conocimiento superior de las leyes de la vida. Hasta lo que es al comienzo inesperado, lo caótico inquietante, oculta un sentido profundo. Y cuanto más se reconoce ese sentido, tanto más pierde el anima su carácter impulsivo y compulsivo. Poco a poco se van levantando diques contra el caudal del caos; porque lo que tiene sentido se separa de lo sin sentido y al dejar de identificarse sentido y sin sentido la fuerza del caos se debilita y el sentido queda dotado con la fuerza del sentido y el sinsentido con la fuerza del sinsentido. Surge entonces un nuevo cosmos… de la plenitud de las experiencias vitales surge igual enseñanza que la el padre transmite al hijo. La sabiduría y el desatino no sólo aparecen en la naturaleza élfica como una y la misma cosa, sino que son una y la misma cosa mientras son representadas por el anima . La vida es desatinada y significativa. Y si no se toma lo desatinado a risa y no se especula sobre lo significativo, entonces la vida es banal; entonces todo tiene una dimensión mínima. Entonces existe sólo un pequeño sentido y un pequeño sinsentido.

 

Cuando todos los apoyos y muletas se han roto, y ya no hay detrás de uno seguridad alguna que ofrezca protección, sólo entonces se da la posibilidad de tener la vivencia de un arquetipo que hasta ese momento se había mantenido oculto en esa carencia de sentido cargada de significado que es propia del anima . Es el arquetipo del significado, así como el anima representa el arquetipo de la vida. (…) el arquetipo del espíritu, que simboliza el sentido preexistente, oculto en la vida caótica. Es el padre del alma, y sin embargo el alma es, como por milagro, su madre-virgen; y por eso fue designado por los alquimistas como el “antiquísimo hijo de la madre”.

 

No me canso de repetir que ni la ley moral, ni la idea de Dios, ni religión alguna le han llegado al hombre jamás del exterior, como caídas del cielo; al contrario, el hombre desde su origen lleva todo esto en sí, y es por ello por lo que, extrayéndolo de sí mismo, lo recrea siempre de nuevo. Es pues una idea perfectamente inútil el pensar que basta combatir el oscurantismo para disipar esos fantasmas. La idea de ley moral y la idea de Dios forman parte de la sustancia primera e inexpugnable del alma humana. Por eso toda psicología sincera… debe aceptar la discusión sobre ellas…; en psicología la noción de la divinidad es una magnitud inmutable con la que hay que contar, al igual que con las de “afectos”, “instintos”, el “concepto de Madre”, etc. La confusión originaria de la imago y su objeto ahoga toda diferenciación entre “Dios” y la “imago de Dios”; tal es la razón por la que se me acusa de hacer teología y la causa por la que entienden “Dios” cada vez que yo hablo del “concepto de Dios”.

 

Pues quienquiera que tenga la presunción de pasar por un héroe, por esta misma presunción desafiará al dragón con el que tenga que combatir. Su sobreestimación personal amontona en su alma grandes peligros psíquicos.

 

El peligro de ser tragado por un dragón podría significar el peligro de ser tragado por el inconsciente. Pero a su vez, ¿qué quiere decir ser tragado por el inconsciente? ¿qué pasa entonces? El sujeto se vuelve loco, inconsciente y desorientado, y pierde contacto consigo mismo y con el mundo que lo rodea. Es, evidentemente, un peligro inmenso. Pero el monstruo, junto a los peligros que encarna, podría estar también lleno de posibilidades de curación… una posibilidad de renacimiento; cuando un individuo es devorado por un dragón, ello no es sólo un acontecimiento negativo.

 

Como dice la Cábala, el sueño es realmente un sueño; lleva en sí mismo su significación; el sueño es lo que es, entera y exclusivamente lo que es; no es una fachada, no es algo a propósito o preparado, una engañifa cualquiera, sino una construcción terminada.

 

En efecto, los sueños son productos del alma inconsciente, son espontáneos, sin predeterminación, sustraídos a la arbitrariedad de la conciencia. Son pura naturaleza y, por tanto, de una verdad natural y sin disfraz; ésta es la razón de que gocen de un privilegio sin igual para restituirnos una actitud conforme a la naturaleza fundamental del hombre, si nuestra consciencia se ha alejado de su base y se ha quedado atascada en algún atolladero o en alguna imposibilidad.

 

Meditar sobre los propios sueños es volver a uno mismo…. Se medita sobre el sí mismo y no sobre el yo , sobre ese sí mismo extraño que nos es esencial, que constituye nuestro pedestal y que, en el pasado, engendró el yo.

 

Y en cada uno de nosotros duerme un extraño de rostro desconocido, que habla con nosotros por medio del sueño y nos hace saber cuán diferentes son la visión que tiene de nosotros y aquella en la que nos complacemos. Por eso, cuando nos debatimos en una situación con dificultades insolubles, es el otro, el extraño en nosotros quien puede, llegada la ocasión, abrirnos los ojos y difundir las únicas claridades capaces de transformar de arriba abajo nuestra actitud, esa actitud que nos ha llevado hasta la situación inextricable y que ha fallado.

 

Se puede demostrar que el inconsciente teje perpetuamente un vasto sueño que, imperturbable, sigue su camino por debajo de la conciencia, emergiendo a veces durante la noche en un sueño o causando durante la jornada singulares y pequeñas perturbaciones.

 

El hombre lleva siempre consigo su historia toda y la historia de la humanidad. Ahora bien, el factor histórico representa una necesidad vital, a la que ha de responderse con una sabia economía. Ha de concederse su derecho de expresión y de convivencia a lo preexistente.

 

C.G. Jung

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