Hacia el templo «Conferencias 1ª y 2ª» de Annie Besant

Eva Martín Garcia

PRIMERA CONFERENCIA PURIFICACIÓN

libro hacia el templo de annie besant Annie Besant1 - Libro: Hacia el templo. De Annie Besant - hermandadblanca.org

Sí fuera posible colocarnos con el pensamiento en un punto céntrico del espacio desde donde ver el curso de la evolución y estu­diar la historia de nuestra cadena planetaria, no tanto en el aspecto físico, astral y mental de los mundos que la componen, como si los viéramos representados imaginativamente, opino que con­templando de esta suerte en aquellos evolucionantes grupos nuestra evolucionante humanidad, podríamos formar un cuadro del conjunto. Veo alzada en el espacio una ingente montaña con un sendero que por su falda serpentea hasta llegar a la cumbre, dando en derredor siete vueltas y en cada vuelta siete estaciones donde los peregrinos permanecen durante cierto tiempo y por las cuales han de ir ascendiendo de vuelta en vuelta. [1] El sendero rodea la montaña en línea espiral, y al llegar a la cumbre conduce hacia un magnífico Templo, como de mármol blanco, que allí se alza esplendoroso y fulgurante contra el azul etéreo.

Este Templo es la meta de la peregri­nación, y quienes en él están han terminado ya su carrera en cuanto a la ascensión de la montada se refiere, y únicamente permanecen allí para ayudar a los que todavía van subiendo. Si miramos más de cerca el Templo para ver cómo está construido, advertiremos que en su centro hay un Lugar Santísimo o Sancta Sanc­torum rodeado en círculos concéntricos por cua­tro Atrios o Recintos, todos ellos en el área del Templo y separados uno de otro por un circuito amurallado, de suerte que para pasar de uno a otro Atrio o Recinto, ha de atravesar el viajero el único portal que hay en cada circuito.

Así es que para llegar al centro del Templo, todos han de cruzar los cuatro portales sucesivos. Pero afuera del Templo hay todavía otro cer­cado, el Recinto Externo, en donde hay muchísi­mos más que dentro del Templo. Contemplando el Templo con sus Atrios y el montesino sendero que abajo serpentea, vemos en ello una alegoría de la evolución humana. El sen­dero es el camino que huella la raza y su meta es el Templo. A lo largo del camino que rodea la montaña se ve una vasta masa de seres humanos, quienes suben lentamente, paso a paso, pare­ciendo a veces como si por cada paso adelante diesen otro atrás, y aunque la masa en conjunto se dirige hacia arriba, sube tan despacio que apenas se nota su ascenso. Esta evolución eoniana de la raza, siempre ascendente, es tan lenta, can­sada y penosa, que no se comprende cómo los pere­grinos tienen alientos para tan prolongada subida.

Millones de años se necesitarían para delinear el camino alrededor de la montaña y otros tantos para seguir los pasos de un peregrino que lo huella durante dicho tiempo en interminable suce­sión de vidas, empleadas todas en subir, de suerte que nos cansaríamos de contemplar estas innume­rables multitudes que tan lentamente suben ho­llando vuelta tras vuelta a medida que ascienden por el espiral sendero. ¿Por qué suben tan des­pacio? ¿Cómo es tan larga la jornada de estos millones de hombres? ¿Por qué se esfuerzan siem­pre en llegar al Templo que en la cumbre se alza? Al contemplarlos parece que andan tan des­pacio porque no ven su meta ni saben en qué dirección caminan.

Al observar a uno u otro en el sendero, los vemos siempre desviarse, atraídos hacia allá o acullá y sin propósito en su desvío. No van en derechura como si emprendieran un negocio, sino que vagan de un lado a otro a ma­nera de chiquillos que corren para coger aquí una flor o cazar allá una mariposa. Así es que malgastan todo el tiempo y poco han adelantado cuando al fin de la marcha de aquel día sobreviene la noche. Al mirarlos parece como si su también lento progreso intelectual no lograra apresurarles el paso. Los de inteligencia escasa­mente desarrollada se echan a dormir después de cada día de vida casi en el mismo sitio en que estaban el día precedente; y los de inteligencia su­perior también andan muy despacio y apenas adelantan en cada día de vida. Al verlos así subir, nuestro corazón se apesadumbra y nos extraña que no levanten la vista para comprender la direc­ción en que los conduce su sendero.

En cuanto al Recinto Externo que han alcan­zado algunos peregrinos delanteros, no sólo se llega a él siguiendo el camino espiral de la montaña, sino que puede alcanzarse desde diversos puntos de este camino, por atajos que en vez de rodear la montaña se abren derechamente por su falda y puede recorrerlos el peregrino de animoso corazón y robustos miembros. Al indagar la causa de que algunos encuentren un camino más recto que sus compañeros para llegar al Recinto Externo, vemos que su primer paso es apartarse del dilatadísimo camino espiral y dirigirse en derechura hacia el Recinto Externo, que puede alcanzarse desde cualquier punto del camino cuando el alma que acaso durante mile­nios ha ido volteando reconoce por vez primera que su viaje tiene una finalidad y percibe siquiera momentáneamente un vislumbre del Templo eri­gido en la cima.

Porque este alto Templo irradia su luz por la falda de la montaña y durante un momento lo distingue el peregrino que acierta a levantar sus ojos apartándolos de las flores, gui­jarros y mariposas del camino, y que después de columbrarlo siquiera momentáneamente ya no vuelve a ser del todo el mismo que fuera hasta entonces, pues, aunque instantáneamente ha re­conocido una meta y una finalidad. Por un mo­mento ha vislumbrado la cumbre hacia que as­ciende y ha descubierto el escarpado, pero mucho más corto sendero que conduce derechamente ladera arriba, allende la cual refulge el Templo. Además del rodeo que da el camino por la falda de la montaña, da también vueltas en sí mismo, de suerte que cada espira de la montaña tiene siete vueltas que se tardan mucho en re­correr. Así es que en el momento de vislumbrar la meta y de percatarse de que en vez de ir subiendo por las siete vueltas enteras y la mul­titud de menores rodeos del camino ascendente, puede tomar el sendero que directamente conduce a la vislumbrada meta, entonces comprende el alma que este sendero de atajo se llama Servicio y se ha de entrar en él por una puerta en cuyo dintel resplandece con letras de oro el lema: Ser­vicio del Hombre.

Comprende entonces el alma que aun antes de llegar al Recinto Externo del Templo ha de cruzar esta puerta y convencerse de que la vida tiene par finalidad el servicio y no el egoísmo, y que el único modo de ascender más rápidamente es ayudar a subir a los rezagados para que así reciban todos del Templo más eficaz auxilio del que fuera posible de otro modo. Según dije, el alma tiene tan sólo un vislum­bre instantáneo, un relámpago que brilla y se des­vanece en un momento, porque únicamente hirió sus ojos uno de los rayos de luz que brotan de la cumbre de la montaña, y como hay tantos y tan atractivos objetos esparcidos a lo largo del si­nuoso camino, fácilmente se vuelve a ellos la mi­rada del alma. Sin embargo, una vez vista la luz cabe la posibilidad de verla con mayor facilidad de nuevo, y cuando el alma ha tenido siquiera una fugaz e imaginativa representación de la meta de sus acciones y del deber y eficacia del servicio, le queda siempre el anhelo de hollar el corto sendero que derechamente conduce cuesta arriba al Re­cinto Externo del Templo. Después de esta primera visión, sobrevienen de cuando en cuando pasajeros resplandores, y al cabo de días de esta prolongada ascensión vuelve a tener el alma otro vislumbre más brillante acaso que el anterior.

Entonces vemos que las almas que siquiera por un momento reconocieron el propó­sito y la finalidad de la vida, empiezan a subir con mayor resolución que sus compañeras, y aunque todavía siguen por el sinuoso camino, practican más firmemente la virtud y profesan con sincera persistencia la religión que les enseña a subir por la cuesta y cómo alcanzar finalmente el Templo. Así las almas que han vislumbrado este posi­ble término y se sienten atraídas hacia el sendero que a él conduce, se distinguen algún tanto de las demás por su diligencia y vigilancia, y van a la vanguardia de la innumerable multitud que suben por el camino. Dichas almas andan más deprisa porque tienen un definido propósito en su viaje, comprenden la dirección que llevan, y aunque muy imperfectamente todavía empiezan a marchar en pos de un ideal y se esfuerzan en vivir con determinada finalidad.

Pero aunque apenas reconozcan la verdadera índole de esta finalidad, pues más bien tienen vaga intuición que exacto concepto de su camino, ya no vagan a la ventura de uno a otro lado, tan pronto subiendo un poco como bajando otro tanto, sino que resueltamente ascienden por el sinuoso camino y cada día adelantan algo más hasta que distintamente se colocan a la cabeza de las multi­tudes en espiritualidad de vida, en la práctica de la virtud y en el creciente anhelo de servir al prójimo. De esta suerte caminan más rápidamente hacia la cumbre, aunque todavía vayan por el sinuoso camino, se disciplinan sistemáticamente y procuran ayudar a sus compañeros para que puedan subir al mismo paso que ellos. Como quiera que van un poco más deprisa, siempre están ten­diendo las auxiliadoras manos a los de su alrede­dor para estimularlos a subir más presurosos por el camino.

De pronto, los auxiliadores y los auxiliados a quienes aman y sirven, encuentran en su camino una hermosa Figura, aunque a primera vista de aspecto algún tanto adusto, que les habla y les dice algo de un más corto sendero. Sabemos que esta Figura que les sale al paso es el Conoci­miento, quien susurra en su oído las condiciones de un más rápido progreso. La Religión que los ayudó a practicar la virtud es, por decirlo así, hermana del Conocimiento, y también es hermano suyo el Servicio del Hombre. Esta trina hermandad se hace entonces cargo del alma hasta que sobreviene por fin una más fúlgida aurora y un más pleno reconocimiento, de suerte que el alma define con mayor fijeza el propósito de su ascen­sión, y en vez de contraerse a soñar en el porvenir, incorpora concretamente este sueño a su propó­sito y reconoce que el servicio es ley de la vida. Con deliberada intención brota suavemente de los labios del alma la promesa de ayudar al progreso de la humanidad.

Es su primer voto de entregarse alguna vez al servicio de la raza, y aunque todavía no hay pleno designio en este voto, entraña la promesa de él. Dice cierta Escritura que uno de los grandes Seres holló el corto Sendero y subió por el áspero camino con rapidez bastante para dejar atrás a toda su raza y colocarse solo en la vanguardia como primicia y promesa de la humanidad. Fue el que en ulteriores edades alcanzó la dignidad de Buddha, y de él se dice que perfeccionó su voto kalpa tras kalpa porque la obra que había de coronar su vida tuvo por comienzo la promesa de servicio. Este voto del alma la liga con los grandes Seres precedentes y constituye por así decirlo el lazo que la atrae hacia el Sendero pro­batorio que a través del Recinto Externo la con­duce a la misma entrada del Templo.

Por fin, después de muchas vidas de trabajosos esfuerzos en que en una tras otra va creciendo el alma en pureza, sabiduría y nobleza, manifiesta clara y distintamente su ya firme voluntad; y cuando esta voluntad se declara en explícito y definido propósito, no como el murmullo que ansía sino como la palabra que ordena, entonces esta resuelta voluntad llama a la puerta de entrada al Recinto Externo del Templo, y llama con golpes que nadie puede desoír, porque entrañan la ener­gía del alma determinada a triunfar y que ha aprendido lo bastante para advertir la magnitud de la tarea que va a emprender. El alma situada ante la puerta del Recinto Externo conoce lo que se esfuerza en cumplir y se percata de la enormidad de las dificultades que la esperan. Porque la tarea consiste nada menos que en trascender a su raza, a esa misma raza que ha de subir volteando durante infinidad de mi­lenios en fatigosa sucesión de globo a globo de la cadena planetaria. La valerosa alma que llama a la puerta del Recinto Externo se propone escalar toda la montaña en sólo unas cuantas vidas humanas y subir paso a paso por la más escarpada cuesta para seguir el sendero que derechamente la lleve al Lugar Santísimo.

Se propone realizar en el espacio de tiempo que abarcan unas pocas vidas, todo cuanto la raza ha de tardar miríadas de vidas en cumplir. Tan colosal es esta tarea, que el cerebro se abisma en vértigos ante su dificultad. Es tan magna que del alma que la emprende casi pudiera decirse que ya empieza a convencerse de su divinidad y de la omnipotencia en ella subya­cente, pues seguramente es tarea digna de un Dios hacer en unas cuantas vidas, desde el punto del ciclo en que ahora está la humanidad, todo cuanto la humanidad en conjunto ha de hacer no sólo en las razas que todavía faltan de la ronda actual sino en las rondas futuras.

La realización de esta tarea significa que el divino poder se perfecciona en la forma humana. La puerta se abre al llamar el alma, que entra en el Recinto Externo por donde ha de ir paso a paso hasta llegar al primero de los cuatro porta­les de las grandes Iniciaciones que conducen al Templo. Pero no podrá pasar más allá del primer portal ninguna alma que no haya abrazado para siempre lo Eterno y desprendídose de su interés por las cosas transitorias que la circundan, pues una vez entrada el alma en el primer recinto in­terno del Templo, que a través de los otros tres conduce al Lugar Santísimo, ya no vuelve a salir jamás. Ha escogido su suerte por todos los futuros milenios y está en un sitio que nadie abandona luego de entrar en él. La primera gran Iniciación pertenece al interior del Templo; pero el alma cuyo progreso trazamos no hace todavía más que prepararse en el Recinto Externo para en vidas venideras recorrer las siete etapas que conducen al primer portal, en espera de que se le permita cruzar el dintel del Templo.

Por lo tanto, ¿cuál debe ser su obra en el Recinto Externo? ¿cómo ha de gobernar allí su conducta para ser digna de llamar a la puerta del Templo? Tal es el tema de que voy a tratar aunque tan sólo pueda convenir a la minoría de oyentes y lectores, pues bien sé que al describir el Recinto Externo, acaso diga algo que pueda parecer desagradable y aun repulsivo. Bastante penoso es hallar el camino del Recinto Externo y no poco difícil la práctica de la religión y el ejercicio de las virtudes que capa­citan al alma humana para llamar a la puerta de este Recinto Externo que rodea el Templo, y quienes en él entran progresaron mucho en su pasado, aunque sin duda la vida que allí ha de llevarse les parecerá muy poco atractiva a los que aún no han reconocido definitivamente el ob­jeto y fin de su existencia. Porque conviene advertir que en el Recinto Externo solamente están quienes resueltamente se han dedicado al servicio; quienes todo lo dieron sin pedir nada en cambio, sino el privilegio de servir; quienes reconocen en absoluto la transi­toria naturaleza de las cosas terrenas y empren­diendo concretamente la tarea que se proponen realizar, vuelven la espalda a los floridos senderos que circundan la montaña, con la firme determi­nación de ascender derechamente por ella, cueste lo que cueste y a pesar de los cotidianos esfuer­zos que hayan de hacer en la rápida sucesión de los días de su vida.

Mucho se ha de luchar en el Recinto Externo, porque también se ha de hacer allí mucho en poco tiempo. Para mayor claridad de la explicación he divi­dido en cinco partes, aspectos o etapas la tarea del alma en el Recinto Externo; pero entiéndase bien que en realidad no hay tales divisiones ni aspectos ni etapas, porque se han de cumplir al mismo tiem­po en simultanea actuación de perfeccionamiento. He dado a estas divisiones arbitrarias los títu­los de: Purificación, Gobierno del pensamiento, Formación del carácter, Alquimia espiritual y En el dintel. Repito que no se ha de tomar separadamente cada una de estas divisiones, pues todo cuanto significan ha de hacerse a un mismo tiempo y es simultánea obra del alma que pasa sus vidas en el Recinto Externo, debiendo llevarla a cabo siquiera parcialmente antes de atreverse a llegar a la puerta del Templo. Trataremos sucesiva­mente de estas divisiones con objeto de mejor comprenderlas; pero infiriendo del bosquejo que de ellas haga, que no necesita el alma cumplirlas con toda perfección, sino tan sólo parcialmente, para llegar al portal de la primera Iniciación. Bástale luchar con algún éxito, comprender su obra y hacerla diligentemente, pues cuando con entera perfección la cumpla entrará en el Lugar Santísimo.

Por lo tanto, parte de su obra ha de ser la purificación de la naturaleza inferior hasta que todas sus moléculas vibren en perfecta armo­nía con la superior; hasta que sea puro todo cuan­to pertenece al temporal aspecto del hombre a que llamamos personalidad y no es el permanente individuo sino tan sólo el conjunto de cualidades y características de que el individuo se rodea en el transcurso de cada una de sus varias vidas. Constituyen la personalidad las externas cualida­des y atributos que envuelven y de que se reviste el alma, llevándolas a veces consigo de una a otra vida; todo cuanto toma al reencarnar; lo que elabora durante la encarnación; y en fin, cuanto la permanente individualidad atrae a su alrededor durante la vida terrena y cuya esencia absorbe para infundirla en su evolucionante y eterno Yo.

El señor Sinnett ha empleado recientemente la frase: fidelidad al Yo superior, que simboliza muy bien la situación del alma en el momento de entrar deliberadamente en el Recinto Externo y ver la obra que ante ella se extiende. Es una frase muy a propósito, cuando bien entendida, para des­cribir la actitud del alma en semejantes circuns­tancias, pues significa la deliberada decisión de repudiar todo lo temporal y perteneciente a la personalidad, de suerte que todas las vidas que se hayan de pasar en este bajo mundo se empleen en reunir materiales útiles para transmitirlos al Ego que vive y crece de lo que la personalidad le proporciona. También significa que la perso­nalidad o yo inferior ha de advertir que esencial­mente es uno con el Yo superior, por lo que su actuación en el mundo ha de ser la del temporá­neo agente que acopia cuanto el perpetuo Yo necesita, y en consecuencia ha de resolverse a dedicar toda su vida terrena a este servicio, pues el propósito de la vida es sencillamente el acopio de materiales transmisibles al Yo superior que es realmente la esencia de la personalidad y median­te la asimilación de los materiales acopiados se capacita para ir formando la siempre creciente individualidad, superior en todo caso a la personalidad de una vida.

La fidelidad al Yo superior significa el reconocimiento por parte del inferior de este servicio, o sea que el yo inferior ya no vivirá por más tiempo para sí mismo sino con el propósito de servir a lo perdurable; y así toda la vida pasada en el Recinto Externo lo es de estric­ta fidelidad al Yo superior y toda obra allí reali­zada lo ha de ser en provecho de la gran Entidad ya reconocida como el verdadero Yo que ha de perdurar a través de los siglos y ha de ir alcan­zando cada vez más plena vida por medio del deliberado y leal servicio que le presta el mensa­jero por él enviado al mundo exterior. Las principales Escrituras sagradas del mundo hablan de esta obra diciendo que es el paso pre­liminar para el feliz encuentro del alma, y en uno de los más importantes Upanishadas se lee que para encontrar un hombre su alma lo primero que ha de hacer es apartarse de los malos cami­nos.

Pues bien, yo me imagino al alma en el punto en que está realizando esta obra, aunque la supongo ya apartada de los malos caminos antes de entrar en el Recinto Externo, porque quienes allí entran ya no están por más tiempo sujetos a las vulgares tentaciones de la vida te­rrena, pues las han trascendido y al encarnar en la vida que los ve dentro del Recinto Externo se habrán por lo menos apartado de los malos caminos, cesando de andar gustosamente por ellos. Si acaso se les encuentra en uno de estos malos caminos será por algún desliz, inmediata­mente refrenado, pues habrán nacido en el mundo con un estado de conciencia que repugna seguir la iniquidad cuando ante sus ojos aparece la jus­ticia. Y aunque la conciencia, no todavía del todo experta, pueda ofuscarse a veces en la elección y escoger lo malo antes de entrar en el Recinto Externo y aun después de haber entrado, está no obstante fervientemente anhelosa de escoger lo bueno.

El yo inferior no se opondrá entonces deliberadamente a este anhelo, porque quien de intento contraría la voz de la conciencia no ha entrado aún ni está en modo alguno dispuesto a entrar en el Recinto Externo. Las almas que en él entran están por lo menos resueltas a luchar por el bien y alegremente obedecen la voz de la conciencia que les ordena escogerlo, sin que jamás la desobedezcan deliberadamente. Vienen al mundo con mucho trecho de su ascendente camino ya recorrido y con resuelta voluntad de realzar cuanto les sea posible su conducta. Ha­brán de habérselas en el Recinto Externo no ya con las groseras tentaciones mundanales sino con las sutilísimas y ardientes que asaltan al alma cuando ha de abreviar el número de sus vidas y subir rápidamente la cuesta de la montaña. Entonces no ha de perder tiempo en escaramuzas con las tentaciones ni en la lenta adquisición de la virtud, porque al llegar a los límites del Recin­to Externo del Templo debe seguir adelante y hacia arriba sin detenerse.

Tropezará con dificul­tades y la acometerán tentaciones de índole inte­lectual, como la ambición, el orgullo y el engrei­miento de sus adelantos y la firmemente egoísta retención en provecho propio de sus éxitos. Pero no solamente sentirá el alma este vigo­roso empuje de ambición y orgullo que egoísta­mente levantaría una valla entre sí misma y las que están en situación inferior, sino que también la acosará el ansia de conocimiento egoísta para emplearlo más bien en contra que en beneficio del mundo. Esta tentación se disfraza con el anti­faz de amor al conocimiento y a la verdad por sí mismos; pero cuando el alma ve más clara y agudamente, descubre que este supuesto amor anheloso no es otra cosa que el deseo de separarse de sus prójimos, poseer lo de que ellos no pueden participar y fruir de lo que no les dará a gozar. Este sentimiento de separatividad es uno de los mayores peligros de la evolucionante alma, y aunque haya entrado en el Recinto Externo la tentará el orgulloso deseo de aprender, prosperar y vencer con objeto de lograr exclusivamente para sí lo que los demás no logren.

Verá el alma el conocimiento a su inmediato alcance y deseará adquirirlo; verá el poderío junto a su mano y deseará ejercerlo. Aunque este deseo tenga por móvil principal el servicio del prójimo, cabe la posibilidad de que también mueva al alma la ambición de superioridad y se incline a levantar una valla que cerque en su egoísta provecho el conocimiento y poder adquiridos. Sin embargo, no tarda el alma en comprender que para atra­vesar el Recinto Externo y llegar al portal que ante sus pasos refulge, le es indispensable des­prenderse de su ambición y orgullo intelectual, del egoísta deseo de conocimiento, de todo cuanto la separe de las almas hermanas. Así empieza a purificar su naturaleza intelectual, escudriñando los móviles de su esfuerzo y de su acción, y exa­minándose cuidadosamente a la luz que sin cesar irradia a través de las ventanas del Templo e ilumina con rayos de Vida espiritual el Recinto Externo. Esta luz hace más densas las sombras y a su resplandor se ensombrecen las cosas que tan brillantes parecían en el mundo inferior. Entonces comprenderá el alma que también ha de purificar el concupiscente deseo que con­sigo trajo en su personalidad y entremezclado está con el deseo intelectual.

Deliberadamente emprenderá esta obra de purificación, disponién­dose con firme, consciente y resuelto propósito a eliminar todo cuanto halague a la personalidad y de un modo u otro separe al alma tanto de las que están debajo como de las que están arriba. Una de las lecciones aprendidas por el alma en el Recinto Externo es que el único medio de abrir las puertas del Templo es derribar las vallas que la separan de las almas inferiores. En cuanto el alma derribe estas vallas, se desmoronarán por si mismas las que la separaban de las almas supe­riores, porque sólo se abrirá la puerta del Templo para quien deseoso de cruzarla, derribe las vallas de su personal naturaleza y anhele compartir con todos cuanto logre. Así comienza el alma a purificar la naturaleza concupiscente, eliminando del yo inferior todo elemento personal. ¿Cómo purificarlo? No hay que destruirlo, pues cuanto acopia sirve de experien­cia que se convierte en facultad y se transmuta en poder; y precisamente ahora necesita de todos los poderes que ha ido acopiando durante el camino recorrido, por lo que no destruirá cuanto acopió, sino que aprovechará los poderes adqui­ridos, aunque purificados y no en bruto. ¿Cómo purificarlos?

Le parece al alma que fuera mucho más fácil destruirlos, que no necesitaría tanta paciencia para anular algunas de las adquiridas cualidades, y se le figura posible aniquilarlas de un golpe para desembarazarse de ellas. Sin em­bargo, no es así como podrá entrar en el Templo, sino que en su dintel ha de ofrecer en sacrificio cuanto acopió en el pasado, todo cuanto trans­mutó en potencias y facultades. No ha de entrar allí con las manos vacías sino llevando consigo cuanto acopió en su vida inferior. Así en vez de atreverse a destruir, ha de realizar la más penosa obra de purificación, reteniendo la esencia de todas las cualidades, al paso que elimine de ellas cuanto sea personal. Las aprendidas lecciones de virtud o de vicio son experiencias acopiadas en el transcurso de su anterior peregrinación, por lo que debe el alma tomar consigo la esencia de las cualidades como resultado de su precedente ascenso; pero debe tomarla como purísimo oro que ofrecer ante el altar sin la más leve partícula de escoria. Examinemos alguna de estas cualidades a fin de ver claramente lo que significa la purificación, pues si la comprendemos en cuanto a una o dos cualidades, no habrá inconveniente en extenderla a las demás, pues lo importante es saber cómo se ha de llevar a cabo la obra de la purificación. Consideremos primero una poderosa fuerza que todo ser humano vigoriza en las etapas infe­riores de su desarrollo, arrastra consigo según va evolucionando y por último ha de purificar.

Esta tremenda fuerza o cualidad, cuya ínfima forma es la ira o cólera y que le sirve al hombre para abrirse paso en el mundo, combatir en las batallas de la vida y vencer muchas veces toda oposición, surge del alma a través de la baja naturaleza, y en las primeras etapas de su evolu­ción, cuando vence las dificultades que le obs­truyen el paso en el mundo inferior, antes de aprender a gobernarla y dirigirla es una energía indisciplinada, valiosa por ser tremenda energía, pero destructora en sus mundanos efectos por estar indisciplinada. Antes de entrar en el Recinto Externo ha de haber transmutado algún tanto el hombre esta energía del alma, en una positiva virtud dilata­damente ejercitada en la vida del mundo con los nombres de noble indignación, aborrecimiento de la iniquidad, la bajeza, la villanía y la crueldad, y apasionamiento por la justicia, prestando exce­lentes servicios al mundo profano con estas diver­sas modalidades de destructora energía. Porque antes de entrar en el Recinto Externo ha estado el hombre trabajando para el mundo y practi­cando esta virtud, de suerte que su pasión estalló contra la crueldad infligida al débil y le indigna­ron las injusticias de los tiranos. En el ejercicio de esta virtud aprendió a eliminar de ella muchas escorias; porque la cólera que sentía en sus pri­meras vidas era egoísta y provocada por los agravios o injurias inferidos a su persona. Enton­ces devolvía golpe por golpe; pero ya ahora hace largo tiempo que venció la brutal iracundia de la naturaleza inferior que se manifiesta en destruc­tora energía contra los perjuicios personales y al mal corresponde con el mal y al odio con el odio.

Antes de entrar en el Recinto Externo ha ya transpuesto el hombre esta primitiva etapa, aprendiendo a transmutar la colérica energía en él existente. La ha purificado notablemente del personal elemento y es capaz de airarse no tanto por los agravios que reciba como por las injusticias que en los demás recaigan. Le indigna más la vejación ajena que la propia y cuando ve que el fuerte atropella cruelmente al desvalido arre­mete contra aquél en favor de éste. Así acostumbró a la santa ira a vencer a la ira brutal; así la noble pasión sofocó la pasión animal de la natu­raleza inferior y en las ya lejanamente pasadas vidas aprendió a eliminar las groseras cualidades de la pasión, a no airarse por las ofensas que se le infieran sino en beneficio de aquellos a quienes desee ayudar. Recordemos que este hombre había recono­cido desde mucho tiempo antes el deber del ser­vicio, uno de cuyos medios era la debelación de los opresores y el abatimiento de los tiranos.

Su ira flameaba ardientemente contra todas las formas de iniquidad en apoyo del débil y su actua­ción fue acaso heroica en el mundo; pero en la tranquila atmósfera del Atrio del Templo, ilumi­nada por los rayos de absoluta compasión que emanan del Lugar Santísimo, no hay lugar para ninguna modalidad de iracundia ni aun siquiera para la que está depurada de personales antago­nismos. Porque el aspirante sabe ya que también los inicuos son hermanos suyos, y que con su iniquidad sufren más que los afligidos por ella. Aprendió que su noble indignación contra las injusticias, su apasionamiento por la rectitud, el fuego encendido en su pecho para consumir una tiranía que no le oprime, no es la característica del alma que se esfuerza por acercarse a la Divi­nidad, pues la Vida divina ama a todas las cria­turas que envía al mundo sea cual sea su nivel y por muy atrasadas que estén en su evolución. El amor de la Divinidad que todo lo emanó nada tiene fuera de sí.

La Vida divina es el núcleo de todo cuanto existe y tan presente está Dios en el corazón del malvado como en el del santo. En el Recinto Externo se reconoce a la Divinidad, por tupidos velos que la oculten, porque allí se abren los ojos del Espíritu y no hay velo alguno entre él y el Yo de los demás hombres. Por lo tanto, esta noble indignación se ha de purificar hasta limpiarla de toda cólera y convertirla en una energía que nada deje fuera de su auxilia­dora índole; hasta que esta potente energía del alma sea pura en absoluto, capaz de ayudar en la misma medida al tirano y al esclavo y de abarcar dentro de sus límites al opresor y al oprimido. Porque los Salvadores de hombres no escogen a quienes han de servir, pues Su servicio no tiene límites y por servir a todos sin distinción no odian a nadie en el universo. Lo que un tiempo fue cólera se ha convertido por la purificación en amparo al débil, impersonal oposición al malvado y perfecta justicia con todos.

Lo mismo que purifica la cólera ha de purificar el amor, cuyas primitivas modalidades, cuando el alma empezaba a evolucionar, fueron tal vez obscenas y groseras sin otro atractivo que la forma, con egoísmo tal que ni siquiera se conturbaba por lo que pudiese sucederle al objeto de su amor. Según progresa el alma, múdase el carácter del amor y es más noble, menos egoísta, menos personal hasta que se adhiere a la natu­raleza superior del amado en vez de apegarse al aspecto externo, y se enaltece y purifica el amor sensual. Pero aún ha de ser todavía más puro cuando el candidato entra en el Recinto Externo del Templo, porque entonces su amor ha de haber empezado a perder su exclusivismo, manteniendo más ardoroso su fuego, extendiéndolo a mayor esfera de acción y purificándolo de todo cuanto sea de naturaleza inferior. Esto significa que el amor de quien ha entrado en el Recinto Externo debe tener por propósito el servir al objeto amado y no a sí mismo, con la mira puesta en lo que puede dar y no en lo que puede recibir. De esta suerte irá el amor divinizando gradualmente su índole y efundiéndose en proporción a la necesi­dad más bien que a la valía de la recompensa.

Cuando el alma se esfuerce de este modo en la purificación podrá aplicar ciertas pruebas a todo el procedimiento por el cual pasa, y al va­lerse de su energía para hacer algún servicio a la humanidad, utilizará en este servicio como lanza de Ithuriel, la ausencia de personalismo, obser­vando lo que en respuesta surge al bote de la lanza. Si al prestar un servicio y concentrar su energía en la realización de algo que le parezca meritorio, analiza esta obra y sus motivos advir­tiendo que el yo está sutilmente entremezclado con la energía, que no le interesa tanto el éxito de la obra como el obrero, y que el descontento amarga la copa de su deleite al ver que otro lleva a cabo la obra en que él fracasó, prueba será en­tonces de que todavía predomina en el alma la personalidad, pues de lo contrario hubiera procu­rado tan sólo el feliz éxito del servicio aunque no contribuyera a él. Si nota el torcedor del disgusto en el fracaso personal, si la esterilidad de sus esfuerzos le de­primen y desalientan, y anublan por un momento su paz y serenidad, echa de ver entonces que en aquel torcedor y en estas nubes hay todavía algo de personalismo que es preciso eliminar y en consecuencia emprende la tarea de desembara­zarse de esta debilidad y desvanecer las nubes de los ojos del alma.

Si al medir y comprobar la índole de su amor advierte algo de frialdad y disgusto cuando la persona amada se muestra indiferente a sus dá­divas a pesar de amarla y servirla intensa y no­blemente; si observa que el flujo de su amor propende a retroceder e interrumpir su curso porque las personas amadas no corresponden a su amor, también entonces el alma, tan severa consigo misma como compasiva con las demás, conoce que todavía queda en ella algo de personalismo, que aún obra con fines egoístas y no halla su más acabado gozo en la estricta gloria del servicio. Por lo tanto, el alma que está en el Recinto Ex­terno del Templo procede a eliminar los residuos de personalismo hasta que el amor brota sin pedir recompensa ni esperar correspondencia, porque verdaderamente comprende el alma que mayor necesidad de amor hay en quienes a él no corresponden, y por lo tanto están más necesitadas de recibirlo las almas que en su presente estado no sienten el amor de auxilio.

De esta suerte trabaja deliberadamente el alma en sí misma por su desarrollo, purificando siempre la naturaleza inferior con incesantes esfuerzos e infatigable solicitud, sin jamás compararse con quienes están por debajo sino con Aquellos que se hallan por encima. Alza los ojos hacia Quienes ya vencieron y no los baja hacia los que todavía suben por el camino del Recinto Externo. No puede el alma tener ni un instante de descanso ni de contento hasta que al acercarse a su meta nota en sí menos oposición a recibir la luz de los San­tos Seres que alcanzaron la divinidad. En el Recinto Externo no le asalta al hombre la tentación por sus vicios sino por sus virtudes. Sutilmente le acomete la tentación transfigurada en ángel de luz, sobre todo cuando el alma está progresando, y embiste siempre contra lo más noble y elevado, contra las virtudes, que a favor de la falta de conocimiento se convierten en tentaciones, pues como ya el alma ha transcendido el punto en que pudiera tentarla o mancillarla el vicio, únicamente con máscara de virtud puede la ilusión extraviarla.

Así aprende a ser rigurosa y solícita consigo misma, porque sus propios deslices y los de sus compañeras le han enseñado plenamente que como las virtudes de difícil cumplimiento en el mundo interior son muy fáciles para quienes están en el Recinto Externo, el enemigo las roba, por decirlo así, para convertirlas en tentaciones con que ha­cerla vacilar en el Sendero. Por lo tanto, ha de saber el alma que su única salvación está en vivir bañada por la luz del Yo superior, sin atreverse a llegar a la Puerta del Templo hasta que la Luz refulja radiantemente en el interior de su ser, por lo cual ha de esforzarse siempre en hacerse ab­solutamente diáfana. Porque ¿ cómo osaría el alma penetrar en una Luz en cuya comparación no es más que sombra todo lo en la tierra lumi­noso? ¿cómo atreverse a entrar en el seno de una Luz cuyos fúlgidos rayos ofuscan alojo impuro de suerte que toda virtud terrena resulta imper­fecta y toda belleza mundana es vulgarísima feal­dad? ¿cómo tener la audacia de entrar en el Templo, ante los ojos del Maestro, que la verían en toda su desnudez? ¿cómo permanecer allí con rastros de impureza en su corazón, cuando tan sólo una mancha ofendería la pura mirada del Maestro?

Por lo tanto, en el Recinto Externo son alegrías las mundanas tristezas y el sufrimiento purifica­dor es el más bienvenido amigo. Así es que el gran Yogui el dechado maestro y patrono de todos los yoguis permanece siempre ante el ara donde en su presencia consumen las llamas cuanto tocan; porque en el corazón de quienes están en el Recinto Externo hay todavía ocultos rincon­citos aún no penetrados por la luz, y antes de en­trar en el Templo es preciso que las vivientes llamas del Señor completen la purificadora obra, consumiendo cuanto se esconde en los recovecos del corazón del futuro discípulo. Se ha entregado a su Señor y ya nada retiene.

En la grandiosa ara sita ante la puerta del Templo arde el fuego abra­sador que todos deben atravesar antes de que se les abra la puerta. En el fuego y más allá del fuego aparece la figura del gran Yogui de quien brotan las llamas cuya purificante virtud toman de la gloria de Sus pies. El gran Maestro acaba de purificar al discípulo, quien entra entonces por la puerta que para siempre lo separa de todo in­terés del mundo inferior, menos el del servicio, de todo deseo humano, menos el de trabajar por la redención de la humanidad. Nada hay ya en la tierra capaz de atraerle, porque ha visto el rostro de su Señor ante el cual palidece toda luz.

SEGUNDA CONFERENCIA GOBIERNO DEL PENSAMIENTO

 En este punto más que en otro alguno se ahonda la diferencia de criterio entre el virtuoso y ecuánime pensador profano y el ocultista. Por lo tanto hemos de ir paso a paso desde el principio para señalar la causa de esta diversidad de criterio acerca de la índole de la mente, de su relación con el hombre, de la influen­cia que ejerce en el desenvolvimiento de la natu­raleza humana, de sus funciones y manera de efectuarlas. La diferencia de criterio acerca de todos estos extremos dependerá del punto de vista en que se coloque el pensador, del concepto gene­ral que del mundo tenga y de la posición que en el mundo ocupe.

Con objeto de estudiar debidamente esta materia del gobierno del pensamiento, veamos cómo la consideraría un intelectual de mente equili­brada, sobrio en sus juicios y sin asomo de negli­gencia, frivolidad ni mundanería en la ordinaria acepción de estas palabras. Todo hombre bueno y virtuoso que deliberadamente se representa un ideal de virtud que se esfuerza en realizar y un concepto del deber que procura cumplir recono­cerá, al representarse este ideal de virtud y for­marse este concepto del deber, la necesidad de dominar y dirigir la naturaleza inferior. En esto no hay divergencia alguna. El hombre virtuoso a quien nos referimos dirá seguramente que se han de refrenar y someter las pasiones y apetitos del cuerpo, las bajas emociones que atropellan a las gentes irreflexivas y atolondradas, el aspecto de la naturaleza humana que actúa desde el exterior de suerte que induce al hombre a obrar desconsi­derada, irreflexiva e impensadamente. Dirá que todo esto es la naturaleza inferior y procurará someterla a la obediencia de la superior. Si exa­minamos cuidadosamente el estado psicológico de un hombre tal, veremos que lo que en lenguaje vulgar llamamos un hombre equilibrado es capaz de gobernar mentalmente la naturaleza inferior, de suerte que el pensamiento domine al deseo. Más todavía.

Si con mayor detención lo examina­mos y advertimos en este hombre recia voluntad, carácter entero y conducta recta, que aun en circunstancias difíciles acierta guiar en derechura su naturaleza inferior, colegiremos que tiene lo bastante vigorizada la mente para no determi­narse a la acción movido por circunstancias ex­ternas ni por las atracciones que le rodeen y a las cuales responda la naturaleza animal, sino que veremos que se determina a la acción por un cúmulo de experiencias acopiadas en su memoria como recuerdo de pasados sucesos y comparación de sus consecuencias.

La mente actuó sobre todas estas experiencias ordenándolas

 por decirlo así, y cotejándolas unas con otras, infiriendo de ellas por un intelectual y lógico esfuerzo un definido resultado que la mente retiene como regla de con­ducta, y cuando el hombre equilibrado se ve en circunstancias críticas y conturbadoras, que arro­llarían a una voluntad flaca y aun acaso a cual­quiera persona vulgar, ajusta su conducta a la regla establecida en el tranquilo instante en que no obraba activamente la naturaleza del deseo ni lo cercaban tentaciones, sin consentir que lo des­víen de su camino los halagos o impulsos del mo­mento. Al tratar con un hombre así es fácil conjeturar cómo se conducirá, pues conocemos los principios sobre que fundamenta su conducta y la modalidad de pensamiento predominante en su mente. De su entero, definido e íntegro carácter cabe inferir casi con seguridad que a pesar de cuantas tenta­tivas le asalten, realizará en el momento de la lucha el ideal representado en los momentos de calma y reflexión.

Esto es lo que en términos ge­nerales significa un hombre equilibrado. Es el que alcanzó una etapa de evolución algo elevada con el propósito puesto ya en obra de vencer, refrenar y dirigir su naturaleza inferior, de modo que al recibir externo estímulo para la acción, pueda el alma conducirse noblemente repeliendo la acometida de cualesquiera tentaciones que la inciten a obrar abyectamente o de conformidad con los halagos de la naturaleza inferior. Hasta aquí hemos considerado un hombre vir­tuoso, de carácter superior, ideas claras y sano juicio, que en modo alguno se deja zarandear por las circunstancias ni por los impulsos como les sucede comúnmente a los caracteres indisciplinados o mal dirigidos.

Pero el hombre equilibrado a que nos referimos puede ascender a otra etapa donde estudiar una superior filosofía de la vida que le dé mayores explicaciones acerca de la ac­tuación de la mente; por ejemplo, puede estudiar las sublimes enseñanzas teosóficas, ya tal como están expuestas en obras antiguas o modernas, ya tomándolas de la India, Egipto, Grecia y de la moderna Europa. En esta filosofía puede adquirir un nuevo concepto del universo y modificar notablemente por ello su actitud mental. Supongamos que este hombre ingresa en la Sociedad Teosófica cuyas principales enseñanzas acepta. Entonces echará de ver con mucha mayor claridad que antes la enorme influencia de sus pensamientos y notará que cuando su mente actúa ejerce el creador poder que tan familiar es para muchos teósofos, formando con su actuación definidas entidades constantemente enviadas al mundo exterior, las cuales operan en bien o en mal e influyen en la mente y conducta de gentes con quienes el creador de esas entidades mentales no está en directa relación personal. Entonces advertirá que para influir de este modo en las mentes ajenas no es necesario que exprese su pensamiento con la palabra hablada o escrita ni tampoco hay necesidad de que el pensamiento manifieste de un modo u otro su acción para que influya poderosamente en bien o en mal.

Comprenderá asimismo que por muy obscuro e insignificante que sea en el concepto mundano y por muy retraído que esté de la vista de las gentes, sin relacionarse personalmente más que con el pequeño circulo de sus parientes y amigos, le será posible influir benéfica o maléficamente con el poder de su pensamiento, superior al de la exhor­tación y aun al del ejemplo, sin necesidad de co­municarse de palabra ni por escrito con las gentes ni aunque se halle físicamente aislado de los hom­bres mundanos. Así puede purificar o mancillar las mentes de sus coetáneos; contribuir a favore­cer o estorbar el progreso del mundo; realzar o deprimir en cierto grado el nivel de su raza; e independientemente de la eficacia que el vulgo reconoce en el precepto y el ejemplo, puede influir en la mentalidad de su época mediante las sutiles energías del pensamiento, con las activas formas lanzadas al mundo de los hombres y cuya operación es precisamente más formidable porque son invisibles, y ejercen mayor influencia porque por lo sutiles no las perciben las gentes a quienes afectan. De esta manera, según adelanta nuestro hombre en conocimiento, tiene un nuevo concepto de la naturaleza del pensamiento y se hace cargo de la gravísima responsabilidad que contrae al pensar, es decir, al ejercitar las facultades men­tales.

Comprende también que esta responsabi­lidad se extiende mucho más allá de cuanto su vista alcanza y que a veces puede ser efectiva­mente responsable de muchos crímenes que se perpetran así como de muchas heroicidades que se realizan en la sociedad a que pertenece. En­tonces reconoce la verdad del básico principio según el cual no es únicamente responsable de una acción el que la comete, pues como quiera que toda acción es el concreto resultado o diga­mos encarnación de uno o diversos pensamientos, todos cuantos contribuyen a generarlos participan de la responsabilidad de la acción. Por todo esto, considerando la vida bajo un más amplio con­cepto, tiene ya el hombre mayor cuidado con sus pensamientos y advierte que ha de gobernarlos, lo cual no se le ocurría mientras tuvo del pensa­miento un concepto escuetamente mundano. Pero además del cuidado con que ha de gober­nar la emisión de sus pensamientos por la responsabilidad que le incumbe, observará si prosigue en su estudio, que la índole de pensamientos que atraiga del mundo exterior dependerá en gran parte de la índole de sus propios pensamientos.

Así, no sólo es un imán que irradia líneas de fuerza mental por toda el área de su campo magnético, sino que también atrae todo cuanto responde a la fuerza magnética por él emitida; y en consecuen­cia, de la dirección en que la emita dependerá la buena o mala índole de sus pensamientos. De esta suerte comprende que al emitir un buen pensa­miento no sólo cumple el supremo deber que con sus prójimos le liga sino que a sí mismo se bene­ficia, como siempre sucede cuando el hombre está en armonía con la ley de Dios. Al emitir un pen­samiento noble, establece en sí un centro que por afinidad magnética atrae otros pensamientos de igual índole, los cuales auxilian y fortalecen su mente; pero también reconoce con pena y ver­güenza que al emitir un pensamiento siniestro forma en su conciencia un centro igualmente si­niestro que atrae los pensamientos viles flotantes en la atmósfera mental, acrecentando con ello sus malas inclinaciones de la propia suerte que los buenos pensamientos intensifican su tendencia al bien.

Y cuando advierte la mental confraternidad que enlaza a todos los hombres, transmuta la ac­titud de su mente, pues se hace cargo de la responsabilidad en que incurre tanto al dar como al recibir y echan de ver los lazos que de él se extien­den en todas direcciones así como los que de todas direcciones concurren a él. Por lo tanto en su vida cotidiana da más importancia al pensamiento que a la acción, porque comprende que en las in­visibles regiones se engendran cuantas fuerzas actúan en las vidas psíquica y orgánica. Pero nuestro hombre adelanta después otro paso y entra en el Recinto Externo. Es entonces un candidato que aspira a hollar el áspero y corto Sendero que conduce a la cumbre, es decir, que está en la etapa probatoria del Sendero; y por lo tanto, recibirá mayor conocimiento del corres­pondiente a quienes tan  solo empiezan a compren­der la naturaleza de la vida que los circunda.

El candidato que ha cruzado el umbral del Recinto Externo reconoce algo más allá y superior a la muerte, algo cuya relación con ella es análoga a la de ella con el deseo de la naturaleza inferior. De la propia suerte que en el transcurso de su evolución reconoce el hombre la superioridad de la mente respecto del deseo, así cuando entra en el Recinto Externo ( y aun antes de entrar porque precisamente el reconocimiento de lo que vamos a decir le conduce a la puerta y se la entreabre) reconoce que esta mente, al parecer tan grande y poderosa, que poco ha diputaba por el monarca gobernante del mundo, y de la que dijo un pensa­dor que nada hay grande en el universo sino el hombre y nada grande en el hombre sino la mente, no es tan excelsa como le parecía al ob­servarla con encegados ojos desde un bajo punto de mira, sino que al aclarársele la vista descubre en el universo algo superior a la mente que pare­cía lo mayor del hombre, algo más amplio y sublime que brilla un instante y al punto se eclipsa.

Aunque no todavía por definido conocimiento sino incompletamente y por rumores y conjeturas presiente el hombre haber percibido un vislumbre del Alma, y que hirió su mente un rayo de luz venida de más alto, de algo que confusamente y de extraña manera le parece que es la mente misma y está con ella identificado. Al principio se confundirá a tientas en las tinieblas sin acertar a distinguir entre la mente con la cual hasta en­tonces se había identificado y aquel algo muy superior a la mente, que parece identificarse tam­bién con él y sin embargo es mayor que él. Por esto no sabe desde luego de donde procede aquel vislumbre y recela que la esperanza en él desper­tada no sea más que un sueño.

Pero antes de continuar nuestro estudio, con­viene definir las palabras <mente>, <alma> y <conciencia> que no han de ser para nosotros fichas de juego sino legítimas monedas que repre­senten nuestras ideas o riqueza mental. Por lo tanto, veamos el significado de dichas palabras, o al menos el que les doy al emplearlas, definién­dolas claramente aunque no todos estén confor­mes con la definición. A mi entender el Alma es la individualización del Espíritu universal, el enfoque en un solo punto de la Luz universal. Es el Alma como un recep­táculo en que se vierte el Espíritu de modo que lo de por Sí universal, vertido en este receptáculo aparece separado en su manifestación aunque siga siendo en esencia idéntico con el Espíritu universal. El propósito de esta separación es el desenvolvimiento de una individualidad; que en todos los planos del Universo exista una potente vida individualizada cuyo conocimiento abarque los mundos astral y físico, como ya conoce el espiritual y no haya solución de continuidad en su conciencia, y que sea capaz de construirse los vehículos necesarios para adquirir conciencia fuera de su propio plano, purificándolos después poco a poco, uno tras otro, hasta que no actúen ciegamente ni sirvan de estorbo sino de puro y diáfano medio de recepción de conocimiento en cada plano.

Pero la palabra receptáculo empleada como símil puede inducir a error, pues la dificultad en la expresión de las ideas consiste en que un símil acertado cuando se aplica a una idea, puede ser erróneo al aplicarlo a otra. Así el proceso de individualización no ha de entenderse en el sen­tido de construir un receptáculo y verter en él algo que a su configuración se amolde, sino que tiene más cercana analogía con la formación de un sistema solar. Retrollevando la imaginación a los orígenes de nuestro sistema planetario, podemos concebir un espacio en que nada hay visible para el ojo físico y parece vacío, aunque es real plenitud, donde surge una leve neblina demasiado tenue para llamarla así, por más que sea la única pala­bra significativa de esta inicial agregación. La neblina se va densificando más y más; a medida que transcurre el tiempo, es mayor su cohesión, y se deslinda cada vez del espacio circundante, hasta que la antes tenuísima sombra va tomando forma de más en más definida, de suerte que si pudiéramos observar esta construcción de mun­dos veríamos cómo la nebulosa se va condensando y configurándose a más y mejor en el espacio hasta constituir un sistema planetario alrededor de un sol central. Por tosco que resulte el símil, así ocurre en la individualización del Espíritu.

Primero es como una débil apariencia de sombra en el universal vacío, en realidad plenitud de plenitudes, y esta sombra se convierte en neblina que va concre­tando su forma más clara y definidamente, según adelanta en su evolución, hasta que por fin apa­rece un Alma, un individuo, donde al principio solo había la sombra de una creciente neblina. Tal es alegóricamente representado el proceso de formación de una conciencia individual, y con­siderándolo así cabe comprender cómo va desen­volviéndose el Alma en el dilatado transcurso de su evolución, pues en un principio no está del todo formada para sumergirse como un buzo en el Océano de materia, sino que lentamente va cohesionándose, por decirlo así, hasta constituir una porción individual del Espíritu universal, esto es, una individualidad siempre creciente en el transcurso de su evolución. El Alma [2] va pasando vida tras vida durante infinidad de años y siglos sin cuento. La evolucionante individualidad y su conciencia es resultado de las expe­riencias adquiridas en el transcurso de su desen­volvimiento.

Es el Alma aquella entidad que tan alto nivel alcanza hoy día en alguno de los Hijos de los hombres, y tiene tras sí un pasado siempre presente en su conciencia ampliamente desarro­llada mientras holló el largo sendero de su pere­grinación, y en la que se comprendían las expe­riencias de todas las vidas pretéritas. A cada nacimiento, cuando ha de acopiar nuevas experiencias, el Alma se infunde parcialmente en nuevas vestiduras para adquirir nuevas expe­riencias que agregar a las ya adquiridas durante las pasadas edades. Esta porción del Alma que así desciende a los planos inferiores para acre­centar el conocimiento que la magnifique, es lo que llamamos Mente, o sea la porción del Alma actuante en el cerebro y en él presa y aherrojada, de suerte que la abruma la pesadumbre de la carne y obscurece su conciencia porque no puede atravesar el tupido velo de materia. Toda la grandeza de la Mente se reduce a esta lucha­dora porción del Alma que con propósito de mayor desenvolvimiento actúa en el cerebro. Según va actuando manifiesta sus potencias en la medida que le consienten las limitaciones de la materia, y todo cuanto el Alma es capaz de ma­nifestar de sí misma por medio del cerebro constituye la mente del hombre que será más o menos amplia según el grado de su evolución. Pero en el Recinto Externo comprende el hombre que el Alma es él, que la mente es tan sólo su pasajera manifestación, y por lo tanto reconoce que así como el cuerpo físico y los deseos de concupiscencia se han de supeditar a la mente, peculiar del Alma aprisionada, así la mente se ha de supe­ditar a la porción superior del Alma de la que es tan sólo proyectada representación temporal, un instrumento, un medio de manifestación necesario para que el Alma cumpla su tarea de recoger y asimilar experiencias. Comprendido esto ¿cuál será la situación de nuestro candidato?

Al paso que la mente se rela­ciona con el mundo exterior, observa y recopila nuevas experiencias, las clasifica, ordena y juzga, procediendo así en todo lo demás de su desenvolvimiento intelectual para transmitir los resultados al Alma que se los asimila y lleva consigo al devachán donde los transmuta en Sabiduría. Conviene advertir que la Sabiduría es muy distinta del conocimiento. Llamamos conocimien­to al conjunto de hechos experimentados, de los juicios que sobre ellos forma la mente y de las conclusiones que infiere de los juicios, mientras que Sabiduría es la esencia extraída de todo este conjunto, lo que el Alma cosecha de sus expe­riencias durante su permanencia en el devachán, El candidato ya sabe todo esto y por lo tanto reconoce, hasta donde su penetración alcanza, que él, su Yo, es el Alma evolucionante a través de las vidas pasadas, y así comprende la razón de habérsele dicho que desde un principio debía distinguir entre el perdurable Yo y la mente que tan sólo es su pasajera manifestación en el mundo de la materia a fin de actuar en beneficio del Alma. Entonces advierte el por qué cuando el discípulo encuentra el camino del Recinto Exter­no, su primera exclamación en demanda de enseñanza es: ¡Oh! Maestro ¿qué haré para alcanzar sabiduría? ¡Oh! Sabio ¿qué para lograr la perfec­ción? De labios del Sabio brotan en respuesta estas palabras que al principio parecen extrañas: Busca los Senderos. Pero ¡oh! Lanú, sé limpio de corazón antes de emprender la marcha.

Antes de dar el primer paso aprende a discernir lo ver­dadero de lo falso, lo transitorio de lo sempiterno [3]. Después continúa el Maestro explicando la diferencia entre conocimiento y sabiduría, y lo que son la ignorancia y el conocimiento, y la sabi­duría que a los dos sucede, estableciendo así la distinción entre la sabiduría propia del Alma y la mente que como un espejo refleja la luz aunque recoja polvo, y por lo tanto necesita que la brisa de la sabiduría del Alma la limpie del polvo de la ilusión… Si el candidato es prudente, refle­xionará diciendo: ¿Qué diferencia hay entre lo real y lo ilusorio y por qué influye en la manifes­tación de la mente? ¿Cuál es la diferencia entre el reflejante espejo y el Alma que ha de sacudir el polvo del espejo para desvanecer la ilusión? ¿Qué parte desempeña la mente que tan poderosa parece, hasta el extremo de identificarla con el hombre en el mundo inferior? ¿Cuál su función si, con todo, el primer paso en el Sendero es distin­guir lo ilusorio de lo real, y la mente está sutil­mente enlazada con lo ilusorio? Pero hay otras palabras que, según el candidato recuerda, las pronunciaron también los Maestros de Sabiduría.

Recuerda una extraña frase referente al rajá de los sentidos, al monarca gobernante de la natu­raleza inferior, que en modo alguno es amigo del discípulo. Recuerda que al comienzo de las ense­ñanzas se le ordenó investigar este rajá de los sentidos con el fin de conocerlo porque es el engendrador del pensamiento y el que despierta la ilusión. Se le dice al discípulo que la mente es el gran destructor de lo real, y que el discípulo ha de matar al destructor [4]. Esto parece darnos la pista de un pensamiento que ilumine al candi­dato en su investigación del rajá, rey de los sen­tidos que engendra el pensamiento, despierta la ilusión y mata lo real. La realidad existe en el mundo espiritual. Según adelanta el proceso diferencial, surge la ilusión engendrada por la evolucionante mente que a favor de su facultad imaginativa traza infinidad de cuadros e imágenes y por medio de su facultad racional edifica en el aire los imaginados proyectos. La mente es para el discípulo el creador de la ilusión, el matador de lo real y así su primera tarea como discípulo ha de ser matar al matador, pues si no se desembaraza de esta ilusiva facultad de la mente nunca será capaz de ir más allá del Recinto Externo. Entonces vuelve a escuchar la voz del Maestro que le manda esforzarse en identificar la Mente con el Alma, y emprende la tarea de transmutar la mente inferior a fin de identificarla con la supe­rior, anulando su ilusionante poder para que reconociendo su verdadera filiación se identifique nuevamente el Hijo con el Padre y los dos sean uno. Después recibe el candidato una enseñanza que en místico lenguaje le ordena destruir el cuer­po lunar y purificar el mental.

Estudiando el sig­nificado de estas frases se familiariza con los símbolos y alegorías y entiende que el cuerpo lu­nar es el cuerpo astral cuya índole kármica o con­cupiscente ha de destruir al paso que purifica el cuerpo mental. El Maestro le dice: Limpia tu cuerpo mental porque sólo quitándole el polvo de la ilusión será posible reintegrarse y fundirse con su Alma. Entonces advierte el candidato que obra ha de realizar con la mente en el Recinto Externo, pues conoce que él mismo, el Alma viviente, desenvolvió durante su secular ascensión, la fuerza que la capacita para formarse en su servicio un instrumento de uso individual que debe manejar conscientemente; por lo que en vez de ser la mente su dueño ha de ser sumiso esclavo, un instrumento útil en sus manos. Cuando el candi­dato adquiere este convencimiento, se le repre­senta en toda su realidad la índole de su tarea y comienza a educar su mente por las cosas más sencillas, pues observará que la mente pasa fácil­mente de un objeto a otro y es mudable, voluble, turbulenta, difícil de dominar y contener, según notó Arjuna hace ya cinco mil años. El candidato ha de domar su mente como se doma a un potro adiestrándolo para la silla de modo que al mon­tarlo siga en derechura el camino por donde el jinete le guíe y no para que salte zanjas, fosos y setos, ni para que corra campo atraviesa en todas direcciones.

Así el candidato, en su vida diaria, donde ha de llevar a cabo toda esta obra, irá edu­cando poco a poco su mente, acostumbrándola a pensar en actitud perseverante y definida sin con­sentir que las múltiples tentaciones circundantes extravíen su pensamiento en toda dirección. Ha de negarse a diseminar su pensamiento; ha de insis­tir en conducirlo por determinado y recto camino; evitará el estudio fragmentario de las cuestiones como si no tuviera bastante energía para sostener continuadamente la atención en un tema dado; rechazará la infinidad de tentaciones con que le hala­gue nuestra frívola época; y para mayor adiestra­miento de su mente leerá con deliberado propósito libros cuyo asunto requiera persistente atención y persevere durante largo tiempo en una misma modalidad de pensamiento, sin saltar bruscamente de una cuestión a otra, pues esta volubilidad in­tensificaría la inquietud que obstruye el sendero hasta el punto de serle imposible proseguir su camino sin antes del todo vencerlo.

Así día tras día, mes tras mes, año tras año, irá elaborando su mente y adiestrándola en la per­sistencia del pensamiento, de modo que piense en lo que se proponga pensar. Ya no permitirá que sus pensamientos vayan y vengan de uno a otro objeto ni que se le aferren como ideas fijas sin poder desarraigarlos. Será el dueño de su casa. No importa que le sobrevengan dificultades en su vida diaria, pues le servirán para educar su mente, y cuando las dificultades sean muy espinosas y las ansiedades muy apenantes y le abrumen durante días, semanas y meses hasta el punto de moverle a tedio al reflexionar sobre ellas, dirá: No quiero retener en mi mente semejantes pen­samientos de ansiedad y zozobra, porque nada ha de aposentarse en ella sin que mi elección lo invite, y todo cuanto venga sin invitación lo expulsaré más allá de los límites de mi mente.

 

Hay quienes no pueden conciliar el sueño conturbados por angustiosos pensamientos que no les dañan tanto como el tedio que causan en la mente. Con todo esto ha de acabar el candidato, porque no ha de permitir acción alguna sin su consenti­miento y habrá de condenar a piedra y lodo las puertas de su mente cuando intenten introducirse los pensamientos advenedizos. Esta será una tarea difícil, larga y penosa, porque los malos pensamientos se empeñarán en entrar y él ha de rechazarlos una y otra vez y tantas cuantas se presenten, pues no hay otro medio de anular los siniestros pensamientos.

Pero ¿cómo lograrlo? Al principio convendrá substituir el mal pensamiento por otro de índole placentera, pero más tarde bastará el resuelto empeño de rechazarlo. Hasta que el can­didato no tenga bastante fortaleza para atrancar la puerta de su mente contra los malos pensamien­tos y quedarse tranquilo, le valdrá más substituir por un pensamiento relacionado con lo permanente el pensamiento que ha de desechar relacionado con lo transitorio. De esta suerte logrará el doble propósito de invalidar el pensamiento en lo transitorio y habituar a la mente a posarse en lo eterno, adquiriendo con ello el convencimiento de que lo presente es pasajero y no vale la pena de contur­barse por ello. Descansando sobre el seguro apoyo de lo permanente, robustecerá la costumbre de posarse en lo eterno, que es el secreto de toda paz en éste y los demás mundos. Luego de educada así su mente y cuando la domine hasta el punto de hacerla pensar en lo que él quiera y desviarla de lo que él no quiera, dará el candidato otro paso todavía más difícil que los anteriores, pues se retraerá de la mente y ya no pensará con ella, no porque se vuelva inconsciente sino por el anhelo de más amplia conciencia, ni tampoco por que se debilite o aletargue su vida, sino porque es ya tan vívida que el cerebro no puede contenerla. Este explaye de la vida interna, este incremento de la vital energía fluyente del Alma, acabará por darle a entender al candidato que es posible llegar a una etapa en donde el pensamiento no derive ya de la mente sino que sea la conciencia del Alma. Mucho antes de tener con­tinuidad de esta conciencia habrá de pasar el can­didato por la etapa de aridez, vacuidad y oquedad, una de las más penosas de la vida en el Recinto Externo; y entonces tendrá vaga idea del signifi­cado de las palabras del Maestro: Refrena con tu Yo divino tu yo inferior, y refrena con lo Eterno lo divino [5].  El Yo divino es el Alma que ha de refrenar a la mente inferior; pero más allá del Alma está lo Eterno, y en el porvenir oculto en el interior del Templo, lo Eterno ha de refrenar a lo divino, como lo divino refrenó al yo inferior. Poco a poco va aprendiendo el candidato que ha de ser dueño de todo cuanto en su torno se re­laciona con su mente, que llegará a una de las etapas del Recinto Eterno en donde le cerquen su­tiles tentaciones que ya no embestirán contra la naturaleza inferior sino que se atreverán al ataque contra la superior, con el intento de valerse de la mente para perder al discípulo después de fraca­sar en su empeño de expugnarlo con el ariete de la concupiscencia y de los groseros halagos de la carne.

Después sobrevienen las insidiosas tentaciones que en numerosos tropeles engañan al hombre in­terno y le rodean mientras asciende por su áspero sendero. Por todos los lados le asedian las tenta­ciones del mundo mental, y así debe haber logrado completo dominio sobre las imágenes mentales de su propia creación, antes de poder mantenerse impertérrito, sereno e incólume entre aquella turba de atropellados pensamientos que le asaltan, no ya vigorizados y fortalecidos por las flacas mentes de los hombres terrenos, sino por un for­midable impulso que entraña algo de la índole de las fuerzas del plano espiritual, aunque del aspec­to sombrío que intenta matar el Alma y no del luminoso que anhela auxiliarla. En el Recinto Ex­terno se encuentra cara a cara con estas potísimas fuerzas del mal que enérgicamente le acometen; y si no logró dominarse en los límites de su mente ante los débiles ataques del mundo terreno ¿cómo podrá resistir a las huestes de la maligna entidad de Mara? ¿Cómo recorrerá esta cuarta etapa del Recinto Externo, en cuyo torno se apelotonan los enemigos del Alma, y por la que nadie puede pa­sar si no goza de absoluta paz? Después adquiere el Alma la fuerza derivada de la fijeza de la mente, ya tan robusta que puede posarse en lo que elija y permanecer allí incon­movible a pesar de cuantos torbellinos la circun­den.

Es ya tan firme, que nada externo logra per­turbarla, y tan vigorosa que ya no necesita esfor­zarse en anular cosa alguna, pues ha trascendido la etapa en que es indispensable el esfuerzo. Cuan­to más fortaleza tenga el Alma, menos habrá de esforzarse en su actuación; y cuanto más potente, menos mella le harán las acometidas del exterior. Entonces llega la mente a la gloriosa etapa en que sin necesidad de matar los pensamientos caen sin vida junto al santuario, porque ya no necesi­ta la mente matar ni que la maten, puesto que ya está limpia y es pura y obediente. Así comienza la identificación de la Mente con el Alma, resul­tando de ello que al chocar con la mente algo ex­traño, se anula por su propio impulso, es decir, que no hay necesidad de rechazarlo porque muere herido por la misma violencia del choque. Tal es la fijeza de mente comparada a una luz puesta en lugar resguardado de todo soplo. En este lugar de sosiego a la sombra de los muros del Templo, goza el candidato de absoluta paz y (como dice el Kathopanishad II 20) libre de deseos y de inquie­tudes se adueña de su voluntad y con sosegados sentidos contempla la majestad del Alma, porque entonces ya no iluminan su vista entrecortados vislumbres ni vacilantes rayos de luz, sino que en aquella absoluta paz y serenidad, sin rastro de deseo ni la más leve pena, la majestad del Alma brilla esplendorosa sin eclipses y en toda su inte­gridad la refleja la mente, que si antes era como polvoriento espejo o lago agitado por el viento, ya es pulimentado espejo de perfectos reflejos y lago tranquilo que a la montaña devuelve la imagen de sus árboles, y la de sus estrellas y arreboles al cielo. Pero ¿cómo así? La amonestadora voz nos habla de un momento de peligro por que ha de pasar el candidato poco antes de llegar a la etapa en que ya la luz no vacile. Es el momento en que la mente, a manera de alocado elefante enfurecido en la selva, empeña su última lucha con el Alma. ¿Cómo domar entonces a la mente?

Es su postrera porfía, el final esfuerzo que al verse amenazada de sujeción intenta la naturaleza inferior para pre­valecer contra la superior. Porque según nos dicen todos los libros que tratan de la Iniciación y de la Sabiduría oculta, cuando el candidato se acerca a la puerta del Templo y antes de atravesarla, todas las potesta­des de la Naturaleza, todas las fuerzas mundana­les se levantan contra él para derribarlo. Es la última lucha que ha de sostener antes de la definitiva victoria, y esta lucha es el vivísimo reflejo de otra empeñada en planos inimaginables por lo superiores, donde los máximos entre los mayores encontraron su camino. De esta lucha es símbolo la última que cabe el Arbol sagrado donde recibió la iluminación que lo convirtió en Buddha, sos­tuvo Gautama contra las huestes en su alrededor arremolinadas con intento de cerrarle el paso. Aunque en planos muchísimo más inferiores, tam­bién ha de sostener esta lucha crucial el discípulo que en su presente vida se acerca a la puerta del Templo. ¿Cómo vencer en la lucha?¿Cómo seguirá las huellas de los que le precedieron en el sendero probatorio? En las palabras del Maestro hallará de nuevo el conveniente auxilio, pues de Sus la­bios brota una insinuación capaz de guiarlo. Ne­cesita señales que le lleven al Alma Diamante[6] ¿Qué es el Alma Diamante? La que se ha unido completamente al verdadero Yo, y sin defecto ni mancha enfoca con diamantina diafanidad la luz del Logos, para irradiarla a los hombres. El potente Nombre que acabo de citar, como pudiera citar otros Nombres de igual significado, aunque en diversos idiomas, es el del Alma superior a to­das las demás, el Alma Diamante, tan diáfana, tan pura y sin tacha ni grieta, que por su medio alumbra a los hombres la luz del Logos. Es el Alma que miramos en los momentos de suprema aspiración y que nos atrae con sólo un vislumbre de su belleza y un toque de su lumbre.

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Porque el Alma se remonta hacia su origen como la flor se explaya hacia la luz, y las señales que la atraen son los fulgentes resplandores del Alma Diamante derramados sobre la que, aunque débil y vacilan­te, es Ella misma, y con divina energía la impulsa a unirse con Ella. Cuando el discípulo tiene más perfecta com­prensión descubre el significado de la frase: Alma Diamante, y se convence de que también en él encarnará el Alma Diamante. ¡Mira a tu interior! ¡Eres Buddha! Echa de ver entonces que mente y cuerpo son instrumentos para el servicio del Alma y tan sólo útiles y valiosos cuando funcio­nan para alcanzar lo superior. La devoción afina después las cuerdas de la mente en completa su­jeción al Alma que a su vez las templa por virtud de la devoción, y entonces es la mente un instrumento a propósito para que lo pulse el Maestro y arranque de él toda melodía terrenal y celeste. Por fin el discípulo llega ante la puerta del Tem­plo y se percata de que se ha encontrado a sí mismo, que el Alma es él y contempla entonces a un Ser todavía más elevado con quien aspira a unirse en el interior del Templo. Mientras estuvo ante la puerta unió su yo perecedero con su eterno Yo, la mente con el Alma. En este punto comienza a identificarse por adoración con el Supremo, pues reconoce que en su vida cotidiana puede el Alma estar en perpetua adoración prescindiendo de las tareas en que se ocupen mente y Cuerpo, y que la vida del discípulo es la ininterrumpida adoración del Supremo, la incesante contemplación del Alma Diamante. Reconoce también que mientras el Alma está así ocupada en el Recinto del Templo, el cuerpo y la mente trabajarán en el Recinto Exterior y en el mundo en favor de la menesterosa humanidad, pues son sus útiles o herramientas de trabajo en la vida terrena los que funcionan, en­tretanto su verdadero ser está en adoración. En­tonces comprende el significado de la frase:  – los ángeles del cielo ven cara a cara al Padre – porque la visión del Alma Padre es perpetua y ni las nu­bes terrenas pueden obscurecerla ni las obras del mundo estropearla. Mientras cuerpo y mente la­boran, el Alma está en incesante contemplación, y cuando el Alma llega a este punto atraviesa el umbral, pasa del Recinto Externo al Templo de su Señor.

[1] La peregrinación de la humanidad durante su presente ciclo evolutivo consiste en pasar siete veces por una cadena de siete globos. En cada globo se detiene muchos millones de años durante siete veces y por lo tanto, como los globos son siete, hay cuarenta y nueve detenciones.

[2] De todo cuanto expone la señora Besant se infiere que toma como sinónimos las palabras Alma y Ego. En el actual estado de conocimientos teosóficos ha prevalecido definitivamente la palabra Ego para denotar la individualidad o verdadero hombre. – N. del T.

AUTOR: Annie Besant

Libro: Hacia el templo «Conferencias 1ª y 2ª» de Annie Besant

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