La importancia espiritual de la comunidad
Hola queridos lectores de Hermandad Blanca. El día de hoy quiero compartirles esta reflexión que llegó a mi vida y a mi corazón luego de visitar un pueblo de la sierra en uno de los estados más “pobres” de México. Lo que allí encontré cambió por completo mi visión sobre la forma en la que nos relacionamos y me hizo comprender lo verdaderamente importante que es vivir y convivir en comunidad.
Como la inmensa mayoría de las personas que vivimos en una gran ciudad, yo cargaba los típicos prejuicios sobre las personas que habitan en comunidades rurales.
Al igual que todos, pensaba que se trataba siempre de personas con poca educación y que viven sumidas en la pobreza. Para mí, vivir en comunidades reducidas era sinónimo de desventaja sociocultural.
Como parte de mis retos de crecimiento personal, a mediados del año pasado me propuse viajar por mi país tanto como mi salud me lo permitiera. Mi intención era conocerlo a fondo y no sólo en un nivel superficial y turístico. Yo quería relacionarme de verdad con su gente y sus tradiciones. A medida que fui conociendo más y más pueblos remotos, comencé a darme cuenta de que la concepción que tenemos de esas personas está muy equivocada y además demuestra una profunda ignorancia de nuestra parte.
Sin duda encontré varias comunidades muy pobres y con un gran rezago social, no voy a negarlo. Pero sus condiciones desventajosas siempre coincidían con factores fuera de su control, como estar ubicados en una geografía estéril, pero, con más frecuencia, se trataba de grupos sometidos a violencia económica directa, ya fuera porque sus tierras estaban siendo explotadas, por el azote de la delincuencia organizada o porque simple y sencillamente el gobierno no consideraba una prioridad desarrollar infraestructura suficiente para crear oportunidades para esas personas.
Lo primero de lo que me di cuenta entonces, fue de lo siguiente: las personas que viven en comunidades rurales pobres no son pobres por ignorantes o perezosas.
Son personas que han lidiado durante años con una falta de oportunidades abrumadora y que aun así resisten en condiciones que para muchos de nosotros serían impensables.
Pero no todo fue así. Muchos de los sitios que tuve la suerte de visitar, alejados del ruido, el ajetreo y la locura de la gran ciudad, no solo no eran pobres en absoluto, sino que su gente demostraba tener una calidad humana y una educación ejemplares y, sobre todo, descubrí algo completamente nuevo para mí: un sentido de comunidad verdadero.
Quiero hablar de un pueblo en particular en el corazón de la sierra de Oaxaca en el que pasé algunos días. Se trata de la Villa Talea De Castro. Uno de esos lugares de los que tú, lector, seguramente no has escuchado ni volverás a escuchar jamás. Pero el hecho de que no tengan publicidad no significa que no sean sitios fascinantes de los que vale mucho la pena hablar, y, sobre todo, de los que podemos aprender muchísimo.
Coincidió nuestra visita con la fiesta del santo patrono de la región, y ya me habían advertido mis guías que íbamos al evento más importante de los lugareños y que toda la comunidad se organizaba para montar una fiesta a lo grande, en la cual los protagonistas eran las bandas de música filarmónica juveniles de toda la región.
Después de cuatro horas en carretera desde la ciudad más cercana, llegamos por fin al pueblo del Talea.
Fiel a mi mala costumbre citadina de juzgar antes de conocer, me imaginé un asentamiento precario en el cual las personas debían hacer grandes sacrificios para conseguir los recursos necesarios para la celebración, y a un grupo de bandas que interpretaban a duras penas música folclórica burda. Tuve que comerme mis palabras desde el primer día.
Lo primero que me llamó la atención del pueblo, además de encontrarse este en un asentamiento precioso -una ladera a las faldas de la montaña con una vista absolutamente verde y sobrecogedora- y tener no más de tres mil habitantes, fue que todo estaba muy limpio y ordenado. Al entrar, resaltan las instalaciones impecables de las dos únicas escuelas, primaria y secundaria, respectivamente, y la escasez de automóviles, pues claro, se llega caminando a todos lados.
Las casas son grandes, rústicas, espaciosas y funcionales. El centro de la actividad de las familias son las enormes cocinas, muchas de las cuales aún son de leña. No hay edificios de departamentos, ni supermercados y mucho menos cadenas comerciales de café. No las necesitan, porque el café que siembran los habitantes de la sierra de Oaxaca es de una calidad excepcional.
Al llegar a la casa de nuestros anfitriones, me llamó la atención que solo contaba con un gran dormitorio común para todos los familiares e invitados, que, por la fiesta del santo patrono, éramos muchos. Como vengo de una familia urbana de clase media en la cual los espacios privados se valoran mucho y los espacios comunes se vinculan con la pobreza, me escandalicé un poco ante la perspectiva de pasar allí las noches, tan expuesta a la compañía de otras personas. En ese momento me día cuenta de algo andaba mal. ¿Por qué la cercanía de los anfitriones que nos recibían con tantas atenciones me causaba incomodidad? Decidí dejar esas inquietudes de lado e integrarme a las actividades de la familia.
En la cocina, cuatro o seis mujeres preparaban toda clase de alimentos típicos. Ni tarda ni perezosa me uní a la preparación después de recibir algunas instrucciones. Luego, noté que todos los productos que estábamos usando para la comida (masa de maíz, frijol, carne de guajolote, café, chocolate, hortalizas, frutas y demás delicias) eran productos de la misma región, provenientes de las parcelas familiares, y, muchas veces, de su propio jardín.
La exuberancia de la naturaleza les permitía obtener de la tierra todo lo que necesitaban. Eso explicaba la ausencia de super mercados.
Sabía que la familia con la que nos hospedábamos era grande, pero aún así me pareció excesiva la cantidad de alimentos que estábamos preparando. Una de las mujeres me indicó que el banquete estaba destinado a ofrecerles una de las tres comidas a una de las muchas bandas filarmónicas juveniles que iban a visitar la villa ese fin de semana. Lo decían con orgullo. Las familias hacen competencia para agasajar a sus invitados, y es para ellos un honor y no un gasto. Ofrecen con desprendimiento el fruto de su trabajo con la tierra.
A medida que avanzaba el día, fui notando la gran cantidad de preparativos en la plaza para la primera noche de música, en la que las bandas se presentarían. Cuando pregunté de dónde salían los recursos para la fiesta, alguien me explicó que todas las familias donan de manera voluntaria la cantidad que determinen, pero que la gran mayoría no sólo ponía recursos económicos, sino también humanos y en especie. ¿El resultado? toda una comunidad perfectamente organizada y una fiesta hermosa llena de comida, música y pirotecnia.
En cuanto a las bandas juveniles, debo confesar que me sorprendió su calidad musical y la maestría con la que jovencitos de comunidades rurales dominaban sus instrumentos de viento e interpretaban piezas clásicas y tradicionales, igualmente admirables. En algún momento necesité realizar una llamada, y fue muy grata mi sorpresa al encontrar que, aunque no llegaba señal de las compañías comerciales, los ingenieros de Talea habían construido su propia red de antenas para comunicación celular, a la cual me conecté sin problemas. Este servicio se ofrecía a cambio solamente de un pago simbólico para el mantenimiento de la red y asegurar que continuara operando correctamente.
Yo necesitaba saber cuál era el factor que le permitía a estas personas vivir con ese hermoso equilibrio. Y después de un par de días de analizar a fondo la dinámica comunal y social de la villa, llegue a una conclusión que, en realidad, era evidente: en Talea, a diferencia de las grandes ciudades, no existe el anonimato.
Las personas conocen a todos sus vecinos, ubican perfectamente a sus representantes políticos, participan de manera activa en los proyectos de la comunidad y cada uno tiene un rol de importancia que lo vincula a nivel espiritual con el próximo: si tú estás bien, yo estoy bien.
Cuando las personas viven en comunidades demasiado grandes, darle identidad a cada rostro se vuelve imposible. Ya no andamos entre personas por la calle, las vemos sólo como simples objetos que van con prisa y a veces chocan con nosotros. Literalmente, ya no podemos ver cómo afectan nuestras decisiones a los demás, y en comunidades pequeñas que se encuentran en asentamientos ricos en recursos, y que por fortuna no han sido despojados por la explotación del gobierno, cada uno puede ver de forma tangible cuál es su impacto, positivo o negativo, entre su gente.
Por eso, es más fácil que seamos groseros, inconscientes o egoístas cuando vivimos entre demasiada gente. Porque ese alguien con quien somos desconsiderados o crueles es alguien quien no volveremos a ver. Y curiosamente, mientras más populosa sea una ciudad, mayor es el sentimiento de aislamiento y soledad de las personas. Irónicamente, cuando la comunidad crece demasiado, el sentimiento de comunidad se pierde.
¿Qué podemos aprender de esto, si a muchos no les es posible dejar las grandes ciudades y llevar una vida tranquila y consciente entre la naturaleza? ¿Cómo emulamos esas virtudes cuando estamos rodeados de miles y miles de desconocidos?
El cambio debería empezar en uno mismo. Si bien es cierto que detener la inercia individualista de los habitantes en las ciudades es una tarea titánica, eso no significa que no podamos generar un impacto positivo. Yo misma me dediqué a pensar concienzudamente qué podía hacer para adoptar algunas de las virtudes que pude observar entre mis anfitriones.
Lo primero que pienso que deberíamos hacer, es darnos de nuevo la oportunidad de conocer a quienes nos rodean. Todas esas personas que vemos de manera frecuente y a las que de todas maneras ignoramos, casi como si fuera por cortesía.
Regalémonos el tiempo de conocerlos, vincularnos y averiguar de qué manera podemos enriquecer sus vidas y ellos la nuestra.
La segunda conclusión a la que llegué, después de mirar la forma en la que los habitantes de la villa se relacionaban con las posesiones materiales, es que tenemos que frenar el consumismo voraz que nos invade desde adentro. Mientras más consumamos cosas que en realidad no son de primera necesidad, más estaremos fomentando el crecimiento de industrias vacías e irrespetuosas con la naturaleza, y estas a su vez son uno de los pilares del crecimiento demográfico irresponsable.
La tercera cosa que podemos hacer es no negarnos ante la posibilidad de vivir de otras maneras. Tener un centro comercial a la vuelta y conexión inalámbrica a internet en nuestros celulares en todo momento no es una necesidad básica ni primordial. Vivir en paz, armonía y con sentido humano sí que lo es, pero lo hemos olvidado. Quizá se necesita mucho valor para dejarlo todo atrás y migrar a una comunidad rural. Hay que desprenderse de todo aquello que nos han dicho que es vital, pero este viaje me hizo comprender también que la riqueza tiene mucho más qué ver con la responsabilidad, y con saber diferenciar entre lo que es importante, y lo que no.
Autor: Kikio, redactora en la gran familia hermandadblanca.com
Para saber más:
Las CAS o comunidades de agricultura sostenible
Que bello estar en lo natural en la esencia de todo!!! Gracias por compartir esta bellísima experiencia.
vivir en los pueblo es una elegancia desde todos los punto de vista y si lo uno busca es la unión con DIOS excelente gracias
hola las personas donde no hay tanto tecnologia y el desarrollo estan mejor con relacion a los vivimos en las ciudades donde los valores no existen,donde muy poco los vecinos nos conocemos todos, aqui huele a industria petroleo, banco donde cada persona tira pa su lado,sin importar a su vecinos, amigos y en donde las VIRTUDES se atrofia, mientras en los pueblo es todo los contrario floreces los VIRTUDES la parte ESPIRITUAL,esta presente ,yo cuando salgo pa los pueblo me amuelado a cualquier situación es mas una delicia unica vivir en los pueblo o provincias gracias
hola.soy de Venezuela aqui contamos con muchas comunidades asi yo vivo en TEMELARLA en Nirgua
Por favor Léase Kikio, en lugar de Julio!
Hola Julio, Muchas gracias por compartir esta experiencia tan enrriquecedora.
Debido a que viví mis primeros 20 años en una zona rural y ahora llevo más de 30 años viviendo en la ciudad, entiendo y comprendo muy bien cada palabra que dices y si, estoy de acuerdo y coincido contigo en todo lo que has mencionado.
Saludos y bendiciones.
Que la luz te guíe!