Nuestro alimento es nuestra medicina parte I

Jorge Gomez (333)

FrutasEs reconocida la frase de Hipócrates «Que el alimento sea tu mejor medicina y tu mejor medicina sea tu alimento», que simplemente quería venir a decir «el alimento es lo que te va a dar salud». Este conocimiento antiguo, desde hace unos doscientos años nos lo estamos pasando «por el arco del triunfo», ya que todo lo que estamos haciendo está, simple y llanamente, rompiendo todo nuestro sistema nutricional y metabólico, provocando todas las enfermedades y problemas de salud en general que padecemos cada vez en mayor cantidad en nuestros días. Y todo por simple desconocimiento y desidia por nuestra parte (ayudado, claro, por los intereses de la élite y las grandes corporaciones, para los que no somos más que ganado que hay que engordar).

Por diversos motivos, especialmente provenientes del control mental que se establece en la sociedad para que simplemente consumamos de forma acrítica, hemos olvidado lo importante que es lo que consumimos en nuestra salud. Y que realmente, sólo lo que consumimos afecta a nuestra salud (evidentemente existen agresiones externas no alimenticias, pero quiero centrarme ahora en estas otras). Nutrición y salud son una misma cosa, dos vertientes de lo mismo que se manifiesta en la manera en que nos desenvolvemos con nosotros mismos y nuestro entorno. Hemos optado, de manera inopinada, por el placer del sabor y de la tripa llena que por reconocer que es lo que realmente nos ayuda a estar sanos y lo que nos enferma, de forma que esto pasa a un segundo plano cuando se trata de la alimentación. Pero paradójicamente, después le damos una importancia fundamental a la salud, pero totalmente desvinculada de la alimentación, a la que le damos una importancia meramente mecánica, circunstancial, y claro, como una cosa sin la otra no tiene sentido, la salud la vamos perdiendo y la derivamos a otras cuestiones como la química y los productos comerciales, bajo la falsa promesa de que nos curarán de todos nuestros males. Triste panorama, verdad?

Comencemos por lo básico. Nosotros introducimos elementos extraños en nuestro cuerpo por dos vías: respiratoria (aire) y digestiva (agua y nutrientes). Aire (oxígeno), agua y nutrientes alimentarios son los tres elementos básicos iniciales de la nutrición y es donde comienza el metabolismo. Curiosamente, la mayoría de la población ignora que el aire interviene en el metabolismo, y que el agua también es parte fundamental del proceso. En general, cuando se habla de metabolismo, la mayoría de la población se refiere a la alimentación ingerida (es decir, comida), y se obvia completamente a estos dos elementos tan fundamentales. El aire no contiene sólo oxígeno, sino otras moléculas químicas y grandes cantidades de polvo, impurezas y microorganismos. El agua a su vez tiene tres cuartos de lo mismo, ya que no sólo es H2O, sino que también contiene muchas impurezas disueltas y microorganismos. En el caso del aire, los pulmones se encargan de filtrar y expulsar todo ese sobrante, aunque algunas cosas escapan al filtro y consiguen colarse. En el caso del agua, desde el mismo momento que la ingerimos ya está siendo absorvida por la mucosa, y de hecho, la que llega al colon es prácticamente residual, y una buena cantidad de hecho es absorvida por el colon. Tanto el aire como el agua pasan directamente al sistema circulatorio y son utilizados por el organismo de forma directa, pero no así el alimento sólido, que debe pasar gran cantidad de procesos intermedios para que sea usable por el organismo. Desde el principio, con la masticación, comienzan a producirse gran cantidad de procesos químicos que dan lugar a una degradación inicial del alimento que permita de forma más sencilla su procesamiento en el resto del sistema digestivo. Además, la saliva es un antibacteriano muy potente, y permite eliminar buena parte de los elementos no deseados antes de pasar al estómago. Aquí ya cometemos los primeros errores: las sustancias salivales que se producen para procesar vegetales no son los mismo que los de la carne y el pescado. En nuestra dieta habitual, solemos mezclar estos alimentos de forma totalmente inopinada, sin entender que su mezcla nos llevará a que el estómago genere jugos distintos para cada alimento y al mezclarse, muchos de ellos se anulen entre si y no lleguen a realizar bien sus funciones, haciendo comidas indigestas entre otras consecuencias posteriores. Asi, muchas veces los alimentos llegan sin procesar debidamente en la boca (la costumbre que nos machacaban nuestras abuelas de masticar bien es sin duda uno de los mejores consejos que pudimos recibir de nuestros antepasados), y generan problemas en el estómago que terminan extendiéndose al intestino.

Aquí tenemos que hacer un inciso. La carne. Sin meternos en la discusión de bueno-malo (quiero explayarme en eso otro día), hay hechos consumados respecto a este alimento que debemos considerar antes de introducirlo en la dieta. Primero, como los azúcares y las harinas refinadas, así como la leche, es un producto muy ácido, y esa acidez llegará a la sangre. Pero además de esa acidez producto del procesamiento (algo que nunca debe olvidarse es que el metabolismo en si mismo es un proceso altamente ácido, lo que nos lleva a la conclusión de que para paliar esa acidez inherente a los procesos metabólicos, deberíamos consumir los productos más alcalinos posibles, ya que la sangre debe ser ligeramente más alcalina que ácida para funcionar correctamente), nos encontramos con otro problema a mayores y que está generando otra industria creciente en la medicina: los especialistas en el mundo del colon o intestino grueso. Hay que entender una cosa: nuestro cuerpo no está acostumbrado a procesar la carne. Por mucho que nos digan lo contrario, las pruebas están ahí: de la carne que consumimos, sólo procesamos y absorvemos las proteínas y las grasas. El resto del alimento pasa a ser desecho y se expulsa por el colon (es decir, estamos diciendo que sólo un porcentaje ínfimo de la carne es realmente aprovechado, y el resto, fibras musculares fundamentalmente, son expulsados). Esto nos lleva a pensar en el recorrido de esa carne por el colon, tanto el delgado como el grueso, y vemos que una vez llega a la parte final del colon, esta carne se queda pegada a las paredes intestinales (por una falta sistémica de fibra) y puede quedarse ahí durante días. Esto provoca fundamentalmente dos problemas: primero, estreñimiento, síntoma que ya nos debería decir que algo anda mal, y segundo, que esos desechos, aunque nos pueda asquear la imagen mental, se descomponen en el colon y de hecho, literalmente se pudre dentro de nosotros. Pero claro, el problema en si no es ese: el colon o intestino grueso es super-absorbente, es decir, intenta «chupar» todo lo que contiene para aprovechar cada mínimo elemento que pueda ser útil para la nutrición, con tan mala suerte, claro, que no discrimina en lo que absorbe, y también absorbe esa carne putrefacta pegada al colon. Las toxinas generadas por la descomposición son absorbidas y pasan directamente al torrente sanguíneo, acidificando y ensuciando nuestra sangre. Este efecto puede paliarse parcialmente con la ingesta adecuada de fibra alimentaria, cosa que no hacemos, ya que nuestro consumo de frutas y verduras es escaso o nulo. Un gran error que se comete es pelar las frutas o quitarle los filamentos (como a las naranjas) del fruto, que contienen cantidades enormes de fibra natural que nos protegen de este problema. El pan casi no contiene fibra, y aunque el pan integral contiene fibra suficiente, el problema es que también provoca acidificación, como el pan blanco, ya que son harinas procesadas y muy refinadas.

Habeís podido comprobar con pequeños ejemplos que ya sólo como nos comportamos a nivel general es de por si muy dañino para nosotros y nuestro organismo. Nos hemos detenido en el estómago antes pero no hace falta seguir: como los procesos que se han dado en la boca y el estómago ya están viciados, el resto del camino del alimento durante su procesamiento no hará otra cosa que abundar en los vicios: el hígado tiene que trabajar el doble para conseguir lo mismo, así como la vesícula, y el páncreas, además del trabajo que tiene que hacer con lo que llega del estómago, tiene otro problema a mayores: en un individuo sano, produce insulina, que es la hormona que permite gestionar y transportar los azúcares en la sangre. La glucosa, como tal, es un producto venenoso en la sangre, y si no es por la insulina, al organismo le es imposible procesarla de manera normal. Pero como estamos todo el santo día comiendo azúcares, estamos produciendo constantemente insulina (el famoso «gusanillo» de media mañana no es más que un bajón de insulina en sangre que genera una respuesta del sistema nervioso en forma de hambre, aunque en realidad nuestro cuerpo no necesita más alimentos), y eso tiene un efecto que se está convirtiendo en una plaga de nuestro tiempo: la diabetes sobrevenida o de tipo 2, generalmente dada entre la población de personas obesas. ¿Por qué? Simplemente porque nuestro organismo no puede tolerar tanta insulina en sangre y llega un momento en que las células simplemente dejan de responder a la insulina. Así, el páncreas se atrofia y deja de producir insulina, con lo que los azúcares no se procesan y van contaminando la sangre hasta que ocurre el síncope. Todo se colapsa y surge el dolor y la enfermedad. Aunque de vez en cuando nos podemos «dar un capricho», eso no significa que podamos consumir azúcares refinados constantemente todo el día, todos los días. Debemos considerar la posibilidad de eliminar esos azúcares de nuestra dieta de forma permanente o reducirla al menos hasta un 10% o menos de nuestro consumo calórico, ya que además, los azúcares, al contrario que las grasas y las proteínas, no cumplen ninguna función más allá de ser consumidas por las células, con lo que a efectos prácticos, pueden ser sustituidas de forma correcta por esas otras sustancias. Sí, es cierto que son una fuente barata de calorías, y rápida, pero las ventajas no son suficientes para excusar su consumo. Más bien los contras son más importantes y graves que los beneficios.

Otro de los grandes damnificados por nuestra forma moderna de comer son las grasas. Se les ha echado la culpa de ser las causantes de la obesidad y de las más graves enfermedades metabólicas de nuestros días, como las enfermedades coronarias. Pero nos lo tenemos que quitar de la cabeza: la grasa (y el famoso colesterol, como veremos ahora) no son los causantes de estos problemas. La paranoia con la obesidad ha llegado al punto de que se está comenzando a considerar una enfermedad (Expertos piden que la obesidad se declare enfermedad), cuando sólo es un síntoma de una enfermedad metabólica que proviene de los azúcares. A grandes rasgos, la grasa se acumula en el tejido adiposo (células que tenemos de forma natural y que crecen en número porque es necesario acumular más grasa, pero que cuando dejamos de tener esa grasa no desaparecen, motivo por el cual los obesos que consiguen quitarse la grasa por el método que sea después siguen pareciendo algo «gorditos») porque en ese momento le sobra al cuerpo, pero se almacena en previsión de momentos posteriores de hambruna. Claro, en nuestro mundo moderno la mayoría de nosotros nunca pasaremos hambre, con lo que esa grasa queda permanentemente ahí por la sencilla razón de que nuestro cuerpo está constantemente siendo bombardeado por azúcares que satisfacen las necesidades calóricas del cuerpo durante todo el día. Pero claro, si sólo tomásemos azúcares no acumulariamos grasa, ¿verdad? El problema es que con esos azúcares consumimos grandes cantidades de grasas hidrógenadas (es decir, básicamente grasas que de tanto quemarse se han convertido en hidratos de carbono, de la que la glucosa es una de sus formas), mucho peores que los azúcares convencionales. Pero como son un estado intermedio entre grasas y azúcares, se acumulan como si fueran grasa parcialmente, y claro, el resto de grasas reales que consumimos (aceites y grasa animal fundamentalmente) se acumulan inmisericordemente en el tejido adiposo. Puede entenderse fácilmente lo que quiero decir: la grasa como tal no genera la obesidad, sino que su acumulación es debida al simple hecho de que comemos tan mal que en vez de gastar todo lo que comemos, lo acumulamos indebidamente porque nuestro cuerpo ya se satisface con los azúcares. Y si sólo consumieramos azúcares, estupendo (aunque ahora veremos que no es así), pero como no es así, tenemos el problema servido en bandeja de plata. Y qué decir del famoso colesterol. Cuando dicen los médicos que hay que eliminarlo, o son tontos o unos desalmados de campeonato. El colesterol es una sustancia, como la insulina, que cumple una función crucial: transportar las grasas en la sangre. Las grasas, como los hidratos, no pueden viajar por la sangre sin más. Tienen que hacerlo en un medio de transporte adecuado (las proteínas son las únicas que no necesitan de un medio de transporte). Existen dos tipos de grasas: las saturadas y las insaturadas. Las grasas saturadas se llaman así porque son muy complejas en su composición química (sobre todo de determinados factores químicos), y son transportadas por el llamado colesterol bajo (al que popularmente se le llama «malo»), y las insaturadas son transportadas por otro colesterol llamado alto (o «bueno» como dicen por ahí). La diferencia entre los dos es que el colesterol bajo provoca que si se satura en la sangre, se acumule en ciertas partes provocando fundamentalmente arteriosclerosis (es decir, endurecimiento de las arterias), lo que provoca problemas diversos y que pueden llevar con el tiempo a un estado de salud paupérrimo y a la muerte. Por eso se supone que debemos tener niveles bajos de este colesterol. Yeso se logra de dos maneras: consumiendo pocas grasas saturadas o por ataque químico, atacando al colesterol directamente por medio de otras sustancias. El primer caso, el más saludable, nos dice que consumamos menos carnes (de donde provienen la mayoría de las grasas saturadas) y más pescado y aceites vegetales, en su mayoría insaturados. Además, los insaturados son muy adecuados para toda una serie de cosas, como para los procesos químicos en el organismo y el recubrimiento de los axones neuronales, por ejemplo. Pero eso no significa que debamos dejar de lado las grasas saturadas, ya que son una fuente de energía insustituible y que contienen mucha más energía que las grasas insaturadas y los azúcares. Aunque eso sí, no hay una necesidad real de consumirlas para estar bien y con salud. Otra cosa es cierta: si nuestra actividad física exigiera de consumirlas, en vez de ser tan sedentarios y desidiosos, la mayoría de estos problemas nunca aparecerían, ya que estas grasas no se acumulan y por tanto no provocan los problemas tan graves a los que nos referimos. En el segundo caso, intentar reducir el colesterol por medios químicos, como os podéis imaginar, es una estupidez de grado máximo: al disolver el colesterlo que transporta las grasas saturas, estamos haciendo que esas grasas queden libres y no se procesen, provocando a largo plazo problemas peores (es decir, lo lógico es que si consumimos ese tipo de sustancias, dejemos de consumir grasas saturadas…).

Las proteínas son también un elemento a tener en cuenta. Existen literalmente decenas de proteinas diferentes y de muy distintos orígenes, incluidas las que generamos nosotros mismos, y las proteínas se convierten fundamentalmente en azúcares y aminoácidos, y acidifican la sangre. Pero las necesitamos, ya que se usan entre otras cosas para construir el organismo (son los ladrillos del cuerpo), aparte de poder sintetizar otras sustancias que también necesitamos, especialmente a nivel celular. Las proteínas se utilizan tanto para la creación de nuevas células como para realizar sus funciones internas, además de facilitar la mitosis entre otras funciones básicas. Pero eso no significa que debamos «cebarnos» a proteínas. Son altamente ácidas, y su exceso genera contaminación sanguínea, porque como en el resto de sustancias que hemos mencionado, el exceso de proteínas no se metaboliza, pero al contrario que las grasas, no se acumulan en ningún sitio. El organismo va a intentar usarlas de todas las formas posibles, pero si no es posible, o necesario, deberán expulsarse. Si no se expulsan adecuadamente (el sistema endrocrino es fundamental en el metabolismo, aunque hay que dedicarle un capítulo sólo a ello), su acumulación en la sangre genera diversos problemas como gota y problemas de filtrado en los riñones y el hígado. Las dietas hiper-proteínicas deben por si mismas ser el único alimento a ingerir, porque el exceso de proteínas debe convertirse de alguna forma en azúcares para que no se acumulen en la sangre. Necesariamente no deben consumirse hidratos extras ni grasas, ya que estas se usarán primero antes que las proteínas como alimentos. Pero necesitamos las grasas para realizar muchas funciones internas además de quemarlas, como los recubrimientos neuronales y la vesícula, además de muchos procesos que requieren de ácidos grasos para funcionar correctamente, a nivel celular. Las consecuencias a largo plazo de una dieta de proteínas pueden ser peligrosas y de hecho, abandonar una dieta de este tipo termina generalmente en obesidad ya que el metabolismo ya no tolera bien la ingesta de las otras sustancias (no es raro que atletas musculados que han seguido este tipo de dietas terminen encontrándose con serios problemas de peso tras abandonar la vida deportiva activa).

Con esto cierro por ahora la metabolización de alimentos y su influencia en nuestra salud. Debemos comprender que lo que introducimos en nuestro cuerpo no sólo está rico sino que afecta a cada segundo de nuestra existencia y condiciona nuestra vida de muy diversas maneras. Las enfermedades y molestias menores que padecemos a diario son consecuencia directa o indirecta de un uso indebido de los alimentos y su combinación en nuestro interior. Además las consecuencias se complican por el hecho de que cada uno de nosotros somos únicos en todos los sentidos y nuestras químicas son diferentes. Debemos conocer nuestros cuerpos y entender como afectan los alimentos a nuestro desarrollo y decurso vital. Nuestra felicidad y los de nuestro alrededor (y una vida larga y saludable) dependen de ello.

Fuente: http://revolucioninterior.wordpress.com/2013/07/15/nuestro-alimento-es-nuestra-medicina-i/

Nuestro alimento es nuestra medicina I

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

xxx