El plano Mental y la segunda muerte
Quien más quien menos sabe que el alma, tras la muerte física, se despoja del cuerpo e irrumpe en una nueva esfera de realidad en la que existen tantas franjas vibratorias o espacios dimensionales como estados emocionales, deseos y creencias pueda llegar a albergar una persona. Desde las capas más densas en las que moran los seres que siguen apegados a un mundo material al que ya no pertenecen y aquellos que sufren a causa de sus propios sentimientos de culpa y remordimiento, hasta las más altas cotas que acogen a quienes sintonizan abiertamente con las más bellas resonancias de amor, alegría, júbilo y concordia.
Me estoy refiriendo a la esfera astral, un mundo intermedio que hace de puente entre el mundo terrenal y el mundo espiritual, y en cuya cúspide se encuentra el plano Mental; una extensa zona de confluencia en la que conviven armoniosamente estas refinadas frecuencias de tipo emocional, con las múltiples formas de pensamiento que discurren ajenas al influjo de las bajas pasiones.
En las antiguas escrituras védicas no hay referencia alguna acerca de un plano ubicado entre la esfera astral y la causal. Para estos sabios pre-hinduistas en cada ciclo vital el alma del hombre permanecía encerrada en tres cuerpos distintos: el físico, el astral y el causal. El físico, obviamente el más denso y restrictivo de los tres, contenía los instintos vitales del ser humano; el astral albergaba tanto la psique como los aspectos emocionales de una persona y, por último, el causal, era el vehículo con el que se podía acceder al sutil mundo de las ideas. Los teósofos sin embargo al describir la constitución septenaria del ser humano, otorgaron al cuerpo astral la totalidad de su dimensión emocional y dividieron los aspectos mentales en dos cuerpos bien diferenciados: el causal, dotado de una mente superior y abstracta (manas) y el mental, encargado de alojar una mente inferior concreta, racional y egoica, que se situaría en la cúspide del denominado “cuaternario inferior”. Esta mente inferior que los teósofos extrajeron de los antiguos textos védicos y cuyo nombre en sánscrito (kama-manas) significa “mente de deseo”, es el cuerpo mental que reside en el plano mental (dentro de la esfera astral) y que junto a los aspectos físicos y emocionales de una persona conforman la personalidad transitoria que el Ser adquiere para cada nuevo ciclo vital.
En resumen, que una vez completada la experimentación en los mundos físico y astral (emocional), quien haya sido capaz de dejar atrás la envidia, los celos, el rencor, los burdos deseos materiales y todo el cúmulo de densas emociones y confusiones que no hacían más que enturbiar la auténtica magnificencia del Ser, tendrá el privilegio de gozar de una vida sumamente placentera en un entorno mucho más sutil, luminoso y radiante que cualquier otro de los que pueblan la enorme esfera astral.
Podría decirse que el grado de felicidad, paz y lucidez en el que aquí uno se encuentra, se corresponde con el verdadero “cielo” al que aluden la mayoría de las religiones en su sentido más místico y profundo, o al Devachán de las antiguas tradiciones esotéricas; es decir, un espacio dimensional que trasciende los tradicionales sistemas de creencias del medio astral y en el que se goza de la mayor de las dichas hasta el momento de tener que volver a nacer.
En el plano mental se sabe bien que todo ser persigue un mismo fin: redescubrirse a sí mismo como ser divino, eterno e inmortal, con lo cual no hay lugar aquí para las creencias excluyentes ni las identificaciones con símbolos y rituales que separan a unos y otros. Pero trascender un sistema de creencias no significa tener que renunciar a una creencia en particular ni a la fe, al contrario, uno puede seguir profesando un determinado credo solo que al hacerlo desde una perspectiva mucho más elevada ello trae consigo un mayor grado de conocimiento y comprensión. Una comprensión que pasa necesariamente por un profundo y sincero respeto por la diversidad. Y es que de nada sirve llevar una vida consagrada al culto religioso o a la espiritualidad mientras siga habiendo un componente de aversión hacia otras ideologías de carácter existencial así como un cierto menosprecio por otras formas de pensamiento basadas en la incredulidad y el escepticismo.
Por sorprendente que parezca, muchas de las personas que en su actual vida terrena manifiestan un claro desinterés por todo aquello que pueda enmarcarse dentro del ámbito de lo espiritual, probablemente en anteriores episodios de su existencia habrán dedicado vidas enteras al culto religioso y a la adoración. Su falta de interés en esta vida podría muy bien deberse a que su propósito en esta ocasión estaría fijado en perseguir otros fines, desarrollarse en otras vías de conocimiento o simplemente en experimentar otras facetas de la vida, pero en cualquier caso nadie pone en duda que hasta los más acérrimos ateos pueden ser personas tan nobles, leales, honradas, compasivas, bondadosas y altruistas, como aquellas a quienes se les atribuye una tendencia más espiritual.
Hay una bonita cita de Emmanuel Swedenborg que dice “El Cielo está dónde el hombre ha colocado su corazón». Es decir, que nuestros intereses y motivaciones en la vida terrena es lo que determinará nuestro lugar en el «cielo». Así es que cuando el eje central en torno al cual gira la vida de una persona es su dimensión intelectual, como suele ocurrir en el caso de científicos, estudiosos, escritores, filósofos y todo aquél cuya energía predominante sea de tipo mental; también ellos encontraran en este plano su lugar de consonancia y aquí se dirigirán siempre y cuando no se hayan sido previamente retenidos por franjas más densas de energía a causa de sus propios deseos y apegos materiales, emocionales e incluso mentales que se hallan diseminados por el vasto astral.
La segunda muerte
Sin embargo, a pesar de que en los innumerables mundos que orbitan el plano mental no existe vejez, enfermedad ni muerte, los seres que allí residen no pueden dejar de sentirse un tanto inquietos ante la certeza de que tarde o temprano deberán despojarse de su cuerpo mental y transitar a una nueva esfera de realidad de la que apenas saben nada; la esfera causal. O sea, algo parecido a lo que le ocurre al hombre en el plano físico ante la incertidumbre de lo que pueda pasarle al exhalar su último aliento, aunque en esta ocasión con una diferencia significativa. El temor al que uno se enfrenta aquí ya no es el de si habrá o no habrá un más allá donde la vida sigue, pues a estas alturas cualquier habitante de la esfera astral sabe perfectamente y por experiencia propia que la vida es inherente al Ser y que ésta no cesa al mudar su cuerpo, por lo que el motivo de su inquietud es otro. El cuerpo mental es el más sutil de los cuatro cuerpos inferiores del ser humano (físico, etérico, astral y mental) y en él reside la identidad personal y el ego. Por lo tanto, el ser que está a punto de abandonar el plano mental para disponerse a ingresar de manera consciente al plano causal, el reto al que se enfrenta es ni más ni menos que el de tener que desprenderse de su personalidad.
Pero ¿qué es la personalidad?
La personalidad de cualquier individuo aglutina todo un cúmulo de referencias a su persona como son por ejemplo un nombre, un rostro, un cuerpo, una historia, unas raíces, un país de residencia, una función social, un oficio, unos lazos familiares y afectivos, unas creencias, unas ideologías, unas habilidades, unos gustos, etc., así como toda una serie de vivencias que han ido modelando un carácter, una forma de ser y una impronta muy particular que le identifica como un ser único e irrepetible.
Es comprensible entonces que ante la expectativa de tener que abandonar todo con lo que uno se identifica y siente como propio, aparezca inquietud e incluso temor, pues a priori, esto parecería ser algo semejante a la propia extinción. Ésta es por tanto la más dura prueba a la que uno se enfrenta en este nuevo tránsito ya que la personalidad que forjó en el plano físico y que le ha ido acompañando a lo largo de todo un ciclo vital, astral y mental, está tan sumamente arraigada a lo que cada uno cree ser, que resulta tremendamente difícil imaginarse una vida sin ella. Y el ego por su parte, aunque mucho más debilitado en estas elevadas regiones que cuando estaba recubierto por múltiples capas de deseo, necesidad e instintos primarios, también se opondrá con todas sus fuerzas a que se produzca lo que en último término resulta del todo inevitable: su disolución.
Esta es la “segunda muerte” a la que uno se enfrenta al ver concluir su estancia en el sutil mundo de manifestación mental. Pero desprenderse del cuerpo mental y la personalidad que este lleva consigo en ningún caso supone aniquilar al Ser, pues todo cuanto ha acontecido en nuestras vidas queda perfectamente recogido e integrado en una conciencia mayor; la conciencia de nuestro verdadero Yo.
Cruzar por tanto el umbral de la esfera astral significa abandonar definitivamente los diferentes mundos de ilusión en los que habíamos estado viviendo hasta entonces para regresar al imperecedero mundo espiritual al que pertenecemos. Es como retirar el tupido velo que se interponía entre el ser egoico de la vida actual y el Ser divino y eterno que siempre ha estado presente en lo más profundo de nuestro interior. Precisamente en esto consisten las ancestrales disciplinas del yoga y la meditación. En sus múltiples variantes todas ellas lo que hacen es llevarnos a un estado de calma interior que nos permita trascender las envolturas física, emocional y mental, para que de este modo podamos unirnos a nuestra esencia más pura y primordial.
Esta sensación de paz, comunión y felicidad serena que tan bien conocen quienes practican regularmente alguna de estas técnicas, es lo que mejor puede explicar en qué consiste disolver nuestra personalidad o Yo inferior, en la magnificencia de nuestro espíritu, Yo Superior o verdadero Ser.
Autor: Ricard Barrufet Santolària, redactor en la gran familia de hermandadblanca.org
del libro: “Planos de Existencia, Dimensiones de Conciencia”
www.afrontarlamuerte.org – comprendiendoalser@gmail.com
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