Dharma «Filosofia de La Conducta», de Annie Besant

Rosa (Editora)

Annie Besant con cabeza apoyada en la mano CAPITULO 4: EL BIEN Y EL MAL

En  nuestras dos últimas reuniones hemos puesto nuestra atención y fijado nuestro pen­samiento, en lo que pudiera llamar, en una gran medida, el lado teórico de este problema com­plicado y difícil. Hemos tratado de comprender como nacen las diferencias naturales. Hemos procurado apoderarnos de esta idea sublime: que este mundo, en un principio simple ger­men vital, dado por Dios, debe crecer hasta convertirse en la imagen de Aquél de quién ha emanado. La perfección de esta imagen no pue­de alcanzarse, según hemos visto, más que por la multiplicidad de las cosas finitas!.

La perfec­ción consiste en esta multiplicidad; pero esta misma multiplicidad que se ofrece a nuestra vista, implica necesariamente la limitación de cada objeto. Hemos visto también que, en vir­tud de la ley de desenvolvimiento, la naturaleza interior evolucionante, debe presentar en el universo, en un solo y mismo momento, todas las variedades posibles. Habiendo alcanzado es­tas diversas naturalezas un grado de evolución diferente cada uno, no podemos tener las mis­mas exigencias para todas, ni esperar que todas llenen las mismas funciones. Es preciso estu­diar la moralidad desde el punto de vista del que debe practicarla. Al decidir lo que es bueno o malo para un individuo determinado, debe considerarse el grado de desenvolvimiento al­canzado por este individuo.

El bien absoluto sólo existe en Ishvara. Nuestro bien y nuestro mal dependen, en gran manera, del grado de evolución alcanzado por cada uno de nosotros. Voy a tratar hoy de aplicar esta teoría al modo de vivir. Conviene examinar si, en el curso de nuestro estudio, hemos obtenido una idea razonable y científica de lo que es la moralidad, con el fin de no compartir las confusas nociones esparcidas en nuestros días. Vemos bien un ideal presentado como debiendo realizarlo en la vida; pero también encontramos que los hombres son absolutamente incapaces hasta de tomarlo como objetivo, Notamos la más pe­nosa divergencia entre la fe y la práctica. La moralidad no existe, sin tener sus leyes, Como todo el universo es la expresión del pensamien­to divino, también la moralidad tiene sus con­diciones y sus límites, Por esto cabe la posibi­lidad de ver surgir un cosmos del presente caos moral y aprender lecciones morales prácticas, que permitirán a la India crecer, desenvolverse, llegar a ser un modelo para el mundo, recobrar su antigua grandeza y manifestar de nuevo su antigua espiritualidad. En los pueblos occidentales se cuentan tres escuelas de moral. Debemos recordar que el pensamiento occidental tiene una gran influen­cia sobre la India, muy especialmente sobre la generación que se está desarrollando y en la que se fundan las esperanzas de la India. Es, pues, necesario tener algunas nociones, sobre las escuelas de moral (diferentes por sus teorías y sus enseñanzas) que existen en occidente, aunque sólo sea para evitar lo que tienen de estrechas y aprovechar lo bueno que pueden ofrecer.

Una de estas escuelas dice que la revelación de Dios es la base de la moral. A esto replican sus adversarios que existen en el mundo mu­chas religiones y cada una tiene su revelación particular. Esta variedad de escrituras sagradas hace difícil, dicen ellos, afirmar que una sola revelación debe ser considerada como fundada en la Autoridad suprema. Que cada religión considere su propia revelación como superior a las demás es natural Pero en estas controver­sias ¿cómo podría el investigador formar una opinión? Se dice también que esta teoría peca por su base, como todos los códigos de moral estable­cidos sobre una revelación dada de una vez para siempre. Para que una ley moral pueda ser útil al siglo que la recibe, es preciso que su carácter sea apropiado al de este siglo. A me­dida que una nación evoluciona y que pasan por ella miles y miles de años, vemos que lo que le convenía a esta nación en su primera edad, no le conviene ya en su edad viril. Mu­chos preceptos, útiles primeramente, no lo son hoy que sus condiciones han variado. Esta di­ficultad es reconocida y se encuentra su respuesta en las Escrituras Indas, si las estu­diamos, porque estas nos ofrecen una inmensa variedad de enseñanzas morales convenientes a todas las categorías de alma en evolución. Hay en ellas preceptos tan sencillos, tan claros, tan precisos, tan imperativos, que el alma más jo­ven puede obtener provecho de ellas. Pero ve­mos también que los Rishis no consideran estos preceptos aplicables al avance de un alma ya desenvuelta. La sabiduría antigua nos demuestra que cier­tas enseñanzas se daban a algunas almas avan­zadas; enseñanzas que en aquella época eran por completo incomprensibles para las masas. Tales enseñanzas estaban reservadas a un círcu­lo interior formado por almas que habían al­canzado la madurez de la raza humana. La re­ligión Indú ha considerado siempre la pluralidad de escuelas de moral como necesaria al desenvolvimiento del hombre. Pero cada vez que en una gran religión, este principio no es expresado, encontraréis una cierta moral teó­rica que no está en relación con las crecientes necesidades del pueblo. Tiene por consiguiente algo de quimérico y nos da el presentimiento de que no es razonable permitir hoy lo que era permitido a una humanidad en su infancia. Por otra parte encontráis, esparcidos en toda Escritura, preceptos de carácter más elevado, a los que pocos son capaces de obedecer, aún con la intención.

Cuando un mandamiento apro­piado a un ser casi salvaje, es declarado obli­gatorio para todos; cuando, emanando del mis­mo erigen que el mandamiento dado a un santo, se dirige a los mismos hombres, entonces surge en nosotros el sentimiento de que eso no debe ser y de ello resulta una perturbación en nues­tras ideas. Otra escuela ha nacido dando la intuición como base de la moral y diciendo que Dios habla a cada hombre por la voz de su conciencia. Sostiene, que pueblo tras pueblo, recibe la re­velación; pero que nosotros no estamos sujetos a ningún libro especial, siendo la conciencia el árbitro supremo. Se objeta a esta teoría que la conciencia de un hombre tiene la misma auto­ridad que la de otro. Si vuestra conciencia di­fiere de la de otro ¿cómo decidir entre ambas, entre la de un hombre ignorante y la de un místico iluminado? Si, admitiendo el principio de la evolución, decís que es preciso tomar por juez la conciencia más alta que se pueda en­contrar en vuestra raza, la intuición no puede entonces servir de base sólida de la moral y por el hecho mismo de admitir la variedad, destruís la roca sobre la que queréis edificar. La conciencia es la voz del hombre interno que recuerda las lecciones del pasado. Esta expe­riencia que se pierde en la noche de los tiempos, le permite juzgar hoy tal o cual línea de conducta. La llamada intuición es el resultado de infinitas encarnaciones. Del número de encar­naciones depende la evolución de una mentali­dad que determina, para el hombre presente, la cualidad de la conciencia. Una intuición de tal género, sin nada más, no podría ser un guía su­ficiente para la moral. Necesitamos una voz que ordene y no la confusión de las lenguas. Nece­sitamos de la autoridad del maestro y no del rumor confuso de las multitudes. La tercera escuela de moral es la utilitaria. Sus puntos de vista, tal como son presentados generalmente, no son razonables ni satisfacto­rios. ¿ Cuál es la máxima de esta escuela? «El bien es lo que contribuye a la mayor dicha del mayor número». ¿El mal es lo que no contribuye a la mayor dicha del mayor número?». Esta máxima no resiste el análisis.

Notad las pa­labras: «la mayor dicha del mayor número». Tal restricción hace inaceptable esta máxima para una inteligencia esclarecida. No se trata de mayoría cuando la humanidad está en juego. Una cola vida es su raíz, un solo Dios es su fin. No podéis separar la dicha de un hombre de la dicha de su semejante. No podéis romper la sólida roca de la unidad y tomando la mayoría, concederle una dicha, dejando abandonada la minoría. Este sistema desconoce la unidad in­violable de la raza humana y por lo tanto, su máxima no puede servir de base a la moral. Esta insuficiencia resulta de que, por el hecho de la unidad, un hombre no puede ser perfec­tamente dichoso si todos los hombres no lo son también. Su dicha es incompleta mientras un solo ser permanezca aislado y desgraciado. Dios no distingue de unidades ni de mayorías, dando una vida única al hombre y a todas las cria­turas. La vida de Dios es la única vida en el universo y la dicha perfecta de esta vida es el objeto del universo. Por otra parte la máxima en cuestión cons­tituye un móvil insuficiente, porque sólo hace un llamamiento a la inteligencia desenvuelta, es decir, al alma ya muy avanzada. Dirigios al hombre de mundo ordinario, a una persona egoísta y decidle: «Es preciso practicar la re­nunciación, la virtud y la moralidad perfecta, aunque os cueste la vida». ¿Qué os responderá? Semejante hombre os dirá: «¿A qué conduce hacer todo esto por la raza humana, por hom­bres por nacer que no veré jamás?».

Si tomáis la máxima citada como definición del bien y del mal, el mártir es el mayor mentecato que ha producido la humanidad, porque deja esca­par todas las probabilidades de bienestar sin recibir nada en cambio. No podéis aceptar esta definición, salvo el caso de que se trate de un alma hermosa, muy desenvuelta y si no com­pletamente espiritual, susceptible por lo menos de una espiritualidad naciente. Hay hombres como William Kingdon Clifford que han dado a la doctrina utilitaria un grado de elevación sublime. Este autor, en su Ensayo sobre Moral, hace un llamamiento al más alto ideal y en­seña la renunciación en los más nobles tér­minos. Y él no creía en la inmortalidad del alma. En los momentos de su próxima muerte supo sostenerse cerca de la tumba creyendo que ésta era el fin de todo y predicar que la más alta virtud es sólo digna de un hombre verdadero, porque él se la debe a un mundo que todo se lo ha dado. Pocas almas saben en­contrar, en una perspectiva tan sombría, tan bella inspiración. Necesitamos una definición del bien y del mal que atraiga a todos los hombres y no solamente a aquellos que menos necesidad tienen de su aguijón. ¿ Qué surge de todas estas controversias? La confusión y peor aún, una aceptación externa de la revelación que en realidad se deja a un lado.

Tenemos, en resumen, una revelación modificada por el uso; he aquí donde nos hace llegar esa confusión. Teóricamente la revelación es mirada como la autoridad y en la práctica se hace abstracción de ella porque resulta bas­tante imperfecta. Consecuencia absurda: aque­llo que es declarado autoridad es rechazado en la vida y el hombre lleva, con poca fortuna, una existencia ilógica, sin ton ni son, sin tener por base ningún sistema preciso y razonable. ¿Podemos encontrar en la idea del Drama una base más satisfactoria, sobre la que pueda ser inteligentemente edificada la manera de vivir? Que el individuo haya llegado en su evolución a un nivel poco avanzado o muy elevado, la idea del Dharma implica la exis­tencia de una naturaleza interior desarrollán­dose en el curso de su crecimiento.

Hemos visto que el mundo, en su conjunto, evoluciona (de la imperfección a la perfección, del germen al hombre divino), se eleva de nivel en nivel se­gún cada grado de vida manifestada, Esta evo­lución tiene su causa en la voluntad divina. Dios es la potencia motriz, el espíritu director del conjunto. Tal es su manera de construir el mundo, tal es el método que El ha adoptado para que los espíritus, Sus hijos, puedan pre­sentar algún día la imagen de su Padre. ¿Esto mismo no implica la existencia de una ley? El bien es aquello que trabaja de acuerdo con la voluntad divina, en la evolución del Universo, e impulsa esta evolución en su marcha hacia la perfección, El mal es aquello que retarda o impide la realización de los designios divinos y tiende a hacer retrogradar al Universo hacia un grado inferior a aquel a que le conduce la evolución. La vida se desenvuelve pasando del mineral al vegetal, del vegetal al animal, de éste al hombre animal y del hombre animal al hombre divino. El bien es lo que contribuye a la evolución hacia la divinidad; el mal es lo que la hace retroceder y retarda su marcha. Examinemos esta idea por un momento; qui­zás así obtendremos una clara noción de lo que es la ley y no volveremos a sentirnos pertur­bados por este aspecto relativo del bien y del mal.

Colocad una escalera cuyo pié descanse en esta sala y hacedla sobresalir por encima del techo. Suponed que uno de vosotros está situado en el quinto escalón, otro sobre el segundo y un tercero en el piso de la gala. Para el que está en el quinto escalón, sería descender el colarse junto al que está en el segundo, pero para el que está sobre el piso, el unirse al que está en el segundo escalón, sería subir. Su­poned que cada escalón representa una acción; cada una de ellas será a la vez moral e inmoral, según el punto de vista en que nos coloquemos. Descender del escalón superior al inferior es, para el hombre más elevado, oponerse a la evo­lución. Actuar así es pues, para él inmoral. Pero para el hombre inferior es moral elevarse a tal escalón, porque así se conforma al sentido de su evolución. Dos personas pueden estar en el mismo escalón, pero si una sube y la otra desciende, la acción es moral para la primera e inmoral para la otra. Comprendido esto bien, vamos a comenzar a desenvolver nuestra ley.

He aquí dos jóvenes. Uno, es capaz e inte­ligente, pero ama mucho lo que es agradable físicamente, la mesa y todo lo que procura un placer sensual. El otro presenta los signos de una espiritualidad naciente, es vivo, avisado e inteligente. Supongamos un tercero, dotado de una naturaleza espiritual muy desenvuelta. Te­niendo estos tres jóvenes, ¿a qué móvil acudi­remos para ayudar la evolución de cada uno? Comencemos por el primero, muy inclinado al placer sensual. Si yo le digo: «Hijo mío, tu vida no debe presentar el menor vestigio de egoísmo. Es necesario vivir en el ascetismo», él se enco­gerá de hombros y se marchará. Con esto, no le habré ayudado a subir un solo escalón. Si le digo: «Hijo mío, tus placeres te dan una ale­gría momentánea, que te arruinarán física­mente y destruirán tu salud. Mira a aquel hom­bre, envejecido antes de tiempo, que se dejó arrastrar a una vida sensual. Ese será tu por­venir si continúas. ¿No es mejor consagrar una parte de tu tiempo a tu cultura intelectual, a tu instrucción, de modo que puedas escribir un libro, componer un poema o emplear tus es­fuerzos en alguna empresa? Tu puedes ganar dinero, asegurarte la salud y la celebridad y por tal tentativa, satisfacer tu ambición. Con­sagra de tiempo en tiempo una rupia a la ad­quisición de un libro en vez de malgastarla en una cena. Hablándole así a este joven, desper­taré en él la ambición, una ambición egoísta, es cierto; pero la facultad de responder al lla­mamiento de la renunciación no existe todavía en él.

El móvil de su ambición es egoísta, pero es un egoísmo más elevado que el del placer sensual que había en él y mi enseñanza, dando al joven algún fin intelectual, lo coloca por encima del bruto, elevándolo al nivel del hom­bre que desarrolla su inteligencia y ayudándolo así a elevarse sobre la escala de la evolución; mi enseñanza es más sabia que lo sería la de un renunciamiento personal impracticable. Ella le presenta, no un ideal perfecto, sino un ideal a su alcance. Si me dirijo al joven intelectual, cuya espi­ritualidad se despierta, le presentaré como ideal el servicio de su país, haciendo de ello su fin y su objetivo, mezcla de egoísmo y de desinterés, ampliando así su ambición y acti­vando su evolución. Y cuando llego al joven dotado espiritualmente, dejo de lado todos los móviles inferiores e invoco, por el contrario, la ley eterna de la renunciación, la consagra­ción personal a la Vida única, el culto de los Grandes Seres y de Dios. Le enseñaré el Vi­veka (discernimiento entre lo real y lo iluso­rio) y el Vairagya (indiferencia por todo lo que no es real) para ayudar así a la naturaleza espiritual a desenvolver sus infinitas posibili­dades. Comprendiendo, pues, que la moralidad es relativa, podremos trabajar con fruto. Si no sabemos ayudar a cada alma, cualquiera que sea su nivel, es porque somos maestros sin experiencia. En toda nación, ciertos actos determinados son declarados malos, tales como el asesinato, el robo, la mentira, la bajeza. En todas estas cosas se reconocen crímenes.

Esta es la idea general, pero no es corroborada por los hechos. ¿Hasta qué punto, en la práctica, son reconocidas estas cosas morales o inmorales? ¿Por qué se admite que son malas? Porque la masa de la nación, en su evolución, ha alcan­zado un cierto nivel, porque la mayoría de la nación ha llegado sensiblemente al mismo grado de desarrollo y por ello, mira estas co­sas como malas y contrarias al progreso. Por tanto, la minoría que se encuentra por debajo de este nivel, es considerada como compuesta de criminales. La mayoría ha llegado, en su evolución, a un nivel superior: y la mayo­ría hace la ley. Los que no pueden alcanzar ni aun el nivel inferior de la mayoría, son lla­mados criminales. Dos tipos de criminales se nos presentan. En los de la primera categoría, no podemos hacer ninguna impresión, aún cuando apelemos a sus sentimientos del bien y del mal. El público ignorante los trata de criminales endurecidos. Pero esta manera de ver es errónea y origina deplorables consecuen­cias.

Ellos no son más que almas ignorantes, de poca edad, almas jóvenes, niños en la escuela de la vida. No los ayudaremos a elevarse piso­teándolos y persistiendo en maltratarlos con el pretexto de que apenas: son superiores al bruto. Deberemos emplear todos los medios posibles, todo lo que nuestra razón pueda sugerimos, para guiar e instruir a estas almas-niños y for­mados para una vida mejor. No los tratemos como criminales endurecidos, puesto que sólo son niños en cría.

El otro tipo de criminales comprende a aquellos que sienten hasta cierto punto remor­dimientos y se arrepienten después de cometido el crimen, sabiendo que han procedido mal. Estos están en un nivel más elevado que los anteriores y son susceptibles de ser ayudados en el porvenir y de resistir al mal, gracias al mismo sufrimiento que les impone la ley hu­mana. Yo he dicho que todas las experiencias eran necesarias para hacer posible al alma la distinción entre el bien y el mal, hasta el mo­mento en que lleguemos a distinguirla, pero no más tiempo. Desde el momento en que los dos modos de acción os parezcan diferentes, sabéis que el uno es bueno y el otro es malo. Enton­ces, si elegís el mal camino, pecáis, violáis la ley que ya conocéis y admitís. Un hombre que llega a este punto peca, porque sus deseos son imperiosos y le impulsan a elegir el mal ca­mino. El sufre y con justicia, si obedece a tales deseos. Desde el momento en que se tiene el cono­cimiento del mal, ceder al deseo es una degra­dación voluntaria. La experiencia del mal es necesaria solamente antes que el mal sea reco­nocido como tal y con el fin de que pueda serlo. Cuando ante un hombre se presentan dos partidos que no parecen diferentes, puede to­mar indistintamente uno u otro sin hacer mal. Pero si una acción es reconocida como mala, es una traición a nosotros mismos permitir que el bruto que está en nosotros se sobreponga al Dios que está en nosotros.

Esto es en realidad lo que es el pecado; esta es la condición de la mayor parte de los hombres (no digo de todos) que cometen el mal hoy. Esto expuesto examinemos algo más de cerca algunas faltas. Tomemos el asesinato. Vemos que el sentido común de nuestra sociedad es­tablece una distinción entre matar y matar. Un hombre colérico se arma con un cuchillo y apu­ñalea a su enemigo y la ley lo califica de ase­sinato y lo hace ahorcar. Millares de hombres se arman y asesinan a otros miles y este modo de matar se llama la guerra. La gloria y no el castigo espera al que mata de esta manera. La misma multitud que vilipendia al asesino de un enemigo solo, aclama a los hombres que matan millares de enemigos, ¿Por qué esta extraña anomalía? ¿Cómo explicarla? ¿Qué hay aquí para justificar la decisión de la sociedad? ¿Existe una distinción entre los dos hechos, que justifique la diferencia de apreciación? Sí, la guerra es una cosa que levanta cada vez más las protestas de la conciencia pública y esto nos comprueba que la conciencia pública se desenvuelve. Pero, si bien nosotros debemos hacer todo lo posible para impedir la guerra, extender la paz y educar a nuestros hijos en el amor a la paz, no por eso deja de existir una distinción real entre la conducta de un hombre que mata por perversidad personal y la manera de matar que emplea la guerra.

Es tan profunda la diferencia, que voy a extender­me algo sobre ello. En el primer caso, es un rencor personal el motor y se siente una per­sonal satisfacción; sólo se ve un fin personal y solo se busca una ventaja. En el segundo caso, si los hombres se matan unos a otros, es por obediencia a las órdenes de sus superiores, úni­cos responsables de la legitimidad de la guerra. No menos reconozco que sólo la disciplina mi­litar presenta ventajas de extrema importancia para los hombres sometidos a su escuela. ¿ Qué aprende el soldado? Aprende la obediencia, la actividad, la exactitud, la acción rápida, a soportar voluntariamente las pruebas físicas sin lamentarse ni murmurar. Aprende a arriesgar su vida y a sacrificada por una causa ideal. ¿No es esta una escuela que tiene su sitio en la evolución del alma? ¿No ganará algo el alma en esta escuela? Cuando el ideal patriótico inflama el corazón, cuando por él, hombres gro­seros, comunes y sin educación hacen el sacri­ficio de la vida, aunque sean fracasados, vio­lentos, faltos de templanza, no por eso dejan de pasar por una escuela que en futuras existencias, hará de ellas hombres mejores y más elevados.

He aquí una expresión empleada por un in­glés de raro talento, Rudyard Kipling. El hace decir a los soldados que quieren batirse por la viuda que está en Windsor. Tal frase puede parecer algo ruda, pero para el hombre que muere de hambre, que es mutilado en el campo de batalla, es bueno tener presente la imagen de su Reina-Emperatriz, madre de millones de hombres y darle su vida, aprendiendo así por primera vez la belleza de la fidelidad, del valor y de la abnegación. He aquí la diferencia que muy obscuramente sentida por las masas, dis­tingue el asesinato cometido por un motivo per­sonal y el de la guerra. En el primer caso el móvil es egoísta, en el segundo procede de un yo más amplio, el yo nacional. Al considerar estos asuntos de moralidad es­tamos frecuentemente, en nuestros actos, lejos de la realidad. Hay muchos robos, mentiras y asesinatos que las leyes humanas no castigan, pero de los cuales toma nota la ley Karmica y los hace recaer en sus autores. Muchos robos se ocultan bajo el nombre de negocios, muchas violencias se disfrazan con el nombre de co­mercio, muchas falsedades bien presentadas son llamadas diplomacia.

El crimen reaparece bajo formas sorprendentes, disfrazado y oculto y los hombres deben aprender vida tras vida, a pu­rificarse a sí mismos. Aquí se presenta, antes que lleguemos a definir la esencia del mal, otro punto que no puede pasar en silencio: el del pensamiento y la acción. Ciertas acciones que vemos efectuar, son inevitables. Vosotros no sa­béis: lo que hacéis cuando dejáis a vuestros pen­samientos seguir una mala dirección. Deseáis en pensamiento el oro ajeno; sin cesar exten­déis manos intelectuales hacia lo que no os per­tenece y así os preparáis un Dharma de ladrón.

La naturaleza íntima, interna, es la que cons­tituye el Dharma y si componéis esta natura­leza interior con malos pensamientos, renaceréis con un Dharma que os conducirá al vicio. Este mal lo cometéis irreflexivamente. ¿Cono­céis los pensamientos que existen en vosotros que están prontos a originar una acción? Se puede canalizar el agua e impedirle seguir una cierta dirección; pero si en el dique se practica una abertura, el agua, contenida hasta entonces se derramará por este pasaje y rebasará el di­que. Lo mismo sucede con el pensamiento y la acción. El pensamiento se acumula lentamente detrás del dique de las ocasiones fallidas. Vo­sotros pensáis, pensáis siempre y esta oleada del pensamiento crece, crece sin cesar detrás de la barrera de las circunstancias. En otra vida esta barrera cede y la acción se efectúa sin que ningún pensamiento nuevo haya tenido tiempo de nacer. Tales son los crímenes inevitables que a veces arruinan una bella existencia, en el momento en que los pensamientos de otras veces dan sus frutos en el presente y cuando el Karma del pensamiento acumulado se manifiesta en acción. Si, al presentarse la oca­sión, tenéis tiempo de reflexionar y de deciros: «¿Qué es lo que voy a hacer?» es que para vosotros no es inevitable la acción.

El instante de reflexión significa que podéis poner vuestro pensamiento en el lado opuesto y reforzar así la barrera. Aquí no hay excusa para cometer una acción reconocida como mala. Estas accio­nes sólo son imposibles de evitar cuando se cometen sin reflexión anterior. En este caso el pensamiento pertenece al pasado y la acción al presente. Llegamos ahora a la cuestión capital, la Separatividad. Aquí es donde en verdad reside la esencia del mal. La gran corriente de vida divina se ha subdividido, multiplicado, lo que era necesario para que fuesen posibles centros individuales y conscientes. Mientras un centro necesita crecer en fuerzas la separatividad es necesaria al progreso. Las almas, en un momento dado, necesitan ser egoístas. No pueden prescindir del egoísmo al principio de su desarrollo. Pero después la ley de la vida pro­gresiva exige a los más avanzados dejar la separatividad y tratar de realizar la unidad. Estamos ahora en el camino que conduce a la unidad; nos aproximamos más y más unos a otros. Es preciso unirnos para efectuar un nuevo progreso. El objeto final es el mismo, aunque el método haya cambiado en el transcurso de la evolución a través de las edades. La conciencia pública empieza a reconocer que no es la separatividad, sino la unidad, la que permite el verdadero desenvolvimiento de una nación. Tratamos de que el arbitraje substituya a la guerra, la cooperación a la competencia, la protección de los débiles a las brutalidades que han tenido que sufrir y todo esto porque la marcha de la evolución se dirige a la unidad y no a la separatividad. Esta simboliza el des­censo en la materia y la unificación la subida hacia el espíritu.

El mundo está en el arco ascendente, a pesar de los millares de almas retardatarias. Hoy el ideal se busca en la paz, la cooperación, la protección, la fraternidad, los socorros mutuos. El mal hoy tiene su origen en la separatividad. Pero esta idea nos lleva a someter nuestra conducta a un nuevo examen. ¿Nuestra acción presente tiene por objeto una ventaja personal o el bien general? ¿Es nuestra vida inútil y replegada en sí misma, o sirve de ayuda a la humanidad? Si nuestra vida es egoísta, es malvada, culpable e impide el progreso del mundo. Si vosotros sois de aquellos que han visto cuan bello es el ideal de la unidad y comprendido toda la perfección de la humanidad divina, de­béis borrar de vosotros esta herejía de la separatividad. Estudiando muchas de las antiguas enseñanzas y examinando la conducta de los Sabios, se presentan, desde el punto de vista moral algu­nos asuntos a veces bastante embarazosos.

Hago aquí esta observación porque puedo sugeriros un modo de razonamiento que os permita de­fender los Shastras contra una crítica capciosa y estudiar sus enseñanzas con fruto sin experimentar turbación en vuestras ideas. Un gran Sabio no da con su conducta un ejemplo que el hombre ordinario deba estar obligado a se­guir siempre. Entiendo por un gran Sabio un hombre en el cual está muerto todo deseo per­sonal, que no siente atracción hacia ningún ob­jeto terrestre, para quien la vida no es sino la obediencia a la voluntad divina, que, por último, se ofrece a sí mismo para servir de canal a la fuerza divina y verter sobre el mundo oleadas de socorro. De esta manera, llena las funciones de un Dios y las funciones de los Dioses son dife­rentes de las funciones humanas. La tierra abunda en catástrofes de todo género: guerras, terremotos, hambres, epidemias y pestes, ¿cuál es la causa de esto? La sola causa en el universo de Dios, es Dios mismo. Estos azotes que pa­recen tan terribles, tan inadmisibles, tan crue­les, son Su manera de instruirnos cuando obra­mos mal. La peste se lleva en una nación millares de hombres. Una guerra formidable cubre los campos de batalla de millares de cadáveres. ¿Por qué? Porque esta nación no está adap­tada a la ley divina de su evolución y que le es necesario que reciba del sufrimiento la lección que no quiso aprender por la razón. La peste es consecuencia del desprecio de las reglas de hi­giene. Dios es muy misericordioso para per­mitir que una ley sea despreciada por los caprichos, las fantasías y los sentimientos del hombre, tan tardío en evolucionar, sin hacerle sentir la infracción cometida. Estas catástrofes son producidas por los Dioses, por los agentes de Ishvara, que invisibles para el mundo, ha­cen respetar la ley divina como un magistrado hace respetar las leyes humanas.

Precisamente porque ellos llenan estas funciones y actúan de una manera impersonal, sus acciones no son ejemplos para seguirlos nosotros, así como la acción de un juez que recluye a un criminal en la prisión no puede ser invocada como argu­mento para que un simple ciudadano pueda tomar venganza de su enemigo. Ved, por ejem­plo, al gran sabio Narada. Le vemos provocar la guerra cuando dos naciones han llegado a un punto en que no pueden progresar más que por una lucha encarnizada y por la conquista de la una por la otra. Los cuerpos perecen y nada hay más útil para los hombres que mueren en esta forma, que la rápida supresión de sus cuerpos. Así ellos pueden, en nuevos cuerpos, encontrar condiciones más favorables para su desenvolvimiento.

Los Dioses provocan una ba­talla donde mueren millares de hombres. En nosotros sería culpable imitarlos, porque sería un pecado provocar la guerra por motivos de conquistas, ganancias, ambiciones, o por una razón de carácter personal. Pero en el caso de Narada no es así, porque los Devarshis, como él, ayudan la marcha del mundo en el camino de la evolución destruyendo los obstáculos. Tendréis una noción de las maravillas de los mis­terios del Universo cuando sepáis que lo que parece mal, visto desde el lado de la forma, es bien, visto desde el lado de la vida. Todo lo que viene es para el mayor bien del mundo. Si, «hay una divinidad que decide nuestros des­tinos». La religión tiene razón al decir que los Dioses gobiernan el mundo y guían las naciones y las traen de grado o por fuerza al camino recto cuando ellas se desvían. Un hombre absorbido por la personalidad, atraído por los objetos de deseos y de quien el yo es solamente Kama, efectuando una acción instigada por Kama, comete un crimen. Y esta misma e idéntica acción efectuada por un alma liberada, exenta de todo deseo, en cumpli­miento de una orden divina, es buena. Dado que los hombres han perdido toda creencia en la intervención de los Dioses, estas palabras pueden parecer extrañas, pero no existe energía en la naturaleza que no sea la manifestación física de un Dios ejecutando la voluntad del Su­premo. He aquí la verdadera manera de con­siderar la naturaleza.

Nosotros vemos del lado de la forma y cegados por Maya le llamamos mal, pero los Dioses rompiendo las formas, su­primen todos los obstáculos en el camino de la evolución. Ahora podemos comprender uno o dos de estos otros problemas que nos presentan fre­cuentemente los espíritus superficiales. Supon­gamos que un hombre que desea cometer un pecado no lo puede efectuar solamente por falta de oportunidad y que su deseo es cada vez más fuerte. ¿Qué es lo mejor que puede ocurrirle? La ocasión de llevar su deseo a la práctica, ¡Có­mo! ¡Cometer un crimen! Sí. Un crimen es menos pernicioso para el alma que la idea fija continua, que el desarrollo de un cáncer en el centro de la vida. Una vez cometido, ha muerto la acción y el sufrimiento que la sigue, enseña la lección necesaria.

El pensamiento, por el contrario, se propaga y vive [1], ¿Comprendéis esto? ¿Sí? Entonces comprendéis también porqué en las Escrituras, encontráis un Dios colocando al paso del hombre, la ocasión de cometer un crimen al que aspira y que realmente co­metía ya en su corazón. El deberá expirar su pecado, pero el sufrimiento que le espera le instruirá. Si nada hubiese impedido crecer este mal pensamiento en su corazón, habría gradualmente arruinado la naturaleza moral del hombre. Es como un cáncer, cuya rápida su­presión es lo único que impide el contagio de todo el cuerpo. Es preferible para tal hombre pecar y sufrir en seguida, que desear pecar y no encontrar más obstáculo que la falta de ocasión, preparándose así una degradación ine­vitable en vidas futuras. Lo mismo es cuando un hombre progresa rá­pidamente y subsiste en él una debilidad oculta, o el Karma pasado no ha sido extinguido, o no se haya expiado una mala acción. Este hombre no será liberado mientras el Karma no se haya extinguido o la deuda no sea pagada. ¿ Cuál es el partido más misericordioso que se puede to­mar? Es el de ayudar a este hombre a pagar su deuda, en la angustia y en la humillación para que el sufrimiento consiguiente a la falta pueda extinguir el Karma del pasado.

Es decir, que un obstáculo que impedía su liberación se ha alzado en su camino. Dios trae la tentación para derribar la última barrera. Me falta tiempo para desarrollar en sus detalles tan importante idea, pero os encargo que la desarrolléis voso­tros mismos. Sí después, de haberla asimilado leéis un libro como el Mahabharata, compren­deréis la acción de los Dioses trabajando en el huracán y en el rayo de Sol, en la guerra y en la paz y veréis que todo va bien, suceda lo que quiera para el hombre o la nación, porque la más alta sabiduría y el más tierno amor los guían al fin que les está asignado. Todavía una palabra, una palabra que me atreva a deciros a vosotros, que parcialmente me habéis seguido en el estudio de un asunto tan difícil y abstruso. Nosotros podemos subir más alto aún. Sabed que existe un fin supremo. Los últimos pasos que nos conducen a él no son los que Dharma pueda guiar. He aquí las admirables palabras del gran Instructor Shri Krishna.

Veamos como en su enseñanza final, É1 menciona lo que sobrepasa en sublimidad a todo lo que nos hemos atrevido a bosquejar. Ved su mensaje de paz: Escuchad todavía Mi palabra suprema, la más secreta de todas. Tú eres mi bien amado; tu corazón es firme; así te hablaré, Yo, por tu bien. Que tú Manas se pierda en Mí. Conságrate a Mí. Ofréceme tus sacrificios. Postérnate ante Mí y tú vendrás hasta Mí. Abandonando todos los Dharmas, ven a Mí como tu único refugio. No te aflijas. Ya te libraré de todo pecado. (Bhagavad Gita, XVIII, 64 – 66). Mis últimas palabras se dirigen a aquellos cuya vida se resume en un ardiente deseo de sacrificarse por Él. Ellas tienen derecho a estas últimas palabras de esperanza y de paz. El Dharma llega a su fin. El hombre no tiene más que un deseo: el Señor. Cuando el alma ha lle­gado a este grado de evolución en que nada pide al mundo y se da por completo a Dios, cuando ninguna llamada del deseo tiene acción sobre él, cuando el corazón, por el amor, ha ga­nado la libertad, cuando todo el ser se lanza a los pies del Señor, entonces, dejad todos los Dharmas, no son para vosotros. No es para vosotros la ley del desenvolvi­miento, ni la necesidad de equilibrar los de­beres, ni el examen severo de la conducta. Os habéis entregado al Señor y nada hay en vosotros que no sea divino.

¿Qué Dharma po­dría corresponderos todavía? Unidos a El, no tenéis existencia separada, vuestra vida está en El. Su vida es la vuestra. Podéis vivir en el mundo, pero solo sois Sus instrumentos. Estáis en El por entero. Vuestra vida es la de Ishvara y el Dharma no puede hacer presa en vosotros. Vuestra devoción os ha liberado, porque vues­tra vida está en Dios Tal es la palabra del Maestro. Tal es el pensamiento que yo deseo dejaros al terminar. Y ahora, hermanos, adiós. Nuestro trabajo en común ha terminado. Después de haber ex­puesto imperfectamente un asunto tan inmenso, dejadme pediros que escuchéis el pensamiento que está en el mensaje y no las palabras del mensajero, que abráis vuestros, corazones a la idea y olvidéis los labios que imperfectamente la han presentado. Recordad que, en nuestro ascenso hacia Dios, es necesario ensayar, aún­ que sea de modo imperfecto, trasmitir a nues­tros hermanos algo de esa vida que tratamos de alcanzar. Olvidad la que os habla, pero recordad la enseñanza. Olvidad las imperfecciones; son del mensajero, no del mensaje. Adorad al Dios, cuyas enseñanzas habéis estudiado y perdonad, en vuestra caridad, las faltas que Su servidora ha podido cometer al presentároslas. ¡Paz a todos los seres!

FIN


[1] Esto no significa que un hombre deba cometer un pecado en lugar de luchar contra él. Tanto como lu­che, es mejor para él y adquiere fuerzas, El caso de que se trata es aquel en que no hay lucha y en que el hom­bre sólo deja de cometer el crimen. Por falta de ocasión. En este caso, cuanto mas pronto se presente la ocasión. tanto mejor para el hombre. El deseo acumulado rompe sus diques, el deseo realizado trae el sufrimiento; el hombre aprende una lección necesaria y se encuentra purgado de un veneno moral que aumentaba incesantemente.

 Extracto del libro: Dharma  “Filosofia de La Conducta” de Annie Besant.  CAPITULO 4: EL BIEN Y EL MAL

Dharma  “Filosofia de La Conducta” de Annie Besant

 

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