La Inmortalidad del Ser. No es posible morir porque no es posible dejar de existir
Somos conscientes de que la impermanencia es inherente al mundo manifestado, con lo cual, nuestra muerte física es inevitable. Esta es una realidad que a nadie se le escapa, pero si en lugar de arrojarnos a un mar de temores y ansiedades vamos un poco más allá de esta evidencia biológica e indagamos con mayor hondura acerca del verdadero significado de la existencia, tarde o temprano llegaremos a la inequívoca conclusión de que somos mucho más que un cuerpo y que en realidad no es posible morir por el simple hecho de que no es posible dejar de existir. Quien abrace con absoluta convicción una Verdad tan profunda y sublime como ésta, acabará sin duda por disipar cualquier sombra de duda e inquietud que pudiera tener al respecto.
De entre todas las religiones, creencias y tradiciones espirituales conocidas, tal vez el único denominador común que en ellas encontramos es esa doble naturaleza del ser humano. De un lado su parte biológica, es decir, un cuerpo constituido de materia orgánica y por consiguiente perecedero; y del otro su esencia espiritual inmortal y eterna. Las discrepancias surgen cuando examinamos con profundidad el significado de este componente espiritual imperecedero.
Algunas religiones niegan que la parte inmortal del hombre ya pudiera existir antes de que éste viniera al mundo, puesto que ello contravendría el dogma que atribuye a Dios el poder creador de un alma para cada ser en el preciso instante de su concepción. Tanto es así que estas doctrinas concluyen que el alma es efectivamente inmortal y eterna pero solamente a partir de un determinado momento de la existencia.
Pero si hubo un tiempo en el que supuestamente no existimos, ¿podemos aplicarnos entonces el calificativo de seres eternos?
El Diccionario de la Real Academia Española define eternidad del siguiente modo: (Del lat. aeternĭtas, -ātis) «Perpetuidad, sin principio, sucesión ni fin«. Es decir que para que algo pueda ser considerado «eterno», además de no tener final tampoco debería tener principio. No pretendo decir con esto que el significado etimológico de la palabra sea razón suficiente como para dotarla de un significado conceptual, sino que tras una profunda exploración de nuestra naturaleza esencial, son muchos los indicios que nos llevan a pensar que el espíritu no ha podido ser creado con anterioridad a nada, por la sencilla razón de que no ha podido existir un tiempo pretérito al de su creación.
La preexistencia del alma
Un magnífico razonamiento sobre esta preexistencia del Ser nos lo da Sócrates durante las horas previas a su muerte por mandato de las autoridades atenienses. Se trata de una larga disertación reproducida por Platón en el “Fedón”, que mantuvo con sus alumnos y discípulos más allegados hasta el mismo instante en el que bebió el mortal veneno que acabó con su vida. En tal situación y haciendo gala de una admirable serenidad fruto probablemente de la más absoluta convicción de su inmortalidad, Sócrates supo dar respuesta a todas y a cada de una de las cuestiones que sucesivamente le iban planteando sus discípulos, hasta llegar a convencerles de que el alma ya existía antes de que el hombre anduviera sobre la faz de la tierra y que ésta permanecía intacta cuando el cuerpo cesaba en sus funciones.
Tanto Sócrates como Platón atribuían la certeza inequívoca de la preexistencia del alma a la teoría de la “reminiscencia” o “anamnesia”. Esta teoría defendía la tesis de que el alma vivía antes de encarnar en el denominado “mundo inteligible” (mundo espiritual), lugar en el que podía contemplar con claridad las “Ideas puras”. Pero en el momento de encarnar, el alma lo olvidaba todo por completo y era solamente a través de la observación directa de las “cosas” (un reflejo imperfecto de las ideas puras) en el “mundo sensible” (la Tierra), cuando ésta podía comenzar a recordar todo aquello que había olvidado. Esta teoría viene a decir que en nuestro paso por la Tierra, más que aprender lo que hacemos en realidad es ir recordando todo aquello que ya sabíamos en el mundo espiritual.
El diálogo del “Menón” nos muestra que haciendo las preguntas oportunas, hasta el más ignorante de los hombres es capaz de reconocer conceptos universales como la “belleza” o la “justicia” aun cuando éste no hubiera recibido antes ningún tipo de instrucción ni enseñanza. Con esto lo que se pretendía demostrar es que existe un conocimiento innato en el ser humano que va más allá de la pura abstracción mental y de lo cognoscible experimentalmente, que responde a una reminiscencia o recuerdo de un tiempo pasado en el mundo espiritual.
El principio de Inmortalidad del Ser y su consiguiente preexistencia y eternidad, no cuestiona en absoluto la existencia de un Dios Creador omnipotente y omnisciente, al contrario, este principio sólo matiza que no puede haber separación alguna entre lo que entendemos por “Dios” y todo lo demás. Es decir, que el ser humano y el universo entero conforman, en su nivel más profundo, una unidad indisoluble que se manifiesta y expresa de infinita manera siendo esta Totalidad (o Dios), una entidad mayor que la suma de sus partes. Así es que en el momento en que aceptamos que cada uno de nosotros somos una pequeña porción de Dios, a pesar de que ésta pudiera ser de proporciones infinitesimales, nuestro espíritu ya “recupera” su naturaleza divina y el concepto de eternidad deja de ser incompatible con el de la creación.
“El espíritu nunca nace y nunca muere: es eterno. Nunca ha nacido, está más allá del tiempo; del que ha pasado y del que ha de venir”. (Bhagavad Gita 2:20)
Si llegamos a asumir esta premisa de eternidad, la vida y la muerte adquirirán sin duda un nuevo significado. La muerte dejará de ser percibida como un final de vida para ser reconocida como un paso necesario en el que la Vida podrá seguir expresándose a través nuestro de manera indefinida.
Esto es lo que verdaderamente ocurre cuando alguien abandona el mundo terrenal. Quien se queda siente el vacío estremecedor de su ausencia, pero para el que se va no dejarán de aparecérsele nuevas realidades en las que seguir viviendo. Es como cuando alguien observa a un barco alejándose rumbo al horizonte, llegará un momento en que parecerá que éste llega al final y desaparece, pero para quien se encuentre situado en el barco y sobre el mismo horizonte, no sólo no verá final alguno sino que siempre tendrá ante sus ojos nuevos horizontes hacia los que dirigirse.
Autor: Ricard Barrufet
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