La nueva visión espiritual: Comprender dónde estamos ~ James Redfield
Cuando nos levantamos a la mañana y miramos por la ventana vemos el mundo moderno que empieza a despertarse para vivir el día. Los vecinos salen de su casa y van a trabajar en su auto. En lo alto podemos llegar a oír el zumbido de un avión. Un camión de reparto lleno de artículos producidos en masa se dirige al enorme negocio de la esquina. Para algunos el largo recorrido de historia que termina en este momento de observación es simplemente una letanía de progreso económico y tecnológico. Sin embargo, para un número día a día mayor de personas la historia está pasando a ser una cuestión más psicológica. ¿Cómo es que llegamos a vivir así? ¿De qué manera los que nos precedieron configuraron y conformaron nuestra realidad cotidiana? ¿Por qué creemos lo que creemos?
La historia es, desde luego, el contexto más amplio de nuestra vida individual. Sin ella vivimos sólo en la realidad superficial y provinciana que heredamos de niños. Una comprensión precisa de la historia otorga profundidad y sustancia a nuestra conciencia. Rodea todo lo que vemos como una estructura de pensamiento que nos dice quiénes somos y nos da un punto de referencia respecto del lugar al que pretendemos dirigirnos.
REEMPLAZAR LA COSMOLOGÍA MEDIEVAL
La historia de nuestra forma en gran medida occidental de ver el mundo comenzó hace por lo menos quinientos años con el colapso de la cosmovisión medieval. Como es bien sabido, este viejo mundo fue definido y mantenido por la autoridad central de la Iglesia cristiana primitiva. Por supuesto, la Iglesia fue en gran medida responsable de rescatar la civilización occidental de la desintegración total después de la caída de Roma, pero al hacerlo, los hombres de la Iglesia guardaron un gran poder para sí mismos definiendo los propósitos de la vida en la cristiandad durante un milenio en base a sus interpretaciones de la Biblia.
Cuesta imaginar lo poco que sabíamos los seres humanos en la Edad Media sobre los procesos físicos de la naturaleza. Teníamos un conocimiento muy escaso acerca de los órganos del cuerpo o la biología del crecimiento de las plantas. Se creía que las tormentas eléctricas provenían de dioses enojados o de los designios de espíritus malvados. La naturaleza y la vida humana estaban afianzadas en términos estrictamente religiosos. Como leemos en The Structure of Evil, de Ernest Becker, la cosmología medieval ponía a la Tierra en el centro del universo como un gran teatro religioso que había sido creado para un gran fin: como el escenario en el que la humanidad ganaba o perdía la salvación. Todo –el clima, el hambre, los estragos de la guerra y la enfermedad- había sido creado estrictamente para poner a prueba la fe. Y para orquestar la sinfonía de la tentación estaba Satanás. Él existía, según afirmaban los hombres de la Iglesia, para engañar nuestra mente, para hacer fracasar nuestro trabajo, para aprovecharse de nuestras debilidades y arruinar nuestra aspiración a la felicidad eterna.
Los que se salvaban pasarían la eternidad en la dicha del cielo. Para los que fracasaban, los que sucumbían a las tentaciones, el destino tenía preparada su condena en los lagos de fuego… a menos, por supuesto, que intervinieran los hombres de la Iglesia. Frente a esa realidad, los individuos de la época no podían recurrir directamente a Dios para pedir perdón o evaluar con exactitud si superaban esa prueba espiritual, pues los hombres de la Iglesia se erigían en guardianes exclusivos de lo divino y trabajaban incansablemente para evitar que las masas tuvieran acceso directo a cualquier texto sagrado. Si aspiraban a la eternidad en el cielo, los ciudadanos medievales no tenían más remedio que seguir los dictados a menudo complicados y caprichosos de los poderosos líderes eclesiásticos.
Las razones del colapso de esta visión del mundo son muchas. La expansión del comercio permitió conocer otras culturas y visiones que arrojaron dudas sobre la cosmología medieval. Los excesos y extremos de los hombres de la Iglesia al fin socavaron la credibilidad de la Iglesia. La invención de la imprenta y la distribución entre las poblaciones de Europa tanto de la Biblia como de los libros de la antigüedad llevaron información directa a las masas, lo cual a su vez provocó la revolución protestante.’
Una nueva línea de pensadores -Copérnico, Galileo y Kepler- cuestionó en forma directa el dogma de la iglesia en cuanto a la estructura del sistema solar, la matemática referida a las órbitas de los planetas y hasta el lugar de la especie humana en el universo.’ Con el tiempo, se puso en duda la creencia de que la Tierra estaba en el centro del universo. Y al surgir el Renacimiento y la Ilustración, Dios fue cada vez más apartado de la conciencia cotidiana.
Aquí podemos ver uno de los importantes puntos de inflexión histórica en la formación de la cosmovisión moderna. La visión del mundo medieval, a pesar de lo corrupta que era, por lo menos definía toda la existencia. Era una filosofía de coincidencia amplia y abarcadora. Establecía un sentido para toda la gama de hechos de la vida, entre ellos la razón de nuestra existencia y los criterios para ingresar en un plano celestial apacible después de la muerte. La vida era explicada en todas sus dimensiones.
Cuando empezó a derrumbarse la cosmología medieval, los seres humanos de Occidente nos hundimos en una profunda confusión respecto del significado existencial más elevado de nuestras vidas. Si los hombres de la Iglesia estaban equivocados y eran poco confiables, ¿cuál era la verdadera situación de la humanidad en este planeta?
Miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que, en un último análisis, simplemente estábamos aquí dando vueltas en el espacio en un planeta que gira alrededor de una de miles de millones de otras estrellas, sin saber por qué. Sin duda había algún Dios, alguna fuerza de creación que nos había puesto aquí con algún fin premeditado. Pero ahora estábamos rodeados de duda e incertidumbre, inmersos en la angustia de la sinrazón. ¿Cómo podíamos encontrar el valor de vivir sin tener una idea clara de un propósito más elevado? En el siglo xvi, la cultura occidental se hallaba en transición; éramos un pueblo atascado entre una cosmovisión y otra en una tierra de nadie.
Al fin se nos ocurrió una solución para nuestro dilema: la ciencia. Tal vez los seres humanos estuviéramos filosóficamente perdidos, pero nos dimos cuenta de que podíamos adoptar un sistema a través del cual volver a encontrarnos. Y esta vez creímos que sería un conocimiento verdadero, libre de la superstición y el dogma que habían caracterizado al mundo medieval.
Como cultura, decidimos iniciar una investigación masiva, un sistema organizado creador de conciencia, para descubrir los hechos de nuestra verdadera situación en el planeta. Daríamos poder a la ciencia y le ordenaríamos que fuera a ese lugar desconocido (recordemos que en ese entonces el inmenso mundo natural ni siquiera había sido nombrado, mucho menos explicado) para descubrir qué pasaba y explicárselo a la gente.
Nuestro entusiasmo era tan grande que nos daba la impresión de que el método científico podría incluso descubrir la verdadera naturaleza de Dios, el proceso creativo implícito en el núcleo del universo. Creíamos que la ciencia podría poner en orden la información necesaria que nos devolvería el sentido de certeza y significado que habíamos perdido con el colapso de la vieja cosmología.
Pero la fe que teníamos en un descubrimiento rápido de nuestra verdadera situación humana enseguida reveló ser infundada. Para empezar, la Iglesia logró presionar a la ciencia para que se concentrara sólo en el mundo material. Muchos de los primeros pensadores, incluido Galileo, fueron condenados o asesinados por los hombres de la Iglesia. Al avanzar el Renacimiento se produjo una tregua inestable. La Iglesia, herida pero todavía poderosa, se obstinaba en adjudicarse exclusiva competencia sobre la vida mental y espiritual de los seres humanos. Aprobaba la investigación científica apenas a regañadientes y los hombres de la Iglesia insistían en que la ciencia se aplicara sólo al universo físico: los fenómenos de las estrellas, las órbitas, la Tierra, las plantas y nuestro cuerpo.
Gracias al territorio, la ciencia empezó a concentrarse en este mundo físico y prosperó con rapidez. Empezamos a establecer la física implícita en la materia, nuestra historia geológica y la dinámica del clima. Se nombraron las partes del cuerpo humano y se investigaron las operaciones químicas de la vida biológica. Cuidadosa de no hacer caso a ninguna de las derivaciones que sus descubrimientos pudieran tener respecto de la religión, la ciencia empezó a analizar exclusivamente el mundo exterior.
La primera imagen amplia sobre el funcionamiento de ese mundo exterior fue creada por Sir Isaac Newton, que reunió las perspectivas de los primeros astrónomos en un modelo del universo estable y predecible. La matemática de Newton sugería que el mundo más amplio funcionaba de acuerdo con leyes naturales inmutables, leyes que podían darse por sentadas y ser utilizadas en forma práctica.
Descartes ya había planteado el argumento de que el universo en su totalidad -la órbita de la Tierra y los otros planetas que giren alrededor del Sol, la circulación de la atmósfera según patrones climáticos, la interdependencia de las especies animales y vegetales- funcionaba como una gran maquinaria cósmica, o como un mecanismo de relojería, siempre confiable y por entero desprovisto de influencia mística.
La matemática de Newton parecía probarlo. Y una vez que se estableció esta imagen holística de la física, todos creyeron que las otras disciplinas de la ciencia no tenían más que completar los detalles, descubrir los miniprocesos, los niveles más ínfimos y las fuentes que hacían funcionar el gran reloj. Cuando esto empezó a ocurrir, la ciencia fue especializándose cada vez más para organizar el universo físico, marcando subdivisiones más y más pequeñas y ahondando en los detalles para definir y explicar el mundo que nos rodea.
El dualismo cartesiano y la física newtoniana establecieron una posición filosófica que fue rápidamente adoptada como visión del mundo imperante para la era moderna. Esta visión propiciaba además un escepticismo empírico en el que nada referido al universo debía creerse a menos que se demostrara que existían experimentos cuantitativos incuestionables.
Después de Francis Bacon, la ciencia se volvió aún más secular y pragmática en su orientación y se apartó cada.vez más de las cuestiones más profundas de la vida y el propósito espiritual de la especie humana. Si los presionaban, los científicos hacían referencia a una noción deísta de Dios, una deidad que había puesto el universo en funcionamiento al principio y dejaba que luego funcionara en su totalidad por medios mecánicos.
Llegamos ahora a otro punto de inflexión clave en la formación de la cosmovisión moderna. Habíamos recurrido a la ciencia para descubrir las respuestas a nuestros interrogantes existenciales y espirituales más grandes, pero la ciencia se abstrajo en un enfoque puramente secular y material. ¿Quién podía saber cuánto se tardaría en descubrir el sentido más elevado de la vida humana?
Obviamente, en Occidente necesitábamos un nuevo estandarte de significado, una nueva mentalidad a la que pudiéramos aferrarnos mientras tanto y, más importante aún, que ocupara nuestra mente. Y en ese momento nuestra decisión colectiva fue la de volver la atención hacia el mundo físico, como lo hacía la ciencia. Después de todo, la ciencia descubría un rico tesoro de recursos naturales que estaban allí a nuestra disposición. Y podíamos usar dichos recursos para mejorar nuestra situación económica y así estar más cómodos en este mundo secular nuestro. Tal vez tuviéramos que esperar para conocer nuestra verdadera situación espiritual, pero, mientras esperábamos, podíamos estar más seguros desde el punto de vista material. Aunque temporaria, nuestra nueva filosofía fue el fomento del progreso humano, el compromiso de mejorar nuestra vida y la vida de nuestros hijos.
Por lo menos, esta nueva filosofía alivió nuestra mente. El peso liso y llano del trabajo por hacer nos mantenía ocupados, así como mantenía nuestra atención alejada del hecho de que el misterio de la muerte, y por ende la vida misma, seguía flotando sin una explicación. Algún día, al final de nuestra existencia terrenal, tendríamos que enfrentar las realidades espirituales, fueran cuales fueren. Pero mientras tanto redujimos nuestro punto de atención a los problemas de la existencia material cotidiana y tratamos de convertir al progreso, personal y colectivo, en la única razón de nuestra breve vida. Y ésa era nuestra postura psicológica al comienzo de la era moderna.
Basta con que echemos un rápido vistazo al final del siglo xx para ver las enormes consecuencias de este limitado enfoque del progreso material. En pocos siglos exploramos el mundo, fundamos países y creamos un enorme sistema de comercio global. Además, nuestra ciencia venció enfermedades, desarrolló formas impresionantes de comunicación y envió al ser humano a la Luna.
Sin embargo, todo esto se realizó a un costo muy alto. En nombre del progreso, explotamos el medio ambiente natural casi hasta un nivel de destrucción. Y personalmente, vemos que en cierto momento nuestra concentración en los aspectos económicos de la vida se convirtió en una obsesión utilizada para ahuyentar la ansiedad de la incertidumbre. Transformamos la vida secular y el progreso, regido por nuestra lógica, en una única realidad que permitimos ingresar en nuestra mente.
La cultura occidental empezó al fin a despertar de esta preocupación a mediados de este siglo. Nos detuvimos, miramos a nuestro alrededor y empezamos a comprender que estábamos en la historia. Ernest Becker ganó un premio Pulitzer por su libro The Deníal of Deathl porque mostraba con claridad lo que el mundo moderno se había hecho a sí mismo en el plano psicológico. Limitamos nuestro punto de atención a la economía material y durante muchísimo tiempo nos negamos a admitir la idea de una experiencia espiritual más profunda porque no queríamos pensar en el gran misterio que es esta vida.
Creo que por eso se tendía a abandonar a las personas mayores en geriátricos. Verlas nos recordaba lo que habíamos ahuyentado de nuestra conciencia. Nuestra necesidad de ocultarnos del misterio que nos asustaba también explica por qué resultaba tan extraña a nuestro sentido común la creencia en un universo donde la sincronicidad y otras capacidades intuitivas son reales. Nuestro miedo explica por qué, durante tantos años, los individuos que tenían experiencias misteriosas de sincronicidad, intuición, sueños proféticos, percepciones extrasensoriales, experiencias de vida después de la muerte, contacto angélico, y todo lo demás -experiencias que siempre tuvieron lugar en la existencia humana y que continuaron incluso en la edad moderna- enfrentaban tanto escepticismo. Hablar de estas experiencias o admitir incluso que eran posibles amenazaban nuestro supuesto de que lo único que existía era nuestro mundo secular.
Vemos, pues, cómo la percepción de la sincronicidad en nuestra vida representa nada menos que un despertar colectivo de una cosmovisión secular que duró siglos. Ahora, al observar la vida moderna con sus maravillas tecnológicas, podemos ver el mundo desde una perspectiva psicológica más reveladora.
Cuando terminó la era medieval, perdimos nuestro sentido de certeza respecto de quiénes éramos y qué significaba nuestra existencia. Entonces inventamos un método científico de indagación y quisimos que este sistema encontrara la verdad de nuestra situación. Pero la ciencia se fragmentó en miles de caras incapaces de configurar de inmediato una imagen coherente.
Reaccionamos entonces ahuyentando nuestra ansiedad, para lo cual nos concentramos en actividades prácticas, redujimos la vida a sus aspectos económicos solamente y por último entramos en una obsesión colectiva por los aspectos materiales y prácticos de la vida. Como vimos, los científicos montaron una visión del mundo que reafirmó esta obsesión y durante muchos siglos nosotros también nos perdimos en ella. El costo de esta cosmología limitada fue el estrechamiento de la experiencia humana y la represión de nuestra percepción espiritual más elevada, una represión que por fin estamos superando.
Nuestro desafío es mantener esta perspectiva respecto de la historia en nuestra conciencia, como una cuestión de ejercicio, en especial cuando el materialismo todavía influyen te aparece para volver a hundirnos en la vieja visión. Debemos recordar dónde estamos, la verdad de la era moderna y hacerla parte de cada momento, pues a partir de esta sensación más fuerte de estar vivos podemos abrirnos a la siguiente etapa de nuestro viaje.
En cuanto cambiamos nuestra mirada, vemos que la ciencia no nos falló por entero. Siempre hubo en la ciencia una corriente subyacente que iba silenciosamente más allá de la obsesión material. En las primeras décadas del siglo xx, una nueva ola de pensamiento empezó a configurar una descripción más completa del universo y de nosotros mismos, descripción que por fin está introduciéndose en la conciencia popular.
AUTOR: James Redfield
Extracto del libro: La nueva visión espiritual de James Redfield