Psicología: El temor a ser “mal visto”
Un paciente cuenta una escena típica de su vida conyugal: luego de mirar el catálogo de una compañía de telefonía celular durante horas, le mostró a su mujer un modelo, luego otro y finalmente el más alto de la gama. Declamó que no tenía sentido comprar el más caro, bien podía arreglarse con el más barato. De un modo ridículamente tenso –según su apreciación– convocó a su mujer a observar la pantalla donde se podía ver el formulario de compra del aparato. “Para qué comprar el más caro, ¿no?” Ella respondió con tino: “Compralo, mi amor”. Pero él no termina de entender el motivo de lo que, en un estado que él mismo califica de doble conciencia, llama su “tramoya”. La trivialidad del evento no debe llevarnos a subestimar su importancia subjetiva. ¿Por qué para algunos seres no se puede afirmar un acto sin la estrategia de hacérselo pedir?
Tomar como tentativa de explicación la vía de la culpa o de un fuerte “superyó” nos restaría la posibilidad de circular por otros fenómenos que hacen a las condiciones del acto y su inhibición. Proponemos pensar la incidencia del “ser visto” para los actos bizarros de la obediencia en la vida cotidiana y la compulsión por la cual el neurótico obsesivo típicamente contrabandea un deseo que no puede declararse como propio.
Ser “mal visto” es el temor que más se escucha como miedo de todos los miedos. El gran Jerry Seinfeld, en uno de sus mejores monólogos, habla de una encuesta de opinión referida a los miedos más importantes, donde “hablar frente a un público” aparece como el miedo número uno, siendo el segundo: “la muerte”. Y el remate: “Quiere decir que el ciudadano promedio prefiere estar en el cajón que recitando el elogio”.
No es vano evocar el fabuloso experimento de Stanley Milgram, en 1963 en la Universidad de Yale en torno de la obediencia, donde demostró que el 65 por ciento de un conjunto de voluntarios estaría dispuesto a freír a una persona con 450 voltios con tal de no quedar mal parado ante el director de una supuesta investigación en torno del aprendizaje.
Volviendo a nuestra clínica, un joven relata sus dificultades con el jefe. A pesar de encontrarse en un trabajo de responsabilidad elevada, en el que continuamente debe negociar utilizando armas que muchos sentirían pesadas, no puede sentarse a negociar mejores condiciones laborales, ni siquiera poner freno a un maltrato que se registra desde hace tiempo. Un temor lo lleva a anularse en el momento en que se abre la oportunidad de negociación o de denunciar el maltrato. No queda otra opción que obedecer en silencio y fantasear la escena en la que, por cantarle las cuarenta al jefe, “se prende fuego” y es echado. Así, el registro de la mirada retorna intensamente en la fantasía, desde lo que es su soporte: quemarse ante los demás. La protección de la propia imagen dificulta su avance hacia el acto. Se trata de no perder una imagen donde se es amado. Vale aclarar que tanto obedecer como patear el tablero –cosa que hizo en varias oportunidades anteriores– responden a la imagen heroica. Dos falsas soluciones que no pierden la aspiración a realizar un acto que esté plenamente autorizado por una figura admitida por el Otro. ¿Qué es lo que no debe ser visto, sino la manifestación misma de lo que escapa a la imagen?
Aristóteles, en su Retórica, ubica la vergüenza en función de que un vicio quede expuesto ante otro, lo cual implicaría perder la reputación. Aquello que rompe la imagen de lo bien visto es justamente aquello que avanza hacia el goce, es decir, el acto. Fuerza de deseo que no se termina de representar en la imagen. Los actos difícilmente sean cinematográficos y tienen como condición la ausencia del registro de cómo eso se ve. Obedecer, en este sentido, disfraza el deseo presente en el acto.
Un recurso más eficaz que la obediencia nos lo brinda una joven: ella avisa que cometerá un movimiento torpe cada vez que quiere actuar seductoramente con un hombre. De esta manera, explica, no tiene que preocuparse más por cómo la van a ver. Simplemente se muestra ridículamente torpe y puede hacer lo que quiere.
El obsesivo busca la autorización del deseo en la obediencia porque intenta ahorrarse la angustia que implica perder el registro del ser visto, moneda con la que hay que pagar al llevar el deseo al acto. Es por eso que prefiere un mal jefe que a un buen emprendimiento donde tenga que decidir qué hacer todos los días. Las horas pautadas por otro a la incertidumbre de armar la propia agenda. El sonido del látigo cortando el aire sobre su espalda, justo o no, pero nunca el dolor propio de una mala decisión o el vértigo inherente a las buenas decisiones, que rompen las cadenas del que Aristóteles llamó soberano bien.
* Psicoanalistas; docentes e investigadores en la UBA. Autores de Introducción a la clínica psicoanalítica y Celos y envidia. Texto extractado de un artículo que anticipa su próximo libro, Impurezas del deseo.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar