Libertad y educación democrática: Sands | Diana de Horna

Jorge Gomez (333)

Libertad y educación democrática: Sands | Diana de Horna

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Es poco menos que un milagro que los métodos modernos de enseñanza no hayan estrangulado por completo la sagrada curiosidad por descubrir. Pues esta delicada plantita, aparte de estimulación, precisa por encima de todo de libertad.

— Albert Einstein
Imagina una reunión de personas. La mayor parte de ellas son niños y adolescentes, hay pocos adultos. Quien preside la asamblea es una niña. Va dando la palabra por turno, y cuando alguien habla, los demás escuchan atentamente. Algunos levantan las manos para votar sobre un punto del orden del día, quizás resolver una situación conflictiva entre dos jóvenes, administrar el presupuesto, o establecer nuevas normas. A cada persona, sin distinción de edad, se la tiene en cuenta. Cada persona importa.

Lo que imaginas existe, es una escuela democrática 1, y esto que los niños y niñas –algunos de tan sólo cuatro años– están aprendiendo es a ejercer la libertad. No lo hacen delante de un libro de texto, sino viviéndola cada día. Contrariamente a la idea de que ser libres es «hacer lo que a cada cual le dé la gana», las escuelas democráticas nos enseñan que para poder ser libres necesitamos, en primer lugar, confiar. Porque donde hay temor, donde hay miedo, no hay libertad: el miedo nos ata y nos condiciona. Por eso, la libertad necesita también de nuestra responsabilidad: la responsabilidad de crear y seguir esas pautas de convivencia que, aceptadas libremente, nos permiten sentirnos respetados.

Sands, la escuela a la que hemos llegado tras cruzar en bici el increíble parque nacional de Dartmoor, en el sur de Inglaterra, fue fundada por un grupo de tres profesores y catorce estudiantes en 1987. Hoy tiene cerca de 200 alumnas y alumnos entre 11 y 17 años. Está en el centro de Ashburton, un pueblecito encantador, y ocupa una antigua casona que, en su parte trasera, da a un enorme jardín repleto de árboles y plantas. Vamos a recorrer las instalaciones en compañía de uno de los chicos: en el edificio principal están las aulas, donde encontramos grupos pequeños de estudiantes (el máximo por clase es de dieciséis) acompañados por algunos profesores. Hay también una sala de descanso (de uso común para estudiantes y profesores), una cafetería, y una biblioteca. Saliendo fuera vemos, además de un enorme elefante gris engalanado por los alumnos y que es ya todo un símbolo de la escuela, un sofá con vistas al jardín donde conversan sin prisas varios chicos; el comedor, que sirve cada mediodía un almuerzo vegetariano y ecológico; y el aula de arte, en la que se puede palpar la importancia que cobra aquí este tipo de expresión. Cerca está el impresionante taller de carpintería, con obras de diferentes tamaños –entre ellas algunos kayaks– realizadas por los estudiantes. Por último, llegamos a un espacio con rampas y decorado con grafitis donde tres estudiantes están haciendo skate-board.

A simple vista, Sands no es tan diferente de una escuela convencional: hay clases impartidas por profesores, hay aulas, hay deberes (si bien dirigidos a profundizar en los intereses propios de cada cual), y los estudiantes toman exámenes (voluntariamente, eso sí) para acceder a la universidad. Lo que es diferente es el enfoque, que se basa en el respeto mutuo (un respeto que no es impuesto sino que se gana día a día) y en la igualdad. De ahí emana esa confianza de la que hablábamos al principio:aquí se confía en cada alumna y alumno, en su capacidad para ser parte activa de la comunidad y para tomar decisiones respecto a lo que desea estudiar y a qué ritmo quiere hacerlo. Con ayuda de un tutor académico (elegido por el estudiante), las chicas y chicos deciden las clases a las que quieren asistir; la asistencia es obligatoria una vez se ha hecho esa elección.

Las alumnas y alumnos adquieren una gran responsabilidad tanto sobre su propio aprendizaje como sobre la vida de la escuela. No hay timbres, de forma que cada cual organiza su propio tiempo y se compromete a ser puntual. Igualmente, si un estudiante decide comer el almuerzo en la escuela, asume que tendrá que participar después en la limpieza de la cocina. Cuando alguien incumple alguna norma de la comunidad se evita hacer uso de castigos genéricos, y en su lugar se alienta la reflexión y la participación de esa persona en la búsqueda de una solución al problema. En Sands no hay ningún director o directora y es la asamblea escolar (donde los estudiantes están en franca mayoría) la que tiene esa función organizativa, planificadora y mediadora (a veces también punitiva).

Sean, uno de los fundadores de la escuela, nos ofrece estar presentes en una reunión en la que varios alumnos y alumnas van a hablar acerca de una nueva profesora. Durante media hora, las chicas y chicos exponen qué les agrada y qué les disgusta de ella, y por qué la consideran o no una persona adecuada al puesto de profesora de arte. Algunos anotan comentarios en un papel que le entregan a Sean al final de la reunión. Su decisión será la que cuente a la hora de contratar definitivamente a esta candidata.

¿Qué efectos tiene la implicación de los estudiantes en la escuela y en las decisiones que les afectan individual y colectivamente? Desde el punto de vista del educador la participación tiene una evidente ventaja: las clases a las que los estudiantes eligen asistir son clases repletas de chicas y chicos con una gran motivación por aprender. Platón no se equivocaba al decir que «el conocimiento que se adquiere por obligación no tiene ningún efecto sobre la mente». Por otro lado, la adhesión a las normas decididas en común pierde su carácter impositivo y se convierte en una cuestión de compromiso personal: los estudiantes entienden el significado y el origen de una norma que saben que no es arbitraria. Más importante aún que eso, de acuerdo con Gerison Lansdown2, cuando un niño o niña se siente libre para manifestar su opinión es menos vulnerable frente a los abusos y más capaz de protegerse a sí mismo, y adquiere habilidades y competencias imprescindibles para desarrollar su pensamiento y ejercitar su juicio crítico (algo de lo que nuestra democracia, desde luego, está muy necesitada).

Cuanto más sienten los niños y jóvenes que los adultos confían en ellos, cuantas más oportunidades les damos para expresar su punto de vista y contribuir con su trabajo a la vida familiar, escolar o comunitaria, más participan, y su voz se hace cada vez más clara y más auténtica, menos influenciable, menos temerosa de disentir. La escuela tradicional suele argumentar que para aprender es necesario cultivar la disciplina y la responsabilidad. Pero la responsabilidad, si no se acepta libremente, no es responsabilidad sino obediencia3 y los estudiantes hoy, en general, no tienen más alternativa que hacer lo que el sistema prevé y consiente. ¿Qué es, en realidad, lo que se está «cultivando» al imponer normas muchas veces arbitrarias, asignaturas desconectadas de la realidad y un sistema jerárquico en el que la participación de las chicas y chicos es irrisoria? Pues una obediencia ciega y, sobre todo, muda: el aprendizaje del silencio.

6 de mayo de 2014

Notas:
1 Para más información sobre la historia y la filosofía de las escuelas democráticas os recomendamos leer el magnífico artículo de Josu Uztarroz «Las escuelas democráticas».
2 «¿Me haces caso? El derecho de los niños pequeños a participar en las decisiones que les afectan», informe de Gerison Lansdown para la Fundación Bernard van Leer.
3 Definición de «responsabilidad» según el Diccionario de la Real Academia Española: «Capacidad existente en todo sujeto activo de derecho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente» (la cursiva es nuestra).

www.estonoesunaescuela.com

 

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