LOS CAMINOS DE LA FELICIDAD (5) – James Allen

Joselin Narea


«Todo verdadero sacrificio está en nuestro interior. Es espiritual, se encuentra oculto y lo estimula la humildad profunda del corazón.»

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(5) SACRIFICIOS OCULTOS

¿Qué necesidad tiene el hombre del Edén pasado o del Paraíso venidero, cuando el cielo está dentro de nosotros y es nuestro compañero?

La humildad es la base de todas las virtudes: El que más abajo llega, construye, sin duda, el refugio más seguro.

BAILEY

La verdad está en nuestro interior; y, no importa lo que pienses, no nace del exterior.

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Una de las paradojas de la Verdad es que ganamos al rendirnos, y que si nos aferramos con codicia a las cosas, podemos perder. Para ganar en virtud, es necesario perder en el vicio. Cada ascenso hacia la santidad implica renunciar a algún placer egoísta; y cada paso que avanzamos en el camino de la Verdad nos exige abandonar algún error.

Quien vaya a cubrirse con nuevos ropajes, primero deberá deshacerse de los trajes viejos, y aquél que desee encontrar la Verdad, deberá sacrificar lo falso. El jardinero arranca la mala hierba para que, cuando ésta se des- componga, sirva como alimento a las plantas buenas. El árbol de la sabiduría sólo puede florecer con el abono de los errores que se han erradicado. Para obtener el crecimiento, es decir, la recompensa, hace falta sacrificarse, sufrir la pérdida.

La verdadera vida, la vida de bendiciones, la vida que no está atormentada con pasiones ni sufrimientos, sólo se puede alcanzar a través del sacrificio. No necesariamente el sacrificio de las cosas externas, sino el sacrificio de las injusticias y las profanaciones internas, porque sólo son éstas las que atraen a la vida las desventuras. No es la bondad ni la verdad la que debe sacrificarse, sino la maldad y la falsedad. Por lo tanto, todo sacrificio es, a fin de cuentas, una ganancia porque, en esencia, no existe pérdida alguna. Al principio, la pérdida parece ser muy grande y el sacrificio es doloroso por el autoengaño y la ceguera espiritual que siempre acompañan al egoísmo. El dolor siempre deberá ir acompañado de la abolición de alguna parte egoísta de nuestra naturaleza.

Cuando un alcohólico decide sacrificar su ansia de beber, atraviesa un periodo de gran sufrimiento y siente que está renunciando a un gran placer; pero cuando ha alcanzado la victoria, cuando ha dominado su adicción y su mente está serena y sobria, entonces se da cuenta de que ha ganado mucho al abandonar su placer egoísta y animal. Entonces, observa que lo que ha perdido era algo nocivo y falso, que no valía la pena, porque lo sumía en un infortunio continuo. Así descubre que lo que ha ganado en carácter, autocontrol y sobriedad implica una paz mental mayor que es buena y verdadera, y que era necesario pasar por ese proceso.

Lo mismo sucede con el sacrificio verdadero: es doloroso al principio, hasta que se logran resultados. Por eso, a los hombres les cuesta trabajo sacrificarse. No le ven ningún sentido a renunciar y superar una gratificación egoísta, les parece que pierden demasiado y creen que es como cortejar a la desgracia y renunciar a toda felicidad y placer. Y así debe ser, ya que si una persona supiera que al abandonar sus formas particulares de egoísmo puede obtener una gran ganancia en felicidad, la generosidad (que ahora es tan difícil de lograr) se convertiría en algo infinitamente más difícil de conquistar, porque su deseo de conseguir beneficios mayores, es decir, su egoísmo, se intensificaría enormemente.

Ningún ser humano puede volverse generoso y alcanzar así la dicha más elevada, hasta que no esté dispuesto a perder, hasta que no deje de buscar algún beneficio o recompensa: es este estado mental lo que constituye la generosidad. Toda persona debe estar dispuesta a sacrificar humildemente sus hábitos y prácticas egoístas, porque son falsos e indignos, en aras de la felicidad de aquellos que están cerca de ella, sin esperar recompensas y sin bus- car ningún beneficio para sí misma. Por el contrario, debe estar dispuesta a renunciar al placer y a la felicidad, incluso a su propia vida si, al hacerlo, puede hacer del mundo un lugar más hermoso y feliz. Pero, ¿realmente pierde algo? ¿El avaro pierde cuando abandona su obsesión por el dinero? ¿Pierde el ladrón cuando deja de robar? ¿Pierde el promiscuo cuando sacrifica sus indignos placeres? Ninguna persona pierde por sacrificar su ego o parte de éste. Sin embargo, piensa que perderá algo al hacerlo y, por lo tanto, sufre y aquí es donde el sacrificio hace su aparición. Aquí es donde, al perder, gana.

Todo verdadero sacrificio está en nuestro interior. Es espiritual, se encuentra oculto y lo estimula la humildad profunda del corazón. Nada más que el sacrificio del ego puede valer, y a él deben llegar todos los seres humanos tarde o temprano durante su evolución espiritual. Pero, ¿en qué consiste? ¿Cómo se practica? ¿Dónde puede buscarse y encontrarse? Consiste en vencer la propensión cotidiana a tener pensamientos y realizar acciones egoístas. Se pone en práctica en nuestra interacción habitual con los demás. Y se encuentra a la hora del tumulto y la tentación.

En el corazón existen sacrificios ocultos infinitamente bendecidos, tanto para quien los realiza, como para quien los recibe, aunque nos cuesten mucho esfuerzo y algún dolor. Los seres humanos están deseosos de hacer grandes cosas, de realizar un sacrificio enorme que está más allá de las necesidades de su experiencia, mientras quizá, en todo momento, descuidan lo elemental y permanecen ciegos a ese sacrificio que, por su proximidad, debería ser el más importante. ¿Dónde acecha tu mayor pecado? ¿Dónde se encuentra tu debilidad? ¿Dónde te asalta la tentación de una manera más poderosa? Aquí es donde debes hacer tu primer sacrificio y encontrar así el camino hacia la paz. Tal vez se trata de la ira o del desamor. ¿Estás preparado para sacrificar el impulso y las expresiones de enfado, los malos pensamientos y las malas acciones? ¿Estás preparado para soportar en silencio los abusos, los ataques, los reproches y los insultos y evitar restituirlos con la misma moneda? Más aún, ¿estás preparado para devolver a cambio bondad y amorosa protección? Si es así, entonces estás listo para hacer esos sacrificios ocultos que conducen a la dicha beatífica.

Si eres propenso al enojo o a la falta de amor, ofrécelo como un sacrificio. Esos estados de ánimo erróneos, crueles y descorteses de la mente nunca te traerán nada bueno. Sólo pueden provocarte malestar, desdicha y ceguera espiritual. Tampoco podrás ofrecer a los demás nada que no sea infelicidad. Tal vez digas: «Pero esa persona tampoco fue amable conmigo, me trató injustamente».

Quizá fue así, pero ¡qué excusa tan pobre es ésta! ¡Qué refugio tan indigno e inútil! Porque si su actitud hacia ti te parece tan incorrecta e hiriente, la tuya hacia esa persona resulta idéntica. Si alguien es grosero contigo, eso no justifica tu propia grosería. Su actitud es, más bien, un llamamiento a la práctica de una mayor bondad por tu par- te. ¿Puede una lluvia torrencial prevenir una inundación? Tampoco la grosería puede disminuir la desconsideración. ¿Puede el fuego apagar el fuego? Tampoco el enojo puede vencer a la cólera.

Elimina todo tu enojo, toda tu grosería. «Hacen falta dos para provocar una pelea; no seas el ‘‘otro’’». Si alguien está enojado contigo y te trata de un modo hiriente, trata de averiguar en qué has actuado mal; y, lo hayas hecho o no, no le devuelvas palabras de enfado o actos groseros. Permanece en silencio, contén tu ira y disponte a mantener una actitud amable. Aprende, mediante la práctica continua de lo correcto, a tener compasión de la persona que te ataca.

Quizás tengas la costumbre de ser impaciente e irritable. Debes darte cuenta, entonces, de cuál es el sacrificio oculto que debes realizar. Renuncia a tu impaciencia. Véncela allí donde ésta acostumbre a manifestarse. Toma la decisión de que nunca más vas a ceder ante su tiranía, véncela y elimínala para siempre. No vale la pena conservarla ni un minuto más. Piensa que tampoco podría seguir dominándote si no actuaras con la impresión errónea de que las tonterías y perversidades de los demás necesariamente tienen que provocarte impaciencia. Independientemente de lo que otros puedan hacer o decir, aun cuando te difamen o se burlen de ti, la impaciencia no sólo es innecesaria, sino que lo único que podrás lograr con ella es agravar el mal que intentas eliminar. Con la acción serena, segura y deliberada se puede conseguir mucho, pero la impaciencia y la irritabilidad que la acompañan siempre serán señales de debilidad e incompetencia. ¿Y qué provecho puedes sacar de la debilidad y de la incompetencia? ¿Acaso proporcionan descanso, paz y felicidad a los que te rodean o a ti? ¿No es lo contrario? ¿No os hacen desdichados a tus seres queridos y a ti? Y, aunque tu impaciencia puede lastimar a los demás, con toda seguridad a quien más perjudica, destruye y empobrece es a ti mismo.
La persona impaciente tampoco podrá conocer la verdadera felicidad, debido a que es una fuente continua de problemas y conflictos para sí misma. Desconoce la belleza de la calma y la perpetua dulzura de la paciencia, y la paz no puede acercársele para tranquilizarla y consolarla.

No existe felicidad en ninguna parte hasta que la impaciencia se ofrezca como sacrificio. Y su sacrificio significa tener la habilidad para desarrollar la resistencia, la práctica de la tolerancia y la creación de un nuevo y más apacible hábito mental. Cuando la impaciencia y la irritabilidad se eliminan por completo, cuando al fin se las ofrenda sobre el altar de la generosidad, entonces es cuando se consuman y se disfrutan las bendiciones de una mente poderosa, tranquila y pacífica.

Cada vez que pensamos en nuestros semejantes más que en nosotros mismos, volvemos a vivir. Y en cada humilde sacrificio que hagamos por ellos, la bondad comenzará a surgir abriendo las ventanas de tu alma a la luz de esferas más elevadas.
Y ennoblecerá con alegría tu destino.

Con frecuencia surgen pequeñas indulgencias egoístas. Algunas parecen inofensivas y suceden todos los días. Pero ninguna indulgencia egoísta puede ser inofensiva, y los hombres y las mujeres no saben por qué pierden al sucumbir, repetida y habitualmente, a satisfacciones escasas y egoístas. Si Dios en el hombre debe elevarse fortalecido y triunfante, la bestia en el hombre debe perecer. Consentir a nuestra naturaleza animal, aunque esto nos parezca inocente y dulce, nos aparta de la verdad y de la felicidad. Cada vez que cedes el paso al animal que se encuentra en tu interior, y lo alimentas y lo satisfaces, te conviertes en un animal cada vez más fuerte, más rebelde y vigoroso, hasta que éste se apodera de tu mente, que debería estar custodiando la Verdad. Hasta que un ser humano no haya sacrificado alguna indulgencia aparentemente trivial, no podrá descubrir cuánta fuerza, alegría, equilibrio de carácter y santa influencia ha perdido al permitirse esas satisfacciones. Hasta que no sacrifique su deseo de placeres, no podrá entrar en la plenitud de la alegría duradera.

Con las indulgencias personales, un ser humano se rebaja a sí mismo, pierde el amor propio según el grado y la frecuencia de su indulgencia y también se priva de la influencia ejemplar y del poder para lograr un bien imperecedero a través de su trabajo en el mundo. Asimismo, esta persona, al dejarse guiar por el deseo ciego, aumenta su ceguera mental y pierde esa claridad suprema de visión, ese discernimiento esclarecido que penetra en el corazón de las cosas para llegar a comprender lo real y lo auténtico. La indulgencia animal es ajena a la percepción de la Verdad. Cuando el hombre logra renunciar a sus satisfacciones, se eleva sobre la confusión y la duda y llega a poseer la certeza y el discernimiento.

Sacrifica tu adorada y codiciada indulgencia; fija tu mente en algo más elevado, más noble y más duradero que el placer efímero; vive por encima del ansia y del frenesí de los sentidos, y así no vivirás en vano ni con incertidumbre.

Todo aquel que logra sacrificar la prepotencia, que renuncia a cualquier interferencia en las vidas, opiniones o religión de otras personas y sustituye su prepotencia por compasión y amor comprensivo, logra un efecto de largo alcance sobre los demás y una gran riqueza en revelaciones colmadas de Verdad. La prepotencia o superioridad es una forma de vanidad o egoísmo que se halla, por lo general, relacionada con el intelectualismo y las habilidades dialécticas. Se trata de una actitud ofuscadamente presuntuosa y una falta de caridad que, la mayoría de las veces, es considerada como una virtud. Pero, una vez que la mente se ha abierto para percibir el camino de la bondad y del amor abnegado, la ignorancia, la deformación y la deplorable naturaleza de la prepotencia resultan evidentes.

El que es víctima de la prepotencia, al determinar que sus propias opiniones son el estándar de lo correcto y la medida a partir de la cual se debe juzgar, considera que todos aquellos cuyas vidas y opiniones son diferentes a la suya están equivocados. Y, como está tan obsesionado por corregir a los demás, no tiene tiempo para corregir su propia vida. Su actitud mental le causa oposición y contradicciones con quienes están deseosos de corregirlo a él y esto hiere su vanidad y lo hace desgraciado, así que vive en una fiebre casi continua de pensamientos tristes, resentidos y poco caritativos. No puede haber paz para una persona así, no podrá obtener el conocimiento verdadero, ni lograr avance alguno hasta que sacrifique su deseo de convencer a los demás de que su propia manera de pensar y de actuar son las correctas. Tampoco podrá entender el corazón de los demás, ni compenetrarse con amor en sus esfuerzos y aspiraciones. Su mente es intransigente y amargada, y estará cerrada para percibir la dulce compasión y la comunión espiritual.

Quien sacrifica el espíritu de la prepotencia; quien, en su relación cotidiana con los demás, deja de lado sus prejuicios y sus opiniones y se esfuerza por aprender de ellos y por aceptarlos como son; quien permite a otros ejercer la libertad perfecta (del mismo modo que él la ejerce) para decidir sus propias opiniones y su propio camino en la vida, adquirirá un discernimiento más profundo, una caridad más generosa y una dicha más abundante de la que ha experimentado hasta ese momento. Y podrá recorrer un camino de bendiciones que antes estaba vedado para él.

También existe el sacrificio de la avaricia y de todos los pensamientos de codicia. La disposición a aceptar que los demás posean cosas en lugar de poseerlas nosotros; el no ambicionar nada para nosotros y alegrarnos de que otras personas obtengan y disfruten de bienes; aceptar que esos bienes brinden felicidad a otros; dejar de reclamar «lo que es nuestro» y ceder a los demás, con desinterés y sin malicia, lo que merecen. Esta actitud mental es una fuente de profunda paz y de gran fuerza espiritual. Se trata del sacrificio de los propios intereses.

Los bienes materiales son temporales y, en este sentido, realmente no podemos definirlos como nuestros. Sólo nos pertenecen durante un breve periodo de tiempo. Pero los bienes espirituales son eternos y siempre permanecerán con nosotros. La generosidad es un bien espiritual que sólo puede ganarse dejando de codiciar bienes y placeres materiales, renunciando a considerar las cosas sólo en función de nuestro propio placer, y estando dispuestos a cederlas para el bien de los demás.

La persona generosa, aunque se encuentre rodeada de riquezas, se mantiene mentalmente apartada de la idea de «posesión exclusiva» y así se libra de la amargura, el miedo y la ansiedad que acompañan al espíritu codicioso. Esta persona considera que los recursos externos no son demasiado valiosos y se pueden perder. Sin embargo, estima que la virtud de la generosidad es algo de lo que el mundo no puede prescindir, porque la humanidad que sufre no debe dejar que ésta se pierda ni debe descuidarla.
¿Y quién es el hombre bendecido? ¿El que siempre anhela más y más bienes, pensando sólo en el placer personal que puede obtener de ellos? ¿O el que está dispuesto a renunciar a lo que tiene por el bien y la felicidad de los demás? La avaricia destruye la felicidad; la generosidad hace que la recobremos.

Otro sacrificio oculto, de gran belleza espiritual y de poderosa eficacia en la curación de los sufrimientos humanos, es el sacrificio del odio. Renunciar a todos los pensamientos de amargura contra los demás, a toda la maldad, la antipatía y el resentimiento. Los pensamientos de amargura y las bendiciones no pueden coexistir. El odio es un horrible fuego que consume, desde el corazón donde arde, todas las dulces flores de paz y felicidad y que convierte en un infierno todo aquello que se cruza en su camino.

El odio tiene muchos nombres y muchas formas, pero sólo una esencia: los pensamientos voraces de resentimiento contra nuestros semejantes. En ocasiones, está instalado en el corazón de ciegos devotos, en nombre de la religión, provocando que éstos ataquen, calumnien y se persigan unos a otros porque no aceptan las opiniones de los demás acerca de la vida y la muerte, y, de esta forma, inundan la tierra de desgracias y lágrimas.
Todo el resentimiento, la antipatía, los malos pensamientos y el hablar mal de los demás son expresiones de odio, y, donde hay odio, siempre habrá tristeza. Nadie ha podido eliminar el odio teniendo en la mente pensamientos de resentimiento hacia sus semejantes. Este sacrificio no se consumará hasta que un hombre pueda pensar con benevolencia en las personas que tratan de hacerle mal. Y debe hacerlo antes de que pueda conocer y alcanzar la verdadera felicidad. Más allá de las sólidas, crueles y aceradas puertas del odio, nos espera el ángel divino del amor, que siempre está dispuesto a mostrarse ante aquél que domina y sacrifica sus pensamientos de odio, para conducirlo a su paz.

Te digan lo que te digan los demás, te hagan lo que te hagan, nunca te sientas ofendido. No devuelvas el odio con más odio. Si alguien te odia, tal vez es porque has fallado, deliberada o inconscientemente, en tu conducta, o porque a lo mejor existe un malentendido que se podría corregir con un poco de bondad y sentido común. Pero, en cualquier circunstancia, pronunciar la frase «Padre, perdónales» es infinitamente mejor, más dulce y más noble que pensar: «Ya no quiero volver a saber nada de ellos». El odio es mezquino y estéril; es ciego y despreciable. El amor es grande y poderoso; es tolerante y dichoso.

La actitud más elevada es no hablar mal de nadie. El mejor reformista es aquél cuyos ojos son rápidos para observar toda la belleza y aquello que vale la pena. Y el que, en su ordenada y discreta manera de vivir, reprueba en silencio los fallos de los demás.

Elimina todo el odio, ahógalo en el altar sagrado de la devoción: la devoción a los demás. No pienses más en la herida que alguien pudo ocasionar a tu pequeño ego. Más bien, de ahora en adelante, comprométete a no perjudicar ni dañar a nadie. Abre las esclusas de su corazón para que penetre el flujo de ese dulce, hermoso y extraordinario amor que todo lo envuelve con pensamientos de protección y paz, poderosos y tiernos, sin dejar a nadie fuera. Así es, a nadie fuera, en el frío. Ni siquiera a aquél que te odia, te calumnia o te desprecia.

También existe el sacrificio oculto de los deseos impuros, de la débil autocompasión, del degradante auto-elogio, de la vanidad y del orgullo, ya que éstas son desafortunadas actitudes de la mente y deformidades del corazón. Aquél que las va venciendo, una a una, que las somete y las extermina poco a poco, conforme a la medida de su éxito, superará la debilidad, el sufrimiento y la aflicción hasta llegar a comprender y a disfrutar de una perfecta e imperecedera felicidad.

Ahora bien, todos estos sacrificios ocultos que hemos mencionado, son ofrendas puras y humildes del corazón. Se han gestado en nuestro interior y se han ofrendado sobre el altar sagrado, solitario e invisible de nuestro propio corazón. Ninguno de estos sacrificios puede realizarse si primero no se reconoce y se confiesa en silencio la culpa. Nadie puede eliminar un error si antes no reconoce (ante sí mismo): «Estoy equivocado». Cuando lo haga, podrá percibir y recibir la verdad que su error había oscurecido.

«El reino de los cielos no llega con la observación», y el sacrificio silencioso de nosotros mismos por el bien de los demás —la renuncia diaria a nuestras tendencias egoístas— no es recompensado por los hombres ni atrae honores, alabanzas o popularidad. Se encuentra oculto a los ojos de todo el mundo, hasta de aquellos que están más cerca de ti, ya que los ojos humanos no pueden percibir esa belleza espiritual. Pero no pienses que es trivial por el hecho de que pasa desapercibido. Tú disfrutas de su dichoso resplandor, y su poder benéfico para los demás es grande y de gran alcance porque, aunque ellos no puedan verlo y quizá tampoco lo entiendan, se encuentran inconscientemente bajo su influencia. Los demás no sabrán de las batallas silenciosas que tú estás librando, ni de las eternas victorias que estás logrando sobre ti mismo, pero podrán percibir que tu actitud ha cambiado, que tu mente renovada está trabajando en el telar del amor y de los pensamientos amorosos y compartirán tu felicidad y tu dicha. Los demás no se darán cuenta de la fiera batalla a la que te has lanzado, de las heridas que recibes, ni del bálsamo que les aplicas para curarlas. No sabrán de la angustia que sientes o de la paz que logras después. Pero sí sabrán que te has convertido en una persona más dulce, más amable, más fuerte, más silenciosamente independiente, más paciente y más pura, y se sentirán tranquilos y protegidos por tu presencia. ¿Qué recompensas pueden compararse con esto? Las alabanzas de los hombres, comparadas con los fragantes oficios del amor, son vulgares y exageradas, y, en la llama pura de un corazón generoso, las adulaciones del mundo se convierten en cenizas. El amor es en sí la recompensa, la alegría y la satisfacción; es el refugio final y el lugar de descanso de las almas que han vivido torturadas por la pasión.

El sacrificio del ego, la adquisición del conocimiento supremo y la dicha que esto proporciona, no se logra por medio de un proceso grande y glorioso, sino por una serie de sacrificios menores y sucesivos en la vida cotidiana, por una serie de pasos en la conquista diaria de la Verdad sobre el egoísmo. Quien alcanza todos los días alguna victoria sobre sí mismo; quien logra someter y superar los pensamientos ofensivos y los deseos impuros; quien logra vencer la tendencia al pecado, cada día se hace más fuerte, más puro y más sabio, y cada amanecer se encuentra más cerca de la gloria final de la Verdad, la cual es, en parte, revelada con cada acto de sacrificio.

No busques en el exterior ni más allá de ti mismo la luz y las bendiciones de la Verdad: busca en tu interior. Podrás encontrarlas dentro de la estrecha esfera del deber, incluso en los humildes y ocultos sacrificios de tu propio corazón.

JAMES ALLEN
Capítulo 5 de su libro «Los caminos de la felicidad»


FUENTE: https://mivozestuvoz.net/2020/07/20/los-caminos-de-la-felicidad-5-james-allen/

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