LOS CAMINOS DE LA FELICIDAD (7): «EL PERDÓN» – James Allen

Joselin Narea


«Recurrir al espíritu y a la práctica del perdón es el principio de la iluminación también es el principio de la paz y de la felicidad.»

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(7) EL PERDÓN

Si los hombres comprendieran
todo el vacío y el papel
del letargo y el despertar
de esas almas que tan a ciegas juzgan,
de esos corazones que con tanta crueldad lastiman, ellos mismos, con palabras y sentimientos dulces, aplicarían el bálsamo de la curación.
Sólo si comprendieran…

La ternura siempre es más fuerte que la venganza.

SHAKESPEARE

Recordar las ofensas es oscuridad espiritual alimentar el resentimiento es un suicidio espiritual. Recurrir al espíritu y a la práctica del perdón es el principio de la iluminación también es el principio de la paz y de la felicidad. No hay reposo para quien se obsesiona con los desaires, las heridas y los males recibidos. No existe el reposo tranquilo de la mente para quien siente que ha sido tratado injustamente y para quien se dedica a imaginar cuál es la mejor manera de desconcertar a su enemigo.

¿Cómo puede morar la felicidad en un corazón que está tan afectado por el rencor? ¿Acaso los pájaros recurren a un arbusto en llamas para construir su nido y cantar? La felicidad tampoco puede vivir en un corazón que está en llamas por los pensamientos ardientes del resentimiento. Tampoco la sabiduría puede llegar y morar donde reside esta necedad.

La venganza parece dulce sólo en la mente que no ha conocido el espíritu del perdón. Pero cuando probamos la dulzura del perdón, entonces conocemos la amargura extrema que genera la venganza. La venganza parece conducir a la felicidad a las personas que están envueltas en la oscuridad de la pasión. Pero cuando se abandona la violencia de la pasión para recurrir a la clemencia del perdón, resulta evidente que la venganza sólo conduce al sufrimiento.

La venganza es un virus que corroe las partes más importantes de la mente y envenena por completo al ser espiritual. El resentimiento es una fiebre mental que quema las energías sanas de la mente y «considerar algo como una ofensa» es una especie de enfermedad ethical que debilita el saludable flujo de la bondad y de la buena voluntad, por lo que hombres y mujeres deberían evitarlo. El espíritu implacable y resentido es una fuente de gran sufrimiento y dolor, y quien lo abriga y lo fomenta, quien no lo vence ni lo abandona, pierde muchas bendiciones y no consigue verdadero esclarecimiento en ninguna medida. Ser duro de corazón es sufrir, es privarse de la luz y del consuelo. Ser bondadoso es estar serenamente contento, es recibir la luz y sentirse consolado por completo. A muchos les parecerá extraño escuchar que el duro de corazón y el que no perdona sufren más. Sin embargo, esto es muy cierto, ya que, por la ley de la atracción, atraen hacia sí las pasiones vengativas de otras personas, y su dureza de corazón es en sí misma una continua fuente de sufrimiento. Una persona que siempre vive con el corazón endurecido contra su prójimo, alberga en ella cinco tipos de sufrimiento: el sufrimiento de la pérdida del amor, el sufrimiento de la pérdida de la comunión y del compañerismo, el sufrimiento de una mente preocupada y confusa, el sufrimiento de la pasión o del orgullo herido, y el sufrimiento del castigo infligido por los demás. Cada vez que no podemos perdonar provocamos estos cinco tipos de sufrimientos en nosotros mientras que cada acto de perdón nos aporta cinco tipos de bendiciones: la felicidad del amor, la felicidad de la comunión y del compañerismo, la felicidad de una mente serena y pacífica, la felicidad que se obtiene al vencer la pasión y el orgullo herido, y las bendiciones, la bondad y la buena voluntad que nos conceden los demás.

Hoy en día muchas personas sufren los tormentos amargos de un espíritu implacable y, sólo cuando hacen un esfuerzo para dominar este espíritu, pueden darse cuenta de que estuvieron sirviendo a un capataz cruel y exigente. Sólo los que han dejado de servir a este amo para servir al amo de la nobleza y del perdón, pueden comprender y conocer lo lastimoso que resulta servir al primero y lo dulce que puede ser servir al otro.

Dejemos que alguien contemple la lucha del mundo: cómo viven los individuos y las comunidades, los barrios y las naciones en permanentes represalias mutuas. Dejemos que comprenda las angustias, las amargas lágrimas, las penosas despedidas y los tristes malentendidos, incluso el derramamiento de sangre y el infortunio que se derivan de esa lucha. Y, cuando lo comprenda, nunca más albergará pensamientos indignos de resentimiento, nunca más considerará que los demás lo ofenden y siempre concederá el perdón a cualquier persona.

Tened buena voluntad
hacia toda criatura viviente, permitiendo que desaparezcan las malas intenciones, la codicia y la ira
para que vuestra vida
sea como una suave brisa que pasa.

Cuando una persona abandona la venganza para conceder el perdón, pasa de la oscuridad a la luz. Tan patética e ignorante es la incapacidad de perdonar, que nadie que sea sabio o inteligente podrá caer en ella. Pero no percibiremos su oscuridad hasta que la hayamos dejado atrás y nuestra conducta haya elegido una mejor y más noble ruta. El ser humano vive ciego y engañado sólo por sus propias tendencias oscuras y pecaminosas y, renunciar a la incapacidad de perdonar, significa renunciar al orgullo y a ciertas formas de pasión significa abandonar la plan tan arraigada de la importancia de uno mismo y de la necesidad de proteger y defender el ego. Cuando perdonamos, la vida más elevada, la mayor sabiduría y el más puro esclarecimiento que la pasión y el orgullo oscurecían por completo, se revelan con toda su luz y su belleza.

También existen las ofensas insignificantes, los pequeños rencores y los desaires pasajeros que, aunque son de una naturaleza menos grave que la de los odios y los desagravios muy arraigados, empequeñecen el carácter y sacuden el alma. Se producen debido al pecado del moi y de la autoimportancia, y se alimentan de la vanidad. Aquél que se deja cegar y engañar por la vanidad, verá siempre algo que lo ofende en las acciones y en las actitudes de los demás hacia él y, cuanta más vanidad exista, más se exagerará el desaire o el agravio imaginarios. Además, vivir con pequeños resentimientos aumenta el espíritu de odio y conduce gradualmente hacia una mayor oscuridad, sufrimiento y autoengaño. No te sientas ofendido ni permitas que lastimen tus sentimientos, es decir, libérate del orgullo y de la vanidad. No des motivos para que los demás te ofendan, ni dañes los sentimientos de otros es decir, sé considerado, misericordioso y caritativo con todos.

La complete renuncia a la vanidad y el orgullo es una gran tarea. Pero es una tarea bendita que podemos realizar si continuamente eliminamos el resentimiento y meditamos en nuestros pensamientos y acciones con el propósito de entenderlos y purificarlos. El espíritu del perdón se perfeccionará a medida que el orgullo y la vanidad se superen y se abandonen.

No sentirse ofendido y no ofender son cualidades que van de la mano. Cuando una persona deja de molestarse por las acciones de los demás, en ese momento ya está asumiendo una actitud amable hacia ellos, anteponiéndolos a sí misma o a su propia defensa. Este ser tendrá mucho cuidado con lo que dice y hace, despertará el amor y la bondad de los demás y no los incitará a la ene- mistad ni a la disputa. También se verá libre de todo tipo de temores que tengan que ver con las acciones de los demás hacia él, porque aquél que no hace daño a nadie, no tiene nada que temer. Pero aquel que no perdona, que está impaciente por «devolver» alguna ofensa o injuria, ya sea true o imaginaria, no tendrá consideración con los demás porque siempre piensa primero en sí mismo y se granjea enemigos continuamente. También le gusta provocar el miedo en los demás, pensando que ellos tratan de hacer lo mismo con él. Quien trata de hacer daño a sus semejantes, teme a sus semejantes.

Ésta es la bella historia del Príncipe Dhirgayu, que fue relatada por un antiguo maestro hindú a sus discípulos para inculcarles la verdad del sublime precepto de que «El odio no termina con el odio en ningún momento el odio termina con el perdón». La historia es la siguiente: Brahmadatta, un poderoso rey de Benarés, declaró la guerra a Dirgheti, el rey de Kosala, con el fin de anexionar ese territorio a su reino que era mucho más pequeño. Dirgheti, viendo que era imposible oponerse al gran poder de Brahmadatta, huyó y dejó su reino en manos de su enemigo. Durante algún tiempo vagó disfrazado de un lugar a otro y, finalmente, se instaló junto con su reina en la cabaña de un artesano. La reina dio a luz un hijo, a quien llamaron Dirghayu.

Para entonces, el rey Brahmadatta estaba ansioso por descubrir dónde se escondía Dirgheti, con el fin de asesinar al rey derrocado, porque pensaba: «Como le he privado de su reino, si no lo mato yo primero, un día puede matarme a traición».

Sin embargo, pasaron muchos años y Dirgheti se dedicó a la educación de su hijo, quien por su afición al estudio, se convirtió en un ser instruido, diestro y sabio.

Después de algún tiempo, se descubrió el secreto de Dirgheti. Éste, temiendo que Brahmadatta lo descubriera y los matara a los tres, y pensando más en la vida de su hijo que en la suya propia, mandó lejos al príncipe. Poco después, el rey exiliado cayó en manos de Brahmadatta y, tanto él como la reina, fueron ejecutados.

Entonces Brahmadatta pensó: «Me he liberado de Dirgheti y de su reina, pero el hijo de ambos, el príncipe Dirghayu, todavía vive. Con toda seguridad planeará la manera de asesinarme pero como nadie lo conoce, no tengo forma de descubrirlo y saber quién es». Así que el rey vivía con un gran temor y una angustia continua en su mente.

Poco después de la ejecución de sus padres y bajo un nombre falso, Dirghayu buscó empleo en los establos del rey y fue contratado por el domador de elefantes.

Dirghayu rápidamente se hizo querer por todos y sus grandes habilidades llegaron a oídos del rey, quien hizo que lo llevaran ante su presencia. Como estaba encantado con él, le dio trabajo en su propio castillo. Dirghayu demostró ser tan capaz y diligente, que el rey en poco tiempo le ofreció un puesto de confianza.

Un día, el rey emprendió una expedición de caza y se separó de su séquito, permaneciendo con Dirghayu a solas. Y como el rey estaba muy cansado por el esfuerzo de la expedición, se acostó y se durmió reposando su cabeza sobre el regazo de Dirghayu.

Entonces Dirghayu pensó: «Este rey me ha tratado injustamente. Arrebató el reino a mi padre, asesinó a mi familia, y ahora su vida está en mis manos». Desenvainó su espada con la intención de matar a Brahmadatta, pero, al recordar que su padre le había enseñado a no buscar la venganza y a perdonar siempre, volvió a enfundarla.

Por fin, el rey se despertó sobresaltado por una pesadilla y el joven le preguntó por qué estaba tan asustado. «Mi descanso», dijo el rey, «siempre es agitado, porque con frecuencia sueño que estoy en manos del joven Dirghayu, quien está conmigo a solas y va a matarme. Acabo de soñar eso con más nitidez que nunca y el sueño me ha llenado de desconfianza y de terror».

Entonces el joven, señalando su espada, le dijo: «Yo soy el príncipe Dirghayu, y estás en mi poder: el momento de la venganza ha llegado».

El rey cayó de rodillas ante Dirghayu, suplicando que le perdonara la vida. Dirghayu le respondió: «Eres tú, ¡oh rey!, a quien debo pedir que me perdone la vida. Durante muchos años me has buscado para asesinarme y, ahora que me has encontrado, déjame suplicarte por mi vida».

Fue en ese momento cuando Brahmadatta y Dirghayu se perdonaron mutuamente la vida, se tomaron de las manos y juraron que nunca más se harían daño. Al rey le conmovió tanto el noble e indulgente espíritu de Dirghayu, que le dio a su hija en matrimonio y le devolvió el reino de su padre.

Así pues, el odio no termina con el odio, sino con el perdón, que es más hermoso, más dulce y más eficaz que la venganza. Es el comienzo del amor, de ese amor divino que no busca su propio interés. Y quien lo practica, quien se perfecciona a sí mismo en él, por fin llega a comprender ese bendito estado en el que los tormentos del orgullo, de la vanidad, del odio y de las represalias siempre se desvanecen, y donde la buena voluntad y la paz son inmutables e ilimitadas.

En ese estado de dicha serena y silenciosa, incluso el perdón desaparece porque ya no es necesario, ya que aquél que lo ha alcanzado, no ve ningún mal por el que deba guardar rencor, sino que sólo advierte la ignorancia y el engaño de aquellos por los que ahora siente compasión. El perdón sólo es necesario mientras exista cualquier tendencia a guardar rencor, a tomar represalias y a sentirse ofendido. Amar por igual a todos es la ley perfecta, el estado perfecto en el cual todos los estados menores encuentran su conclusión. El perdón es una de las entradas al impecable templo del Amor Divino.

JAMES ALLEN
Capítulo 7 de su libro «Los caminos de la felicidad»


FUENTE: https://mivozestuvoz.internet/2020/10/18/los-caminos-de-la-felicidad-7-el-perdon-james-allen/

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