“Juan, el loco de las flores”, por Julio Andrés Pagano

Jorge Gomez (333)

Cuenta una historia que en la Tierra hubo un hombre que vivió de manera rutinaria y murió lejos de los aplausos y los reconocimientos públicos, sin embargo ayudó a que millones y millones de personas pudiesen vivir en paz.

No se sabe cuál era su apellido. Se lo conoció como “Juan, el loco de las flores”. Hay quienes afirman que era hijo único y quedó huérfano desde muy joven. Dicen que eso fue lo que le imprimió a su mirada una profunda melancolía, que daba a sus grandes ojos marrones un tinte muy especial.

Se desempeñó como empleado del Estado. Su tarea era rutinaria, asfixiante en algunos casos. Día tras día atendía largas colas de quejas que parecían calcadas. Soportar una carga vibracional tan densa era un tortuoso ritual deshumanizante. Sin embargo, Juan sabía que al menos de ese modo podía pagar sus cuentas a fin de mes, y eso lo animaba a juntar coraje para levantarse de la cama y regresar al trabajo cada mañana.

Muchas veces se preguntaba cuál era el sentido de su vida, ya que todo parecía transcurrir dentro de un círculo que conducía a más y más de lo mismo, sin embargo no encontraba la respuesta. Su barrio era gris, lleno de smog e incesante ruido. Vivir en la zona céntrica de una enorme ciudad tenía sus beneficios a la hora de transportarse, pero restaba calidad de vida. Casi no cruzaba palabras con sus vecinos, porque todos estaban apurados corriendo detrás de sus deseos.

Entre tantos edificios modernos, su modesta casa parecía aún más pequeña. Por su estilo antiguo, era como si en ese punto de la gran urbe, el último recuerdo de lo que en su tiempo fue un pintoresco barrio se resistiese a morir aplastado por la alocada indiferencia de la modernidad.

Juan tenía una pasión: amaba las flores. No sabía bien por qué, pero sentía que ellas eran la razón de su existencia. Nunca antes se vio a un hombre que tuviese tanta gracia y delicadeza a la hora de cuidar las plantas. Su jardín era único, especial. Todo lo que allí había parecía brillar. Si alguien tuviese que ejemplificar cómo sería el paraíso, sin dudas mostraría ese jardín. Era la belleza natural llevada a su máxima expresión. Parecía un verdadero cuadro viviente, en donde el color, la armonía y los aromas se daban cita para danzar en unidad. Verlo inspiraba vida. Sin embargo nadie tenía tiempo para presarle atención, pues quienes por allí pasaban iban envueltos en interminables pensamientos que los hacían moverse de manera mecanizada.

Si no fuese porque tenía que afrontar sus compromisos mensuales, Juan nunca se hubiese separado de sus flores. Cada día, al subir al colectivo que lo llevaba a su trabajo, se sentía morir. Su cuerpo se encorvaba. Caminaba como quien se arrastra. Internamente se resistía a ir cada día a escuchar las protestas de aquellos que de paso aprovechaban y descargaban sus frustraciones cotidianas con la excusa de un mal servicio prestado. Sólo lo salvaba el vívido recuerdo de sus resplandecientes flores.

A medida que sus oídos se abarrotaban de quejas, Juan miraba con insistencia su reloj. Contaba cada segundo. No veía la hora de regresar a su jardín. Necesitaba volver a respirar, necesitaba sentirse vivo. En la oficina sus compañeros de trabajo se burlaban de su manera extraña de comportarse, ya que medio minuto antes de que finalizara la jornada, siempre estaba con el abrigo en la mano esperando para marcar la tarjeta que acreditara su labor.

Ni bien ponía un pie en la calle, su cuerpo se erguía, sus músculos se tonificaban y su andar cobraba un vigor nunca visto. Ni el mejor ilusionista hubiese podido hacer semejante transformación. Se lo podía sentir. Era otro hombre, incluso sonreía. Su enérgica actitud despertó sospechas entre sus compañeros de trabajo, al punto de que un día decidieron seguirlo a ver a dónde iba, ya que no podían creer su comportamiento tan extraño.

“¿Debe ir a ver a su amada?” dijo uno con sorna, sabiendo que era un hombre al que le costaba relacionarse. Tamaña sorpresa se llevaron al ver que apareció rápidamente en su jardín -que daba a la calle-, con un mameluco marrón. Como quien llega a un lugar sagrado, muy lentamente se descalzó e inclinó ante a sus flores y una a una las besó. Luego les contó cuánto las había extrañado y comenzó a cantarles, mientras las acariciaba con dulzura. Esos minutos fueron suficientes para que de ahí en más, Juan fuese llamado “el loco de las flores”.

Su vida transcurrió así, envuelta en la rutina para pagar sus deudas y renaciendo cada vez que su día laboral finalizaba. A los ojos de muchos, su paso por el mundo fue intrascendente. Cualquiera podría afirmar que, de haberla tenido, Juan no cumplió con su misión de vida, ya que -en apariencia- no había hecho nada significativo.

Al día siguiente de su muerte, en las los altos estamentos políticos de su ciudad hubo una reunión secreta para determinar si el país iba a la guerra. En medio de muchas discusiones, el presidente pidió que hicieran un receso, pues necesitaba aclarar su mente antes de tomar la decisión final.

Sin que los demás lo supieran, pidió a su chofer que lo llevara a dar un paseo en su coche blindado. Necesitaba reflexionar en soldad. Quiso el destino que en su recorrido el mandatario pasara frente al jardín de Juan. Como quien queda presa de un hechizo, el presidente no pudo quitar la vista de las flores. En una fracción de segundos, al contemplar tanta belleza y armonía tomó conciencia de que la guerra no era la decisión correcta, pues sólo traería más caos y destrucción.

Cuenta la crónica de ese entonces que por asumir una posición no bélica, el presidente recibió el premio nobel de la paz, y su nombre salió en los medios de todo el mundo. Fue el dueño de todos los aplausos y reconocimientos.

Lo que nunca nadie supo fue que el verdadero gestor de la paz fue Juan, quien gracias a su profundo amor por las flores salvó la vida de millones y millones de personas, que de otro modo hubiesen perecido en la guerra.

Centrado en su corazón y desoyendo toda burla, Juan hizo posible que un pedazo de cielo tocara la Tierra. El no recibió distinción alguna ni tampoco cosechó aplausos. Amó las flores y honró la vida. Sin saberlo, cumplió con su misión. Fue uno de los tantos y tantos héroes anónimos que a diario ayudan a co-crear un mundo lleno de paz y armonía.

Nuestra vida a veces es un poco así, como la de Juan, parece no tener sentido. Sin embargo, si escuchamos la voz de nuestro corazón, por más que no lo parezca, de un modo u otro siempre estaremos haciendo nuestra tarea.

No bajes tus brazos. Seguí confiando. Vos también sos Juan.

Julio Andres Pagano Boladeluz

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