Vivir para morir
Vivir para morir tiene un gran encanto. Vivir pensando en los bienes eternos y menospreciando los bienes pasajeros es ventajoso. La muerte física es la certeza básica en esta realidad terrena y aceptar esta verdad alegremente es aceptar la voluntad de Dios. La Vida eterna, la Vida en el Cielo, es tan bella, que si uno logra imaginar o saborear un poco de esta plenitud, poco le importará cambiar la vida transitoria en este valle de lágrimas, por la alegría de la Vida contemplando el rostro de Dios.
Mundo pasajero
En este mundo se ven a muchas personas esforzándose por alcanzar riquezas, fama, éxito profesional o político… “Del mundo son todas estas cosas y el “mundo ama lo suyo” (Juan 15,19), y sin embargo todas estas cosas no duran mucho tiempo con el mundo, “porque pasará el mundo y también sus concupiscencias” (I Juan 2,17). Tú, por consiguiente, si juzgas sabiamente, si hay luz en tus ojos, deja pasar las cosas que es miseria conseguirlas, que poseídas pesan, que amadas manchan, que perdidas atormentan. Deja, pues, todas estas cosas por Aquel que está sobre todas las cosas” (San Buenaventura: 1947: p.83).
“Dice San Agustín: “Los que florecen en la felicidad del siglo, mueren para Dios: florecen temporalmente, perecen eternamente: florecen en bienes falsos, perecen en tormentos verdaderos”. Y él mismo dice en otro lugar: “Si nos gusta poseer algo de este mundo, con el alma libre poseamos a Dios, que posee todas las cosas, y en Él tendremos feliz y santamente todo cuanto deseamos” (En: San Buenaventura: 1947: p.85).
Dice San Bernardo: “Mirad como los amadores de este mundo recorren las ferias de este siglo buscando unos riquezas, otros honores y otros gloria. ¿Y qué diré de las riquezas? Se adquieren con trabajo, se poseen con temor y se pierden con dolor. ¿Qué de los honores? Subiste a un puesto sublime; ¿acaso no has de ser juzgado por todos, destrozado por todos? ¿Acaso hay honor sin dolor, prelacía sin tribulación, sublimidad sin vanidad? ¿Y qué diré de la gloria? No es más que un vano halago de los oídos. ¿Estará exenta de ser juzgada? Mira a todos los que precedes y piensa que en todos has sembrado semillas de envidia” (En: San Buenaventura: 1947: p.82).
El verdadero tesoro
Dice Jesús: “¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, como van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No se inquieten entonces diciendo: “¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?”. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en los Cielos sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mateo 6,28-34).
La clave está en las palabras de Cristo. Quizás nunca nos falte alimento y vivienda, quizás hasta resulte que seamos famosos, como le ocurre a quienes llegan a ser Pontífices, o como le ocurrió a la Madre Teresa de Calcuta, quizás hasta nos hagamos responsables de ocupar un puesto revestido de poder, con la intención de servir…
Pero lo importante es saber distinguir el tesoro verdadero, que es el Reino de Dios, de los bienes pasajeros, que en manos de ciertas personas pueden ser perjuiciosos más que beneficiosos. Y confiar en Dios, que sabe perfectamente que necesitamos comer y dormir bajo techo para vivir dignamente, y que nos dará todo eso por añadidura al ver que nuestro corazón está centrado en su Amor, su Voluntad y su Palabra.
Recordemos que solo el cofre del tesoro verdadero es el que contiene la Paz, la Sabiduría, el Amor, la Alegría y la Vida eterna.
El Reino de los Cielos
¡Si degustásemos la Vida eterna! ¡Si contemplásemos a Jesús transfigurado! ¡Si sintiésemos la maravilla de estar unidos a Dios, en Dios! ¡No tendríamos duda al momento de elegir! ¡Apostaríamos todas nuestras fichas al Reino de Dios, al Paraíso, a la Jerusalén Celestial, a favor de la Vida eterna!
“El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder, y de alegría por ello, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo. El reino de los cielos también es semejante a un mercader que busca perlas finas, y al encontrar una perla de gran valor, fue y vendió todo lo que tenía y la compró” (Mateo 13,44-46).
En el reino de los cielos “el alma se embriaga de dulzura, es la elevación de la mente, cuando felizmente el ánimo abstraído de lo terreno, se eleva de un modo maravilloso sobre sí misma, sobre el mundo, y aun sobre toda criatura, de manera que ya puede decir el alma: “Me introdujo el Rey en la sala del festín” (Cant. 2,4). Esta es aquella cámara de vino, en la que es introducida el alma, en la que el alma bebe el vino sazonado con la dulzura de la inestimable Divinidad, y bebe la blanquísima leche de la incontaminable Humanidad. Oh alma, aquí los amigos beben, pero se embriagan los muy amigos. ¡Oh feliz embriagues, a la que sigue tan casta y tan santa sobriedad del alma y del cuerpo! Aquí el alma, al modo que el ebrio, se pone gozosa y alegre en lo adverso, fuerte y segura en el peligro, prudente y discreta en lo prospero, generosa y pía en perdonar injurias, y, finalmente, quieta y soñolienta descansando en los brazos divinos, porque la mano izquierda del Esposo reposa amorosamente bajo la cabeza de la esposa, y la “diestra del Amado la abraza” (II Cor. 1,7) amoroso” (San Buenaventura: 1947: p.91).
La muerte cierta
Tengamos en cuenta “que la muerte no puede evitarse, que la hora de la muerte no puede saberse, que el momento preordenado por Dios no puede cambiarse” (Salmo 83,2). Dios decide que día y a qué hora debemos partir, no nosotros. Las angustias terrenales no pueden llevarnos a acortar nuestros días en este valle de lágrimas. La seducción, el éxito y la satisfacción que dan los bienes terrenales no pueden llevarnos a alargar nuestra estadía corporal.
Dice San Bernardo “Oh vida segura, cuando la conciencia está pura; cuando se espera la muerte sin temor, cuando se la desea con dulzura, y se la acepta con devoción” (En: San Buenaventura: 1947: p.97).
“Mientras dure esta vida, gánate aquella vida que dura por siempre. Mientras vives en la carne, muere al mundo, al fin de que después de la muerte de la carne, comiences a vivir para Dios” (San Bernardo -En: San Buenaventura: 1947: p. 97).
“Terrible es el infierno, pero es más terrible el rostro airado del Juez; y lo que supera a todo terror es la separación eterna de la contemplación de la beatísima y felicísima Trinidad. Dice San Crisóstomo. El ser excluido de los bienes eternos, y el hacerse ajeno a lo que preparó el Señor para los que le aman, produce tan gran tormento, que si exteriormente ninguna pena atormentara, esta sola bastaría, y mejor sería sufrir mil millares de llamas, que ver airado el mansísimo rostro de Cristo y verse separado de Él para siempre” (San Buenaventura: 1947: p.100).
¡Qué horror perder el abrazo de Dios! ¡Qué tristeza ser alejado de su compañía y carecer de su amistad!
Sabiendo
Sabiendo, que lo eterno es más extenso que lo finito. Que ningún bien terrenal puede compararse a las maravillas del Reino de Dios. Que la muerte es cierta y que los bienes temporales perecen con ella. Pongamos nuestra esperanza y nuestro anhelo en Dios, que es el único capaz de colmar nuestro corazón. Y vivamos todos los días que nos son dados en la tierra de la mejor manera, sirviendo, amando, y porque no, también disfrutando en la medida de lo posible, pero ante todo, siempre recordando donde está escondido el verdadero tesoro.
Fuentes y Bibliografía
- EL LIBRO DEL PUEBLO DE DIOS – LA BIBLIA. Buenos Aires: Editorial San Pablo, 1981.
- San Buenaventura. Diez opúsculos místicos. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ediciones Pax Et Bonum, 1947.
Autora: Cecilia Wechsler, colaboradora de la Gran Hermandad Blanca hermandadblanca.org
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