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Gran Hermandad Blanca

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Inicio › Vida Consciente › Crecimiento Personal › La Libertad primera y última de Krishnamurti

La Libertad primera y última de Krishnamurti

Actualizado en 16/05/2019, por Rosa (Editora)Dejar un comentario

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KRISHNAMURTI4 con la mano tendida hacia arriba

PREFACIO

El hombre es un ser anfibio que vive a un tiempo en dos mundos: el mundo de lo dado y el mundo de lo hecho por él mismo; el mundo de la materia, la vida y la conciencia, y el mundo de los símbolos. En nuestro pensar utilizamos un repertorio de sistemas que son símbolos: el lenguaje, las matemáticas, el arte pictórico, la música, el ritual y lo demás. Sin tal sistema de símbolos no habría arte, ni ciencia, ni filosofía, ni siquiera tendríamos los rudimentos de la civilización: en otras palabras, descenderíamos a la animalidad.

Los símbolos son, pues, imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia de todos los tiempos, los símbolos también pueden tener consecuencias fatales. Como ejemplo, tómese de un lado el dominio de la ciencia, y del otro, el de la política y la religión. El pensar en términos de cierta clase de símbolos y el actuar en respuesta a los mismos nos ha permitido comprender, y hasta cierto punto dominar las fuerzas elementales de la naturaleza.

En cambio, el pensar en términos de otra clase de símbolos y el actuar en respuesta a ellos nos hace utilizar esas fuerzas como instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo. En el primer caso los símbolos estuvieron bien escogidos, cuidadosamente analizados y progresivamente adaptados a los hechos de la existencia física. En el segundo caso los símbolos originalmente mal escogidos no han sido nunca sometidos a riguroso análisis, ni tampoco se han ido mortificando para ponerlos en armonía con los hechos de la vida humana. Más aun, estos símbolos inadecuados inspiran a todo el mundo tanto respeto como si por arte de magia fueran más reales que las mismas realidades que representan. Así, en los textos de religión y de política, no se piensa que las palabras representan defectuosamente hechos y cosas, sino que, por el contrario. los hechos y las cosas sirven para comprobar la validez de las palabras.

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Hasta hoy, los símbolos sólo han sido utilizados de un modo realista en materias a las cuales no damos la máxima importancia. En todo lo concerniente a nuestros móviles más profundos, persistimos en valernos de símbolos no sólo irracionalmente sino con asomos de idolatría y hasta de locura. El resultado final de todo esto es que el hombre ha podido cometer, a sangre fría y por largos períodos de tiempo, actos que las bestias sólo son capaces de cometer por breves instantes, cuando están en el colmo del frenesí, del deseo o del terror. Los hombres pueden volverse idealistas porque hacen uso de los símbolos y les rinden culto; y, por ser idealistas, pueden transformar la intermitente codicia del animal en los grandiosos imperialismo de un Rhodes o de un J.P.

Morgan; el intermitente afán de pelea del animal lo pueden transformar en el Stalinismo o en la Inquisición española; y el transitorio apego del animal a la tierra que lo sustenta, lo pueden transformar en el deliberado frenesí del nacionalismo. Afortunadamente, el hombre puede también convertir la intermitente bondad del animal en la caridad de toda la vida de una Elizabeth Fry o de un Vicente de Paúl; la intermitente dedicación animal a la hembra, al macho y a la prole, la puede convertir en la razonada y persistente cooperación humana que hasta la fecha ha demostrado ser tan recia que ha logrado salvar al mundo de las desastrosas consecuencias del otro tipo de idealismo. ¿Será posible que este idealismo siga salvando al mundo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que con la bomba atómica en manos del idealismo nacionalista ha disminuido mucho la ventaja de los idealistas de la caridad y cooperación.

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Ni siquiera el mejor de los libros sobre el arte de cocina puede substituir a la peor de las comidas. El hecho es obvio. Y, sin embargo, en el transcurso de los siglos, los filósofos más profundos y los teólogos más hábiles y eruditos han caído constantemente en el error de identificar sus obras puramente verbales con la realidad de los hechos, o peor aun, han imaginado que, en alguna forma, los símbolos son más reales que aquello que representan. Este culto a la palabra no ha dejado de ser combatido. Según San Pablo: “La letra mata; el espíritu vivifica”. “Y ¿Por qué -se pregunta Eckhart-, por qué caer en habladurías sobre Dios? Cualquier cosa que digáis de Dios es falsa”. En el otro extremo de la tierra el autor de uno de los Mahayana sutras afirmó que “Buda nunca predicó la verdad, pues comprendía que tenéis que descubrirla dentro de vosotros mismos”. La gente respetable se desentendía de esos dichos por creer que eran profundamente subversivos. Y así, al correr del tiempo, perduró la idolatría que exagera el valor de los emblemas y las palabras. Las religiones se hundieron en la decadencia, pero la vieja costumbre de promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los mismos ateos.Durante los últimos años, los expertos en lógica y semántica han hecho un minucioso análisis de los símbolos que el hombre usa para pensar. La lingüística se ha convertido en una ciencia y hasta existe una materia de estudio denominada por Benjamín Whorf meta-lingüistica. Todo esto es muy encomiable, pero no basta. La lógica y la semántica, la lingüística y la meta-lingüística son disciplinas puramente intelectuales que analizan las diversas formas, correctas e incorrectas, significativas e insignificantes, en que las palabras pueden relacionarse con las cosas, los procesos y los acontecimientos. Pero estas disciplinas no ofrecen orientación alguna respecto del magno problema, más fundamental que cualquier otro, de la relación del hombre, en su totalidad psicofísica, con los dos mundos en que vive: el mundo de los hechos y el mundo de los símbolos.

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En todas partes y en toda época de la historia este problema ha sido resuelto individualmente por algunos hombres y mujeres. Aunque hablaran y escribieran sobre ello, estos individuos crearon ningún sistema porque sabían que todo sistema o doctrina envuelve la tentación de exagerar el valor de los símbolos, de dar más importancia a las palabras que a las realidades que ellas representan. Su propósito nunca fue el de ofrecer explicaciones preconcebidas ni panaceas, sino invitar a la gente a hacer el diagnóstico y el tratamiento de sus propios males, lograr que vayan al lugar donde el problema del hombre y su solución se presentan directamente a la experiencia.

En este volumen, que contiene selecciones de escritos y alocuciones de Krishnamurti, el lector hallará una clara exposición contemporánea del problema humano fundamental y una incitación a resolverlo en la única forma en que puede resolverse, resolviéndolo cada individuo por sí y para sí mismo. Las soluciones colectivas, en que muchos ponen desesperadamente su fe, son siempre soluciones inadecuadas. “Para comprender la confusión y la desdicha que hay dentro de nosotros, y por lo tanto en el mundo, hemos de comenzar por hallar claridad dentro de nosotros mismos, y esa claridad surge del recto pensar. La claridad interior no puede organizarse, porque no puede recibirse ni darse a otra persona. El pensamiento que se organiza colectivamente es una mera repetición. La claridad no es resultado de la afirmación verbal sino de la comprensión de uno mismo y del recto pensar. A la rectitud del pensamiento no se llega por el mero cultivo del intelecto, ni por la imitación de modelos, aunque estos sean dignos y nobles. La rectitud del pensamiento nace del conocimiento propio. Sin comprenderse uno a sí mismo no hay base para el pensamiento; sin el conocimiento propio, lo que “uno piensa no es verdadero”.

Este tema básico lo desarrolla Krishnamurti una y otra vez. “Hay esperanza en los hombres, no en la sociedad, no en los sistemas ni en los credos religiosos organizados, sino en vosotros y en mí”. Las religiones organizadas, con sus mediadores, sus libros sagrados, sus dogmas, sus jerarquías y sus rituales, sólo ofrecen una falsa solución al problema fundamental. “Cuando citáis la Bhagavad Gita, o la Biblia, o algún libro sagrado chino, ¿qué hacéis, acaso, sino repetir? Y lo que repetís no es la verdad. Es una mentira, porque la verdad no puede repetirse”. Una mentira puede ampliarse, exponerse y repetirse, pero no puede hacerse lo mismo con la verdad. Cuando la verdad se repite, deja de ser la verdad; por eso los libros sagrados no tienen importancia. Es a través del conocimiento propio, no a través de la creencia en símbolos originados por otros, como el hombre llega a la realidad, eterna en que está arraigado su ser. La creencia en la perfección y en el valor supremo de cualquier conjunto determinado de símbolos no conduce a la liberación, sino a la historia, a la repetición de los viejos desastres de siempre. “La creencia tiene un inevitable efecto separatista. Si tenéis una creencia, si buscáis seguridad en vuestra particular creencia, os sentís separados de aquellos que buscan seguridad en alguna forma de creencia. Todas las creencias organizadas se basan en la separación aunque prediquen la fraternidad”. El individuo que ha resuelto el problema de sus relaciones con los dos mundos de hechos y símbolos, es un individuo sin creencias. Con relación a los problemas de la vida práctica, mantiene hipótesis viables que le sirven para realizar sus propósitos, y a las cuales no concede más importancia que a cualquier otra clase de instrumento. En cuanto se refiere al prójimo y a la realidad en que se afinca su vida, tiene las vivencias directas del amor y la comprensión. Es con el En de librarse de las creencias que Krishnamurti “no ha leído ningún libro sagrado, ni la Bhagavad Gita, ni las Upanishads”. Nosotros ni siquiera leemos obras sagradas; nos conformamos con leer periódicos, revistas e historietas detectivescas de nuestra preferencia. Esto quiere decir que nos enfrentamos a la crisis de nuestro tiempo, no con amor y comprensión, sino con “fórmulas, con sistemas”, que en verdad tienen muy poco valor. Pero “los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas”, porque las fórmulas conducen inevitablemente a “la ceguera del pensamiento”. El apego a las fórmulas es casi universal. Y es inevitable que así sea, “porque nuestra educación se basa en qué pensar, y no en cómo pensar”. Se nos educa como miembros creyentes y militantes de algún grupo: comunista, cristiano, mahometano, hindú, budista o freudiano. Por tanto, “respondéis al reto, que es siempre nuevo, de acuerdo con una norma vieja, y de ahí que la respuesta carezca de validez, de originalidad y frescor. Si respondéis como católico o como comunista, estáis respondiendo -¿no es verdad?- de acuerdo con el pensamiento condicionado. En consecuencia, vuestra respuesta no tiene sentido. ¿Y no es el hindú, el musulmán, el budista, el cristiano quienes han creado este problema? Así como la nueva religión es el culto del Estado, la vieja religión era el culto de una idea. “Si respondéis a un reto según el viejo condicionamiento, vuestra respuesta no os permitirá comprender el nuevo reto. Por eso, “lo que uno tiene que hacer para enfrentar el reto nuevo es librarse, despojarse enteramente del trasfondo, encararse con el reto de un modo nuevo”. En otras palabras, los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas, y ningún sistema debe considerarse más que como una conveniencia provisional. El creer en fórmulas, y los actos que de esas creencias se derivan, no pueden conducimos a una solución de nuestro problema. “Es sólo a través de la comprensión creadora de nosotros mismos como puede surgir un mundo creador, un mundo feliz, un mundo en que no existan ideas”. Un mundo en que no existan ideas sería un mundo dichoso, porque sería un mundo sin las poderosas fuerzas que condicionan, que obligan a los hombres a emprender acciones impropias, sería un mundo sin los dogmas consagrados por la tradición que sirven para justificar los peores crímenes y dar estudiados visos de razón a los mayores desatinos.

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Una educación que nos enseña qué pensar y no cómo pensar requiere una clase gobernante de sacerdotes y de maestros. Pero “la idea misma de dirigir a los demás es antisocial y antiespiritual. El dirigente siente satisfecho su anhelo de poder, y los que se dejan gobernar por él sienten satisfecho su deseo de certeza y seguridad. El guía espiritual provee a sus discípulos una especie de narcótico. Pero alguien podría interrogar:

“¿Qué hace usted? ¿No se comporta usted como un guía espiritual?” “Es obvio -contesta Krishnamurti- que yo no actúo como vuestro guía, porque, en primer término, no os doy satisfacción alguna. No os digo lo que debéis hacer en todo momento, ni de día en día, sino que os señalo algo; y vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo, de acuerdo con vuestro propio criterio y no de acuerdo con el mío. Nada os pido a vosotros, ni vuestro culto, ni vuestros elogios, ni vuestros reproches, ni vuestros dioses. Yo digo: esto es un hecho; podéis aceptarlo o rechazarlo. Y la mayoría de vosotros lo rechazará por la simple razón de que el hecho no os satisface”.

¿Qué es precisamente lo que nos ofrece Krishnamurti? ¿Qué es lo que podemos aceptar, si nos parece bien, pero que con toda probabilidad preferiremos rechazar? No se trata, como hemos visto, de un sistema de creencias, de un catálogo de dogmas, ni de un repertorio de ideas o ideales. No se trata de ningún caudillaje, ni mediación, ni dirección espiritual, ni siquiera se trata de un ejemplo; ni de un ritual, ni de una iglesia, ni de un código, ni de una elevación o alguna forma de parloteo estimulador.

¿Se tratará acaso de la autodisciplina? Tampoco, pues es la cruda realidad que la autodisciplina no sirve en absoluto para resolver nuestro problema. Para hallar la solución, la mente ha de abrirse a la realidad, ha de enfrentarse con los hechos del mundo exterior y del mundo interior, sin ideas preconcebidas ni limitaciones de ninguna especie. (El servicio a Dios es la libertad perfecta. Y, a la inversa, la libertad perfecta es el servicio a Dios). Al someterse a la disciplina, la mente no experimenta ningún cambio radical; es el mismo “yo” de antes, pero “maniatado, mantenido bajo dominio”.

La autodisciplina figura en la lista de cosas que Krishnamurti no nos ofrece. ¿No ofrecerá él la creación?

Contestamos otra vez con la negativa. “La creación os puede traer lo que buscáis; pero la respuesta puede venir de vuestro inconsciente, o del depósito de todos vuestros deseos. La respuesta no es la voz apacible de Dios”.

“Veamos -continúa Krishnamurti- lo que sucede cuando rezáis. Mediante la repetición constante de ciertas palabras, y dominando vuestro pensamiento, la mente se aquieta, ¿no es verdad? Por lo menos la mente consciente se aquieta. Arrodillados, como lo hacen los cristianos, o sentados, como lo hacen los hindúes, a través de tanta repetición la mente del que ora se aquieta. En esa quietud brota la insinuación de algo que habéis pedido, que puede venir de lo inconsciente, o que puede ser la respuesta de vuestros recuerdos. Pero, ciertamente, eso no es la voz de la realidad, pues la voz de la realidad debe venir a vosotros; a ella no se puede apelar, a ella no se puede orar. No podéis seducirla para que venga a vuestra pequeña jaula practicando el ‘puja’, el ‘bhajan’1 y otras cosas por el estilo, ni haciendo ofrendas florales, ni ceremonias propiciatorias, ni olvidándoos de vosotros mismos, ni emulando a otros. Una vez que se aprende el truco de aquietar la mente por la repetición de ciertas palabras, y de recibir insinuaciones en medio de esa quietud, surge el peligro -a menos que estéis en vigilancia muy alerta para averiguar el origen de tales insinuaciones- de que quedéis atrapados y la oración se convierta entonces en substituto de la búsqueda de la Verdad. Lo que pedís lo obtendréis, pero eso no será la verdad. Si deseáis, si pedís, recibiréis, pero a la larga tendréis que pagar su precio”.

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De la oración pasamos al yoga, otra de las cosas que no nos ofrece Krishnamurti. Porque el yoga es concentración, y la concentración es exclusión. “Erigís un muro de resistencia por la concentración en un pensamiento que habéis escogido, y tratáis de mantener alejados los demás pensamientos”. Lo que comúnmente se llama meditación es el mero “cultivo de la resistencia, de la concentración exclusiva en una idea que habéis escogido”. Pero, ¿cómo hacéis la selección? “¿Qué os hace pensar que algo sea bueno, verdadero, noble, y lo demás no lo sea? Es claro que la opción se basa en el placer, en la recompensa o en el éxito; o es meramente una respuesta del propio condicionamiento o de la tradición. ¿Por qué escogéis algo? ¿Por qué no examináis cada pensamiento? Si sentís interés por muchas cosas, ¿por qué razón escogéis una de ellas? ¿Por qué no investigáis todo lo que os interesa? En lugar de crear resistencia por la concentración en un interés o en una idea, ¿por qué no estudiáis cada interés y cada idea a medida que surgen? Después de todo, vosotros tenéis muchos intereses, muchos disfraces, conscientes e inconscientes. ¿Por qué preferís uno y desecháis los demás, si al oponeros a éstos creáis la resistencia, la lucha y el conflicto? Mientras que si examináis todo pensamiento en el instante en que surge -todo pensamiento, he dicho, y no algunos pensamientos-, entonces no hay exclusión. En verdad que es una tarea ardua el investigar cada uno de nuestros pensamientos. Porque, mientras investigamos un pensamiento, se introduce otro inadvertidamente. Pero si uno se da cuenta cabal de este proceso y sin deseo de justificar o dominar se dedica a observar pasivamente un pensamiento, notará que no habrá la intromisión de ningún otro pensamiento. Esa intromisión de otros pensamientos sólo ocurre cuando censuráis, comparáis, o inclináis”.

1 Ceremonias religiosas de los hindúes. (N. del T.)

“No juzguéis para que no seáis juzgados”. Esta enseñanza del Evangelio es tan aplicable a nuestra propia vida como a nuestro trato con los demás. Cuando uno juzga, compara o condena, la mente no está abierta a la verdad, no puede estar libre de la tiranía de los símbolos y sistemas; no puede escapar al ambiente, ni al pasado.

Ni la introspección con un fin predeterminado, ni el autoanálisis dentro de alguna norma tradicional, ni una serie de principios consagrados, pueden servirnos de ninguna ayuda. Hay una espontaneidad trascendente en la vida, una “Realidad creadora”, como la llama Krishnamurti, que se revela a uno cuando la mente se halla en estado de “alerta pasividad”, de “captación pasiva sin opinión”. El juicio y la comparación irremediablemente nos conducen a la dualidad. Sólo la captación pasiva sin opción puede conducirnos a la no dualidad, a la reconciliación de los opuestos en una comprensión total, en un amor total. Ama et fac quod vis. Si amáis podéis hacer lo que os plazca. Pero si comenzáis haciendo lo que queréis, o lo que no queréis hacer, en obediencia a algún sistema, a nociones, ideales o prohibiciones tradicionales, jamás amaréis. El proceso liberador ha de comenzar con la comprensión sin opción de lo que queréis, y de vuestras reacciones ante cualquier sistema de símbolos que os diga que debéis o no debéis querer eso. Mediante esta comprensión sin opción, a medida que penetra en los estratos profundos del “ego” y del subconsciente con él asociado, surgirán el amor y la mutua comprensión; pero éstos serán de naturaleza muy distinta al amor y la mutua comprensión que nosotros conocemos. Esta comprensión sin opción -en todo instante y en todas las circunstancias de la vida- es la única meditación eficaz. Todas las otras formas de yoga conducen, ya sea a la ceguera del pensamiento que se deriva de la autodisciplina, o a alguna modalidad de arrobamiento provocado por autosugestión, es decir, a alguna forma de falso “samadhi”. La liberación auténtica es “la libertad interior de la Realidad creadora”. “No es una dádiva; ha de ser descubierta y vivenciada. No es una adquisición que habéis de retener para glorificaros a vosotros. Es un estado de ser, como el silencio, en el que no hay devenir, en el que hay plenitud. Esta ‘creatividad’ no tiene necesariamente que buscar expresión; no es un talento que requiera manifestación externa.

No es necesario que seáis un gran artista ni que tengáis vuestro público. Si esto es lo que buscáis, no comprenderéis la Realidad interior. No es un don, ni es resultado del talento; este tesoro imperecedero sólo se halla cuando el pensamiento se libra de la concupiscencia, de la mala voluntad y de la ignorancia, cuando el pensamiento se libra de lo mundano y del afán de continuidad personal. Ha de ‘vivenciarse’ a través del recto pensar y la meditación”.

La autocomprensión sin opción nos lleva a la Realidad creadora, que está debajo de todas nuestras ilusiones destructivas; nos lleva a la serena sabiduría que siempre está allí a pesar de la ignorancia, a pesar del conocimiento, que es meramente otra forma de la ignorancia. El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada frecuencia, un estorbo a la sabiduría, al descubrimiento de uno mismo de instante en instante. La mente que ha llegado a la quietud de la sabiduría “comprenderá el ser, comprenderá lo que es amar. El amor no es personal ni impersonal. El amor es amor, y la mente no puede definirlo ni describirlo como algo exclusivo ni inclusivo. El amor es su propia eternidad; es lo real, lo supremo, lo inconmensurable”.

ALDOUS HUXLEY

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN

Comunicarnos unos con otros, aun conociéndonos bien, es en extremo difícil. Podré usar palabras que para osotros tengan diferente sentido que para mí. La comprensión sólo llega cuando nosotros -vosotros y yo- nos encontramos en el mismo nivel al mismo tiempo. Ello ocurre tan sólo cuando existe verdadero afecto entre las personas; entre marido y mujer, entre amigos intimos. Esa es la verdadera comunión. El entendimiento instantáneo adviene cuando nos encontramos en el mismo nivel al mismo tiempo.

Resulta muy arduo establecer contacto unos con otros en forma fácil, eficaz y con efectos definitivos. Yo empleo palabras que son muy sencillas, que no son técnicas, porque no creo que ningún tipo técnico de expresión vaya a ayudarnos a resolver nuestros difíciles problemas. No emplearé, pues, términos técnicos, ya sean de psicología o de ciencia. No he leído, por suerte, ningún libro sobre psicología ni libros religiosos. Desearía transmitir, con las palabras muy sencillas de que nos valemos en nuestra vida diaria, algo de significación más profunda; pero ello resulta muy difícil si no sabéis escuchar.

Existe un arte de escuchar. Para escuchar de veras, habría que abandonar o hacer a un lado todos los prejuicios, formulaciones previas y diarias actividades. Cuando os halláis en un estado mental receptivo, las cosas pueden comprenderse con facilidad; cuando vuestra verdadera atención está puesta en algo, escucháis.

Desgraciadamente, empero, la mayoría de nosotros escucha a través de un tamiz de resistencia. Nos escudamos en prejuicios religiosos o espirituales, psicológicos o científicos; o en nuestros diarios deseos, preocupaciones y temores. Escuchamos con todo eso por tamiz. De ahí que en realidad escuchemos nuestro propio ruido, nuestro propio sonido, no lo que se dice. Es en extremo difícil hacer a un lado nuestra educación, nuestros prejuicios, nuestras inclinaciones, nuestra resistencia, y, llegando más allá de la expresión verbal, escuchar de modo tal que comprendamos al instante. Esa va a ser una de nuestras dificultades.

Si, durante esta disertación, algo de lo que se dice resulta opuesto a vuestro modo de pensar y a vuestra creencia, escuchad; nada más; no resistáis. Podréis tener razón, y yo podré estar equivocado; pero escuchando y considerando esto juntos, vamos a descubrir qué es la verdad. La verdad no puede dárosla nadie. Tenéis que descubrirla; y, para descubrir, es preciso que haya un estado mental en el que exista la percepción directa. No hay percepción directa cuando hay una resistencia, un resguardo, una protección. La comprensión llega dándose uno cuenta de lo que es. Saber exactamente lo que es, lo real, lo efectivo, sin interpretarlo, sin condenarlo ni justificarlo, es, por cierto, el comienzo de la sabiduría. Sólo cuando empezamos a interpretar, a traducir de acuerdo con nuestro “condicionamiento”, a nuestro prejuicio pasamos por alto la verdad. Ello, al fin y al cabo, es como la investigación. Saber lo que una cosa es, lo que ella es exactamente, requiere investigación; no podéis traducirla conforme con vuestros estados de ánimo. De un modo análogo, si podemos mirar, observar, escuchar, darnos cuenta de lo que es, exactamente, entonces el problema está resuelto. Y eso es lo que procuramos hacer en todas estas disertaciones. Voy a señalaros lo que es, y no a traducirlo caprichosamente; y tampoco vosotros deberíais traducirlo o interpretarlo conforme con vuestro trasfondo o educación.

¿No es posible, entonces, darse cuenta de toda cosa tal como ella es? Partiendo de ahí, -ciertamente, puede haber comprensión. Reconocer, darse cuenta, descubrir lo que es, pone fin a la lucha. Si yo sé que soy mentiroso, ese es un hecho que reconozco, la lucha ha terminado. Reconocer, darse cuenta de lo que uno es, representa ya el comienzo de la sabiduría, el comienzo de la comprensión que os libra del tiempo. Introducir el factor tiempo -no el tiempo en un sentido cronológico sino como medio, como proceso psicológico, proceso de la mente- es destructivo y crea confusión.

Podemos, pues, tener comprensión de lo que es, cuando lo reconocemos sin condenación, sin justificación, sin identificación. Saber que uno se halla en cierta condición, en cierto estado, es de por sí un proceso de liberación; pero un hombre que no se da cuenta de su condición, de su lucha, trata de ser otra cosa que lo que él es, lo cual produce hábito. Tengamos presente, entonces, que deseamos examinar lo que es, observar y captar exactamente qué es lo existente, sin tendencia alguna, sin darle una interpretación. Se necesita una mente en extremo astuta, un corazón extraordinariamente flexible, para darse cuenta de lo que es y seguirlo; porque lo que es está en movimiento constante, sufre incesante transformación; y si la mente está amarrada a la creencia, al saber, deja de seguir el veloz movimiento de lo que es. Lo que es no es estático, por cierto; se mueve constantemente, como veréis si lo observáis bien de cerca. Y para seguirlo necesitáis una mente activa y un corazón flexible, cosa imposible cuando la mente es estática, cuando ella está fija en una creencia, en un prejuicio, en una identificación; y una mente y corazón secos no pueden seguir fácilmente, velozmente, aquello que es.

Creo que uno se da cuenta sin demasiada discusión, sin excesiva expresión verbal, de que hay caos, confusión y miseria, tanto en lo individual como en lo colectivo. No sólo en la India sino en el mundo entero. En China, en América, en Inglaterra, en Alemania, en todo el mundo, hay confusión, creciente infortunio. Ello no es sólo nacional, cosa de aquí particularmente; ocurre en el mundo entero. Hay un sufrimiento extraordinariamente agudo; y él no es sobo individual sino colectivo. Se trata, pues, de una catástrofe mundial, y resulta absurdo confinarla a una simple área geográfica, a una sección de un mapa en colores; porque entonces no entenderemos la plena significación de este sufrimiento, mundial a la vez que individual. Y dándonos cuenta de esta confusión, ¿cuál es hoy nuestra respuesta? ¿Cómo reaccionamos?

Hay sufrimiento: político, social, religioso. Todo nuestro ser psicológico está confuso, y todos los dirigentes, políticos y religiosos, nos han fallado. Todos los libros han perdido su significación. Podéis consultar la Bhagavad Gita o la Biblia, o el último tratado sobre política o psicología, y encontraréis que ellos han perdido ese timbre, esa cualidad de la verdad; se han vuelto meras palabras. Vosotros mismos, que sois los repetidores de esas palabras, estáis confusos e inciertos, y la simple repetición de palabras nada sugiere. Las palabras y los libros, por consiguiente, han perdido su valor. Es decir, si citáis la Biblia, o a Marx, o la Bhagavad Gita, vuestra repetición se convierte en una mentira porque vosotros mismos estáis inciertos, confusos. Lo que allí está escrito, en efecto, se vuelve mera propaganda; y la propaganda no es la verdad. De modo que, cuando repetís, habéis dejado de comprender el estado de vuestro propio ser; sólo cubrís con palabras de autoridad vuestra propia confusión. Lo que nosotros tratamos de hacer, empero, es comprender esta confusión y no encubrirla con citas. ¿Cuál es, pues, vuestra respuesta a la confusión? ¿Cómo respondéis a este extraordinario caos, a esta confusión, a esta incertidumbre de la existencia? Daos cuenta de ella mientras yo la dilucido; seguid no mis palabras sino el pensamiento que está activo en vosotros. Casi todos estamos acostumbrados a ser espectadores y a no tomar parte en el juego. Leemos libros pero nunca escribimos libros. Ha llegado a ser nuestra tradición maestro hábito nacional y universal, el de ser espectadores, el de ver jugar al fútbol, el de observar a los políticos y oradores públicos.

Somos simples extraños que miran, y hemos perdido la capacidad creadora. Queremos, por lo tanto, absorber y participar.

Si no hacéis más que observar, si sois meros espectadores, perderéis enteramente el significado de la disertación; porque esto no es una conferencia que hayáis de escuchar por la fuerza del hábito. No voy a brindaros información que podáis recoger en una enciclopedia. Lo que procuramos hacer es seguirnos mutuamente los pensamientos, seguir tanto y tan profundamente como podamos las insinuaciones, las respuestas, de nuestros propios sentimientos. Os ruego, pues que averigüéis cuál es vuestra respuesta a este proceso, a este sufrimiento; no cuáles son las palabras de alguna otra persona, sino cómo respondéis vosotros mismos. Vuestra respuesta es de indiferencia si os beneficiáis con el sufrimiento con el caos, si obtenéis provecho del mismo, ya sea económico, social, político o psicológico. No os importa, por lo tanto, que este caos continúe. No hay duda de que, cuanto más perturbación y caos hay en el mundo, más busca uno seguridad. ¿No lo habéis notado? Cuando hay confusión en el mundo -en lo psicológico y en todo lo demás- os encerráis en alguna clase de seguridad, ya sea la de una cuenta bancaria o la de una ideología; o bien recurrís a la oración vais al templo, lo cual es en realidad escapar a lo que sucede en el mundo. Más y más sectas se van formando; más y más “ismos” surgen a través del mundo. Porque, cuanto mayor es la confusión, más necesitáis de un líder, de alguien que os guíe para salir de este revoltijo. Por eso apeláis a los libros de religión o a uno de los instructores más en boga; o bien actuáis y respondéis de acuerdo con un sistema que parezca resolver el problema, un sistema de izquierda o de derecha. Eso, exactamente, es lo que está ocurriendo.

No bien os dais cuenta de la confusión, de lo que es exactamente, procuráis esquivarlo. Y las sectas que os ofrecen un sistema para hallar solución al sufrimiento económico, social o religioso, son lo peor; porque entonces lo importante se vuelve el sistema, no el hombre, ya se trate de un sistema religioso o de un sistema de izquierda o de derecha. El sistema, la filosofía, la idea, llegan a ser lo importante, no el hombre; y en aras de la idea, de la ideología, estáis dispuestos a sacrificar a todo el género humano. Eso, exactamente, es lo que está sucediendo en el mundo. Esta no es mera interpretación mía; si lo observáis, veréis que eso, exactamente, es lo que ocurre. El sistema se ha vuelto lo importante. Por consiguiente, como el sistema es lo que importa, el hombre -vosotros y yoperdemos significación; y los que controlan el sistema, religioso o social, de izquierda o de derecha, asumen autoridad, asumen el poder y a causa de ello os sacrifican a vosotros, al individuo. Eso, exactamente, es lo que está ocurriendo.

Ahora bien: ¿cuál es la causa de esta confusión, de esta miseria? ¿Cómo se ha producido esta desgracia, este sufrimiento que no sólo es íntimo sino externo, este temor y expectativa de la guerra, de la tercera guerra mundial que ya se está desencadenando? ¿Cuál es la causa de ello? Ella indica, por cierto, el derrumbe de todos los valores morales, espirituales, y la glorificación de todos los valores sensuales, del valor de las cosas hechas por la mano o por la mente. ¿Qué ocurre cuando no tenemos otros valores que el valor de las cosas de los sentidos, el valor de lo producido por la mente, la mano o la máquina? Cuanto mayor es la significación que atribuimos al valor sensual de las cosas mayor es la confusión. ¿No es así? Nuevamente: esta no es una teoría mía. No necesitáis citar libros para descubrir que vuestros valores, vuestra riqueza, vuestra existencia social y económica, se basan en cosas hechas por la mano o por la mente. De modo, pues, que vivimos y funcionamos con nuestro ser impregnado de valores sensuales, lo cual significa que las cosas -las de la mente, la mano y la máquina- han llegado a ser lo importante; y cuando las cosas adquieren importancia, la creencia cobra predominante significación. Eso, exactamente, es lo que ocurre en el mundo, ¿verdad?

Trae, pues, confusión, el atribuir significación cada vez mayor a los valores de los sentidos; y estando en la confusión, tratamos de escapar de ella de diversas maneras, ya sea religiosas, económicas o sociales, o mediante la ambición, el poder, la busca de la realidad. Pero lo real está cerca: no necesitáis buscarlo; y el hombre que busca la verdad nunca la encontrará. La verdad está en lo que es; y en eso consiste su belleza. Pero no bien la concebís, no bien la buscáis, empezáis a luchar; y el que lucha no puede comprender. Por eso es que debemos estar en silencio, en observación, pasivamente perceptivos. Vemos que nuestro vivir, nuestra acción, está siempre dentro del campo de la destrucción, dentro del campo del dolor; como una ola, la confusión y el caos siempre nos alcanzan. No hay intervalo en la confusión de la existencia.

Todo lo que actualmente hacemos parece conducir al caos, parece llevarnos al dolor y a la infelicidad. Mirad vuestra propia existencia y veréis que nuestro vivir está siempre al borde del dolor. Nuestro trabajo, nuestra actividad social, nuestra política, las diversas asambleas de naciones para poner coto a la guerra, todo ello produce más guerra. La destrucción es la secuela del vivir; todo lo que hacemos lleva a la muerte. Eso es lo que en realidad acontece.

¿Podemos poner fin de una vez a esta desgracia, y no seguir siendo atrapados de continuo por la ola de confusión y dolor? Es decir, grandes instructores, ya sea Buda o Cristo, han aparecido; ellos aceptaron la fe y se libertaron, tal vez, de la confusión y del dolor. Pero ellos nunca impidieron el dolor, jamás pusieron coto a la confusión. La confusión continúa, el dolor prosigue. Y si vosotros, al ver esta confusión social y económica, este caos, esta miseria, os retiráis a lo que se llama vida religiosa” y abandonáis el mundo, podréis tener la sensación de que os unís a esos grandes instructores; pero el mundo continúa con su caos, su miseria y su destrucción, con el sempiterno sufrir de sus ricos y de sus pobres. De modo, pues, que nuestro problema -el vuestro y el mío- consiste en saber si podemos salir de esta miseria instantáneamente. Si, viviendo en el mundo, rehusáis formar parte de él, ayudaréis a otros a salir de este caos, no en el futuro, ni mañana sino ahora. Ese, por cierto, es nuestro problema.

La guerra, probablemente, se viene, más destructiva y aterradora en sus formas. Es indudable que nosotros no podemos impedirla, porque los puntos en litigio son demasiado marcados, demasiado próximos. Pero vosotros y yo podemos percibir la confusión y la miseria de inmediato, ¿verdad? Tenemos que percibirlas; y entonces estaremos en condiciones de despertar la misma comprensión de la verdad en los demás. En otras palabras: ¿podéis ser libres al instante? Esa, en efecto, es la única salida de esta miseria. La percepción sólo puede ocurrir en el presente. Mas si decís “lo haré mañana”, la ola de confusión os alcanza, y entonces os veis siempre envueltos en la confusión.

¿Es, pues, posible llegar a ese estado en que percibís la verdad instantáneamente, y por lo tanto ponéis fin a la confusión en vosotros mismos? Yo digo que lo es; y ese es el único camino posible. Digo que puede y debe hacerse, sin basarse en la suposición ni en la creencia. Producir esa extraordinaria revolución, que no es la revolución para deshacerse de los capitalistas e instalar otro grupo; traer esa maravillosa transformación que es la única revolución verdadera, tal es el problema. Lo que generalmente se llama “revolución” es tan sólo la modificación o la continuación de la derecha de acuerdo con las ideas de la izquierda. La izquierda, después de todo, es la continuación de la derecha en forma modificada. Si la derecha se basa en valores sensuales, la izquierda es mera continuación de los mismos valores sensuales, diferentes tan sólo en el grado o en la expresión. La verdadera revolución, pues, sólo puede llevarse a efecto cuando vosotros, individuos, os volvéis perceptivos en vuestra relación con los demás. Indudablemente, lo que vosotros sois en vuestra relación con los demás -con vuestra esposa, vuestro hijo, vuestro patrón, vuestro vecino-, eso es la sociedad. La sociedad no existe por sí misma. La sociedad es lo que vosotros y yo hemos creado con nuestras relaciones; es la proyección hacia fuera de todos nuestros estados psicológicos íntimos. De modo, pues, que si vosotros y yo no nos comprendemos a nosotros mismos, la mera transformación de lo externo -que es la proyección de lo interno- no tiene significación alguna. Es decir, no puede haber alteración ni modificación significativa de la sociedad mientras no me comprenda a mí mismo en relación con vosotros. Estando confuso en mi vida de relación, doy origen a una sociedad que es la reproducción, la expresión externa de lo que yo soy. Este es un hecho obvio que podemos discutir. Podemos dilucidar si la sociedad, la expresión externa, me ha producido a mí, o si yo he producido la sociedad.

¿No es, pues, un hecho evidente que lo que yo soy en mi relación con el prójimo crea la sociedad; y que, sin transformarme radicalmente, no podrá haber transformación de la función esencial de la sociedad? Cuando esperamos de un sistema la transformación de la sociedad, no hacemos sino eludir la cuestión, porque un sistema no puede transformar al hombre; siempre es el hombre quien transforma el sistema, como lo muestra la historia.

Hasta que yo, en mi relación con vosotros, me comprenda a mí mismo, seguiré siendo la causa del caos, de la miseria, de la destrucción del miedo y de la brutalidad. Comprenderme a mí mismo no es cuestión de tiempo. Yo puedo comprenderme en este mismo instante. Si yo digo “me comprenderé a mí mismo mañana”, introduzco el caos y la miseria, mi acción es destructiva. En cuanto digo que “habré” de comprender, introduzco el elemento tiempo, por lo cual ya me ha alcanzado la ola de confusión y destrucción. La comprensión es ahora no mañana.

“Mañana” es para la mente perezosa, la mente inactiva, la mente que no está interesada. Cuando estáis interesados en algo, lo hacéis instantáneamente; hay comprensión inmediata, transformación inmediata. Si no cambiáis ahora, jamás cambiaréis; porque el cambio que se efectúa mañana es mera modificación, no transformación. La transformación sólo puede producirse de inmediato; la revolución es ahora, no mañana.

Cuando eso acontece, os halláis completamente sin problemas, pues en tal caso el “yo” no se preocupa por sí mismo; y entonces estáis más allá de la ola de destrucción.

 

Extracto de Libro: La Libertad primera y última de Krisnamurti

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Rosa es una de las colaboradoras más antiguas de hermandadblanca.org, publicando información desde el 2008. Instructora de Yoga para niños y adolescentes con necesidades especiales, terapeuta de mindfulness, reflexología y naturopatia, monitora de Pedagogía Blanca, Intervención Sistémica con Familias, niños y adolescentes. Ella es todo corazón y una incansable buscadora de la verdad.

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