El nacimiento del Hijo Divino: Estudio de un símbolo cristiano.

Eva Villa

 

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Incluso para el agnóstico, la historia de la Encarnación Divina debe ser una de las más fascinantes leyendas que nos ha legado el pasado. Aunque normalmente se acepte como una historia cristiana, se trata de uno de los mitos más antiguos de la raza humana, tan arraigado en los fundamentos del pensamiento que ningún mero escepticismo intelectual puede eliminarlo. Porque la razón actúa sólo en la superficie de la mente, y por muy racional que un individuo se crea, cuando duerme surgen de modo inconsciente pensamientos que él creía haber superado. En sus sueños los antiguos mitos aparecerán de nuevo, demostrando que hay una región del alma de la cual nada conoce y sobre la que no tiene ningún control. El poder de la Iglesia Católica yace precisamente en el hecho de que, más que ningún otro credo occidental, atesora aquellos mitos y símbolos que agitan las profundidades del pensamiento y del sentimiento. El racionalismo científico quizás altere la superficie, quizá cubra el espíritu con un ropaje diferente, o le haga desempeñar otro papel. Pero el resultado es sólo fingir, pretender, puro teatro, contra el que el ser interior se rebela, lo que ocasiona esos graves conflictos mentales que enajenan al hombre de la vida.

Sin embargo, la Iglesia demuestra a menudo ser inadecuada para curar la dolencia espiritual del individuo moderno porque éste encuentra imposible creer en la exclusiva interpretación que ella hace de los antiguos símbolos. Para los que son capaces de creer, la Iglesia es satisfactoria, no tanto en su interpretación como en los propios símbolos. Sea lo que fuere lo que leamos en ellos, parecen detentar un poder en sí mismos que ningún malentendido es capaz de destruir. Así, pues, la falacia del escepticismo moderno es que al rechazar las doctrinas de la Iglesia ha rechazado también sus símbolos, y por consiguiente, si no es demasiado dura la expresión, ha tirado al bebé junto con el agua del baño. Sin embargo, esta imagen del bebé es especialmente apropiada, porque quizá lo más importante de esos símbolos esté relacionado con el bebé, con el Niño Sagrado «concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María».

A la Iglesia se le ha llamado la atención sobre el inconveniente hecho de que esta misma historia esté presente en otras religiones de más antigüedad, como, por ejemplo, en la leyenda de Maya y de Buda, y en la de Isis y Horus.

Para explicarlo, los doctos padres han recurrido a unas pobres respuestas, apelando al demon ex machina, el demonio, y sugiriendo que éste introdujo la historia en otras religiones para confundir al creyente. O incluso insinúan, por otro lado, que la gracia de Dios transfirió una porción de la Verdad Ultima a los infieles para que estuvieran preparados para la revelación cristiana, sugerencia a un mismo tiempo superficial y de mayor profundidad de lo que sus autores pretendían. Ya que crea el delicado y peligroso precedente de que la gracia de Dios ha sido impartida por otros medios que los de la Iglesia, y parece tanto una preparación a la conversión del infiel como al escepticismo de la ciencia. Y si el argumento se llevase a su lógica conclusión, desembocaría en la difícil cuestión de la identidad de Dios y del demonio, ya que uno es fuente de gracia y el otro de tentación. Pero antes de tratar del significado esencial de la Encarnación, es interesante destacar algunas correspondencias importantes y sugerentes.

En el tercer capítulo del Evangelio según san Juan, se dice que Jesús afirma que para que un hombre pueda entrar en el reino de Dios, debe nacer de nuevo del Agua y del Espíritu. Además, en el primer capítulo del Génesis, se dice que antes de la creación del mundo el Espíritu se dirigió hacia la superficie de las aguas. Por lo tanto, parece ser que esos dos elementos, el agua y el Espíritu, son necesarios para la creación divina, ya sea la creación del universo o la del Hijo de Dios. De ahí que sea interesante preguntarse si esos dos elementos estuvieron involucrados en el nacimiento de aquel particular Hijo de Dios llamado Jesucristo. En seguida, de acuerdo con las enseñanzas ortodoxas, hallamos al Espíritu, el Espíritu Santo. No puede ser totalmente casual el estrecho parecido entre María y mare, nombre latino de «mar» (María es la forma griega), mientras que otras palabras significativas derivadas de la misma raíz sánscrita ma—, son Maya (la madre de Buda, que también significa el mundo de la forma, de lo fenoménico), mater (madre) y el término «materia». En todas las cosmologías antiguas, el agua es símbolo de la materia, que, en unión con el Espíritu, produce el mundo de la forma. Y mientras que el Espíritu es activo y masculino, el agua es pasiva y femenina. De ahí que, en sentido figurado, el agua sea la madre del mundo, y podemos de ello deducir que la historia de la Encarnación puede que tenga muchos significados igualmente auténticos.

En el plano de la cosmogonía, representa el nacimiento del mundo como resultado de la unión del Espíritu con la materia virgen, la siembra de la semilla de la vida en un suelo incólume. Pero su significado más importante es el referente al desarrollo espiritual del ser humano, a la idea del Segundo Nacimiento, a darse cuenta de que, por medio de este nuevo nacimiento, el ser impenitente puede convertirse en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre. La ignorancia y la oscuridad espiritual es el resultado de estar inmersos en el dualismo, es un conflicto entre los opuestos, ya sea entre lo divino y lo humano, el yo y el mundo o lo consciente y lo inconsciente. Esta es la condición en la que se halla a sí mismo casi todo ser humano al despertar a la autoconciencia. Existe una oposición entre nosotros mismos y el universo en que vivimos y la sociedad a la que pertenecemos, ya que una y otra vez descubrimos que las exigencias de la vida están en conflicto con los deseos personales. Por eso hay una tendencia a llevarlo todo hacia nosotros mismos, a erigir una fortaleza y acarrear dentro de sus muros todas las cosas de la vida que deseamos de manera especial. Es como si uno tratase de seleccionar ciertos aspectos del carácter de su esposa, hijos o parientes, separarlos de todo lo demás y conservarlos en un aislamiento inalterable. O como intentar persuadir al tiempo para que sea siempre agradable y cálido, o mejor todavía, como tomar un cuerpo humano y separar las partes bellas de las feas, con el resultado de que ambas mueren. Ya que esta separación, este aislamiento del yo en relación a la vida, sólo puede producir miseria y muerte espiritual. Separado de la vida, el yo no tiene sentido alguno, es como una nota solitaria sacada de una sinfonía, tan muerto como un dedo seccionado de la mano, tan estancado como una ráfaga de viento aprisionada en una habitación. Lo mismo puede decirse de cualquier persona, idea, objeto o cualidad que el yo intente aferrar y mantener como de su exclusiva propiedad. Por otro lado, la posición contraria es igualmente infructuosa. Si el yo se deja anegar totalmente por el mundo o está completamente absorbido en Dios o en la comunidad, es tan inútil entonces como un cuerpo que es sólo un miembro, tan apagado como el sonsonete de una nota ininterrumpida (o de cualquier nota concebible tocada en medio de un gran alboroto), y tan absurdo como una fotografía sin ningún color ni forma especial.

Pero entre esos dos opuestos, el yo y el universo, puede que haya una unión, no una fusión parecida a la del agua al mezclarse con el vino, sino una unión semejante a la del hombre con la mujer, en la que ambos opuestos conservan su individualidad y, sin embargo, producen un fruto en forma de hijo. A menudo se cree que el objeto del misticismo es revelar la identidad de todas las cosas separadas, negar por completo cualquier tipo de existencia individual y hallar la Realidad Única, cuya multiplicidad de expresiones es sólo resultado de la ilusión.

Pero hay un antiguo dicho budista que afirma: «Para quien nada conoce del budismo, las montañas son montañas, las aguas son aguas y los árboles son árboles. Cuando ha leído las escrituras y comprendido un poco su doctrina, las montañas dejan de ser montañas, las aguas aguas y los árboles árboles. Pero cuando se ha iluminado por completo, entonces las montañas vuelven a ser montañas, las aguas aguas, y los árboles árboles». Ya que, antes de que podamos apreciar realmente la cambiante individualidad de las cosas, debemos, en cierto sentido, darnos cuenta de su irrealidad. Es decir, se debe entender que no sólo uno mismo, sino todas las demás cosas del universo carecen de sentido y están muertas si se las considera en sí mismas como entidades permanentes, aisladas y autosuficientes. A menos que se la relacione con el todo, la parte no tiene ningún valor y la unión de la que nace el Hijo Divino es justamente esta relación de la parte con el todo o, más bien, esta comprensión de una relación ya existente.

De igual modo que el esposo debe, si en realidad ama a su esposa, recibirla y aceptarla plenamente al mismo tiempo que se entrega por completo a ella, el ser humano debe aceptar el mundo y entregarse a él. Recibir el universo en uno mismo, a la manera de algunos «místicos», es simplemente vanagloriarse con la idea de que uno es Dios, creando una nueva oposición entre el gran todo y la degradada parte.

Darse de modo pleno e incondicional al mundo es convertirse en una no-entidad espiritual, un mecanismo, una cáscara, una hoja llevada por los vientos de la circunstancia. Pero si al mismo tiempo se recibe el mundo y se abandona el yo, entonces prevalece esa unión que origina el Segundo Nacimiento.

Sólo en este estado es posible apreciar la vida en su real sentido, aceptar con amor, gratitud y reverencia lo que es agradable en otras criaturas y lo que no lo es, sabiendo que el gozo es inseparable del sufrimiento, la vida de la muerte, el placer del dolor. Más aún, el dolor y la muerte no se aceptan simplemente porque su contraparte produce vida y placer, sino porque son parte integral de la Vida Suprema y del Placer Supremo. La Vida Suprema es más que la vida que se opone a la muerte, de igual modo que una melodía es más que un sonido; es la rítmica presencia y ausencia del sonido en el cual el silencio y la desaparición de las notas son tan importantes como la propia música. No es solo cuestión de tolerar la pausa por amor a la nota, a menos que digamos también que se tolera la nota por amor a la pausa. Ya que una eternidad de sonido es tan espantosa como una eternidad de silencio, y una eternidad de vida es tan horrible como una eternidad de muerte.

Pero en las cosas hay una alternancia, un ritmo, una variedad, como si fueran una sinfonía universal. Y esta sinfonía es el Hijo del Padre, Sonido, y de la Madre, Silencio.

Así, cuando decimos que de la unión del yo y la vida (o el mundo) nace Cristo, queremos dar a entender que el ser humano se eleva a un nuevo centro de conciencia en el cual no es ni sólo él, ni sólo el mundo. Por el contrario, se centra en la armonía resultante de ese dar y recibir de uno a otro. En realidad, este centro ya existía, fuera o no conocido, ya que dos opuestos no pueden existir a menos que haya una relación entre ellos. Y esta relación, el Hijo, es el Significado, o lo que Keyserling denomina trascendencia, y lo que designa el término chino Tao, de igual modo que el hijo da un significado, una razón de ser, a los dos opuestos, al hombre y a la mujer.

En este sentido, el hijo es en realidad «un padre para el ser humano» y Cristo una unidad con el Padre. Porque, ¿qué es mera sustancia, mera energía, mero todo, mera parte, mero mundo, mero yo? Tomados por separado no son más que un instrumento, una herramienta, una porción inánime que el Tao reúne y moldea según su propio significado; en realidad, sin ese significado no podrían existir. En cuanto al significado en sí mismo, no se puede describir, sólo puede experimentarse, y únicamente puede experimentarse cuando existe esa especial clase de amor entre uno mismo y el mundo, que hace que esta unión represente mucho más que cualquiera de ellos por separado, de igual modo que para marido y mujer el hijo tiene más importancia que ellos mismos.

20170521 gonzevagonz23596 id126018 jesus de nazaret y su niñez - El nacimiento del Hijo Divino: Estudio de un símbolo cristiano. - hermandadblanca.org

AUTOR: Eva Villa, redactora en la gran familia hermandadblanca.org

FUENTE: “Conviértete en lo que eres” de Allan Watt

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