Paramahansa Yogananda- Un Premavatar o “Encarnación del amor”.

Jorge Gomez (333)

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Paramahansa Yogananda entró en Mahasamadhi ( el abandono definitivo del cuerpo físico,  realizado en forma voluntaria y consciente por un yogui ), el 7 de marzo de 1952, en Los Ángeles, California, luego de haber concluido su discurso en un banquete ofrecido en honor de S.E. Binay R. Sen, Embajador de la India en Estados Unidos de Norte América.

El gran maestro universal demostró, tanto en la vida como en la muerte, el valor del yoga (conjunto de técnicas científicas utilizadas para alcanzar la comunión con Dios). Semanas después de su deceso, su rostro inmutable resplandecía con el divino fulgor de la incorruptibilidad.

En el prefacio del libro  “ Autobiografía de un Yogui ”  escrito por Paramahansa Yogananda, J. M. Cuarón escribe bajo el título UN GRAN MAESTRO Y UN GRAN LIBRO:

En medio de un mundo herido por las disensiones, las controversias, el intelectualismo, la simple erudición práctica, las facciones políticas y el abandono casi general de la vida del espíritu, este gran Maestro, genuino tipo del redentor humano y producto directo de la más pura tradición védica, se presenta ante nosotros como el producto acabado de una disciplina y de un inexhausto amor evangélico. Paramahansa Yogananda, cuya soberana figura no tiene par en el mundo de Occidente, no es, como pudiera figurarse el lector acostumbrado a leer obras de Yoga, un hombre más o menos perfeccionado por una técnica.

Dese India, para aterrizar definitivamente en Norte América:

De entre los grandes y pequeños Maestros que han buscado, con mayor o menor fortuna, la cultura integral del hombre a través de las técnicas de exploración que nos llegan de la antigüedad, ninguno más autorizado que él para mostrarnos el sendero de la iluminación definitiva. Se trata de un hombre íntegramente realizado, en el más completo sentido del término, que nos trae en la mano la antorcha inextinguible de los Vedas. Su sorprendente Autobiografía de un Yogui no es sólo la revelación de un logro personal en la búsqueda del contacto con Dios; es, además – y sobre todo – , una invitación y una voz de aliento para quienes, a través de complejas lecturas, creyeron agotadas sus posibilidades de obtener algo más que dolor y decepción en su existencia terrena.

Verdaderamente sagrados son los cuadros históricos y escenas en que se mueve esta grande y noble figura;  sagrados son los mentores prodigiosos que le tomaron de la mano para conducirle a la luz suprema del conocimiento suprasensorio, y sencillos, cálidos y reconfortantes los múltiples y anecdóticos incidentes de su carrera hacia Dios. Po ello, su autobiografía tiene la excelsitud y la rareza únicas de una ejemplaridad incompatible con la discusión:  sólo  buscando entre los profetas del mundo antiguo las venerables y acaso extintas huellas del saber, como nos lo mostraron los supremos maestros de Judea, de la India de Kapila y de Shankara o del mundo occidental en sus primeras horas en sus primeras horas del cristianismo viviente, podríamos hallar paralelos adecuados, con la ventaja de que Paramahansa Yogananda ha logrado unir, al verdadero conocimiento técnico de los procesos del yoga, a la sabiduría pura y a la acción perfecta y desinteresada, ese amor inmortal que define al devoto y lo proyecta más allá de las humanas estrecheces del pensamiento y del egoísmo.

En pocas palabras, este gran Maestro, discípulo directo de la milenaria Orden de los Swamis de la India, reúne en su vasta capacidad espiritual los medios y los fines del supremo conocimiento.

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Honramos aquí un fragmento del Capítulo 14 titulado: UNA EXPERIENCIA DE LA CONCIENCIA CÓSMICA.

….. Entonces Sri Yukteswar me golpeó en el pecho ligeramente, un poco por encima del corazón.

Mi cuerpo se inmovilizó completamente, como si hubiese echado raíces, el aliento salió de mis pulmones como si un pesado imán me lo extrajese. El alma y el cuerpo cortaron inmediatamente sus ligaduras físicas y fluyeron en mi cuerpo cual torrente de luz que emergía por cada uno de mis poros. Mi carne estaba como muerta y, sin embargo, en mi intensa lucidez me di cuenta de que nunca antes había estado tan vivo como en aquel instante.

Mi sentido de identidad no estaba ya confinado únicamente a un cuerpo, sino que abarcaba todos los átomos circundantes. La gente de las distantes calles parecían moverse sobre mi propia y distante periferia. Las raíces de las plantas y de los árboles surgían bajo una tenue transparencia del suelo, y podía darme cuenta de la circulación interior de sus savias.

Toda la vecindad aparecía desnuda ante mí. Mi visión se había transformado en una vasta y esférica mirada, omniperceptiva. A través de mi cabeza y por la nuca veía a los hombres caminar más allá de la calzada de Rai Ghat, y advertí a una vaca blanca que lentamente se acercaba. Cuando llegó frente a la entrada de la ermita, pude verla con los ojos físicos; y cuando dio la vuelta tras la barda de ladrillos, todavía la veía claramente.

Todos los objetos dentro del campo de mi visión temblaban y vibraban como si fueran películas de cine. Mi cuerpo, el de mi Maestro, el patio con sus pilares, los muebles, el piso, los árboles, la luz del sol, se disolvían en un mar de luz, así como los cristales de azúcar en un vaso de agua se diluyen al ser agitados. Esta unificadora luz se alternaba ante mi visión interna con materializaciones de forma; metamorfosis que revelaban la operación de la ley de causa-y-efecto en la creación.

Un mar de gozo irrumpió en las riberas sin fin de mi alma. Entonces comprendí que el espíritu de Dios es inagotable Felicidad. Su cuerpo es un tejido de luz sin fin. Un sentimiento de gloria creciente brotaba de mí y comenzaba a envolver pueblos y continentes, la tierra toda, sistemas solares y estelares, las nebulosas tenues, y los flotantes universos. Todo el cosmos, saturado de luz como una ciudad vista a lo lejos en la noche, fulgía en la infinitud de mi ser. Los precisos contornos globales de sus masas se esfumaban algo en los extremos más lejanos, en donde podía ver la suave radiación nunca disminuida. Era indescriptiblemente sutil; mientras que las figuras de los planetas perecían formadas de una luz más densa.

La divina dispersión de rayos luminosos provenía de una Fuente Eterna, resplandeciendo en galaxias, transfiguradas en inefables auras. Una y otra vez vi los rayos creadores condensarse en constelaciones y luego disolverse en hojas de transparentes llamas. Por medio de una rítmica reversión, sextillones de mundos se transformaron en diáfano brillo; y el fuego se convertía en firmamento.

Reconocí el centro del empíreo como un punto de percepción intuitiva en mi corazón. El esplendor irradiaba desde mi núcleo íntimo hacia cada parte de la estructura universal. El feliz Amrita, el néctar de la inmortalidad, corría a través de mí con fluidez argéntica.

Escuché resonar la creativa voz de Dios como OM, la vibración del Motor Cósmico.

De pronto, el aliento volvió a mis pulmones. Con desilusión casi insufrible, me di cuenta de que mi infinita inmensidad se había perdido. Una vez más estuve confinado a la humillante limitación de una caja corporal, no tan cómoda para el Espíritu. Como hijo pródigo, había huido de mi hogar macrocósmico, encarcelándome a mí mismo en estrecho microcosmos.

Mi gurú seguía inmóvil delante de mí, y mi primer intento fue arrojarme a sus santos pies en acto de gratitud por aquella experiencia en la conciencia cósmica, que tan larga y apasionadamente había buscado. Pero él me detuvo de pie y dijo calladamente:

“No debes embriagarte con el éxtasis. Mucho trabajo hay para ti en el mundo todavía. Ven, vamos a barrer el piso del balcón; luego caminaremos por el Ganges.”

Traje una escoba; inferí que mi Maestro estaba enseñándome el secreto de vivir una vida equilibrada. El alma debe abrazarse a los abismos cósmicos mientras el cuerpo cumple sus obligaciones cotidianas. Cuando más tarde estuvimos ya listos para nuestro paseo, todavía me sentía en trance, en un rapto inefable. Veía nuestros cuerpos como dos imágenes astrales, moviéndose sobre un camino a lo largo del río cuya esencia parecía de purísima luz.

“Es el Espíritu de Dios el que activamente sostiene cada forma y fuerza del Universo; sin embargo, Él es trascendental y reposa apartado en el beatífico e increado vacío más allá de los vibratorios mundos de los fenómenos”, me decía el Maestro.  …..

 Paramahansa Yogananda- Un Premavatar o “Encarnación del amor”.

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