La gran confusión: Ser, hacer o tener

Rafael Bueno

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Vivimos en una sociedad en la cual sus miembros demuestran gran confusión en la manera en la que se comportan. Una sociedad en la cual las personas muestran serias evidencias de incoherencia en su forma de proceder, lo que las hace parecer de doble moral, vistas a la distancia.

Por ejemplo, si asisten a alguna iglesia, puede que compartan la creencia de que todos los seres humanos somos iguales a los ojos de Dios y, en consecuencia, dispensar un trato igualitario a todos sus amigos y conocidos de la iglesia. Pero al mismo tiempo, debido a su trabajo, tienen una creencia en un nivel más profundo de que tener es lo más importante.  Y estas creencias pueden coexistir en ciertas circunstancias, como de hecho ocurre cuando están en la iglesia. Pero luego, en el trabajo, donde las circunstancias son otras, entonces la igualdad pasa a un segundo plano. Porque en la empresa hay que competir para ser el mejor, y así, obtener lo mejor.

Esto parece una incoherencia en su comportamiento, pero en realidad no lo es. Y es esto lo que genera confusión. No hay incoherencia porque las personas que actúan de esta manera lo hacen en función de sus creencias. Y cuando estas entran en conflicto, toman aquella que esté más fuertemente arraigada en su mente.

Es allí donde el modelo social se encarga de perpetuar toda esta confusión.  Por un lado debemos dar un trato igualitario a todos por un tema de religión. Para ser «buenos». Y, por el otro lado, debemos competir para ser mejores que los demás. Una creencia de basa en exhibir un buen comportamiento a nivel social y la otra se basa en tener lo que queramos. Así que, al presentarse algún conflicto entre creencias, elegiremos aquella que esté más arraigada, que suele ser aquella que estimula el materialismo. ¡Vaya confusión!

Siguiendo con el ejemplo anterior, por el hecho de pertenecer a una iglesia, asumo la creencia de que todos somos iguales, así que me comporto como una persona que cree y profesa la igualdad, ya que deseo demostrar que soy merecedor de estar allí, además de que la «salvación de mi alma» depende de ello, lo que por lo general forma parte de esa creencia. Por tanto, con mi comportamiento obtengo no solo el derecho de pertenecer a esa iglesia, sino que además obtengo «la gracia divina» o «la salvación de mi alma«.

Pero cuando estoy en mi trabajo, la igualdad pasa a un segundo plano ya que, por ejemplo, socializar con mi jefe me da visibilidad, con lo cual podría obtener un puesto mejor o un mejor aumento de salario. Por el contrario, mi interacción con el personal de limpieza no me reporta ninguna ventaja u oportunidad, por lo que no tengo ningún interés en entablar contacto con ellos.

Detrás de una creencia siempre habrá un premio o recompensa, lo que puede ser una recompensa material (salir con mi jefe=mejor incremento de salario), o algo más subjetivo como reconocimiento o sentido de pertenencia (dar un trato igualitario=aceptación de la iglesia). No ocurre lo mismo con el entendimiento, que te da las pautas para actuar con consciencia, sin esperar retribución o recompensa.

El problema es la cantidad de creencia que acumulamos y su naturaleza, lo que puede hacer que una persona exhiba dos comportamientos diametralmente opuestos, ambos justificados por sus creencias, y que explican el grado de confusión actual que experimenta el ser humano.

Definiendo lo que es «mejor» para nosotros

Con el ejemplo anterior queda en evidencia que actuamos de manera incoherente, y a veces contradictoria, dependiendo de la creencia más arraigada en nosotros. Y una creencia muy fuerte que el sistema nos refuerza a cada instante es que tener es lo más importante. Que todo gira en torno a lo que vayamos a obtener en el momento. Y eso es lo que nos lleva a estabecer lo que es mejor para nosostros.

Por ejemplo, a nivel social, es una creencia generalizada que la profesión de médico es «mejor» que la de albañil. ¿Por qué? Hay quienes argumentarían que la profesión de médico es muy noble porque ayuda a salvar vidas, o porque debe estudiar más que en otras profesiones. Pero gracias al albañil, tenemos un lugar para vivir, lo cual también lo hace una profesión noble. Además, este debe actualizarse continuamente también con técnicas y uso de materiales.

En ambas profesiones lo que realmente cambia es la forma, pero en el fondo son procesos similares de aprendizaje, sin contar que ambas profesiones hacen aportes importantes en el ámbito social. Así que, en este caso, lo que determina la creencia de que una profesión es mejor que otra no es lo que hacen.

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Entonces, ¿Qué hay detrás de esa clasificación de «mejor«? Pues, lo que se puede obtener con esa profesión. La profesión de albañil pertenece a los estratos más bajos a nivel social, lo que implica que es de las peores remuneradas a nivel mundial. Mientras que la del médico es de las mejores pagadas a nivel mundial. Así que, en mi opinión, esta creencia de que la profesión de médico es «mejor» que la de albañil se fundamenta en el tener. En lo que se pueda obtener con cada profesión y no lo que hacen en cada una de ellas.

La identidad que da el tener

El ejemplo anterior sirve para ilustrar cómo el tener determina en gran medida nuestras elecciones. Puede que por eso sea difícil escuchar en la escuela a un niño decir que quiere hacer muebles cuando sea grande, o construir casas, o reparar autos. Porque con esas profesiones no es mucho lo que podrá obtener.

Pero sí escuchamos con mucha frecuencia a los niños diciendo que quieren ser médicos, arquitectos o ingenieros. Causalmente las profesiones en las cuales tienen mayores probabilidades de obtener más dinero y, por tanto, más cosas…

El tener se ha convertido en el eje de nuestro modelo social. Todo gira en torno a tener. Decidimos lo que vamos a hacer en función de lo que podemos tener. Y luego creemos que lo que tenemos y lo que hacemos es lo que somos. Fundamentamos nuestra identidad en lo que tenemos y en lo que hacemos, y no en lo que realmente somos. Y es así como remplazamos nuestra verdadera identidad por una artificial promovida por el modelo social.

Si la sociedad gira en torno al tener, y lo que tengo me define, entonces, mientras más tenga mejor para mí. Lo que nos lleva a querer tener cada vez más porque, mientras más tenga, mejor visto seré. Tal vez sea por eso que ganar se ha convertido en algo tan importante para la humanidad. Porque cuando gano, obtengo más. Ya sea reconocimiento, dinero, privilegios, contactos, promociones o cualquier otra cosa que abra la oportunidad de tener más.

La falsa identidad y la competencia

Con nuestra identidad falsa viene este afán por tener, que es el que nos impulsa a competir. Competimos para ganar. Y al ganar, obtenemos lo mejor. Pero esta creencia no se limita solamente a objetos. Competimos por el afecto de las personas; competimos por las calificaciones en la escuela; competimos por un cupo en la universidad; competimos por un trabajo en una empresa; incluso, competimos por el amor de una pareja. Vivimos en una sociedad en la que competimos por todo.

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Competimos porque queremos ganar para obtener lo mejor. Ganar nos define como personas éxitosas. Un empleo bien remunerado, por ejemplo, nos hace ver como personas exitosas. Tener una pareja atractiva nos hace ver exitosos en el amor y más atractivos para los demás. Un cupo para estudiar una carrera muy cotizada nos asegura el éxito a futuro.

Y si no tenemos éxito en esa competencia generalizada, entonces nos sentimos «perdedores». Nos vamos quedando atrás con cada «fracaso«, lo que refuerza nuestra propia imagen de «perdedores«, cuestión que hará que sigamos «perdiendo» hasta que nuestra autoestima sea tan baja que ya no queramos competir más. Entonces, seremos discriminados. Seremos dejados a un lado. Con una identidad artificial que dice que no valemos nada.

Por eso es tan importante en nuestra sociedad ganar. Competimos porque queremos ganar. Y queremos ganar porque detrás del éxito hay algo que queremos obtener, y porque no queremos quedarnos atrás. Eso no lo inventé yo. Tampoco lo inventaste tú. Eso ya era así cuando llegamos a este mundo. Y ha sido así seguramente por muchos miles de años. Pero, ¿qué hay detrás de este paradigma de ganar y perder?

¿Cuál es la naturaleza de lo que se gana o se pierde?

Aquí ya vamos a empezar a desentrañar la gran confusión. En nuestra cotidianidad, cuando hablamos de ganar o perder, siempre lo hacemos sobre algo exotérico, que es algo del mundo que está fuera de nosotros: dinero o una propiedad; una calificación; el amor de la chica más bonita o el muchacho mas apuesto de la clase; una posición de más responsabilidad en el trabajo o de mayor ingreso; un puesto en algún equipo; la casa más grande; el mejor colegio para nuestros hijos; el reconocimiento de la comunidad.

Competimos por esas cosas porque creemos que esas cosas nos definen. Creemos que esas cosas son algo que nos da identidad. Pero, a fin de cuentas, todas esas cosas que creemos que nos definen están afuera de nosotros. No forman parte de lo que somos. Es lo que tenemos o lo que hacemos, más no lo que somos. Pero, en nuestra confusión, creemos que al tenerlas somos mejores seres humanos. Que así somos más cotizados, nos hacemos más atractivos o más admirados, aunque en realidad solo son accesorios que adornan nuestra verdadera esencia.

La naturaleza de lo que ganamos o perdemos es física. Es externa a nosotros. Así como lo que nos confunde está afuera. Todo lo que somos está adentro. Pero todo afuera de nosotros nos dice que todo lo que importa está afuera, así que rara vez miramos hacia adentro…

Adentro y afuera: el eje de la confusión

¿De dónde proviene la confusión? Proviene de no saber diferenciar los mundos en los cuales existimos. Desde que nacemos, todo cuanto existe en nuestro modelo social nos impulsa a centrar nuestra atención en lo que ocurre afuera.

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Afuera (el mundo exterior) es en realidad en donde nuestro vehículo físico, que es nuestro cuerpo, opera. Ese es el mundo que estamos explorando en esto que llamamos vida. Afuera representa el patio de juegos en el cual venimos a experimentar la vida.

Y del mundo exterior tenemos mucha información. Prácticamente toda nuestra vida se centra en lo que hay afuera. A tal punto, que nos olvidamos que no somos el vehículo físico que operamos, sino que somos el conductor de ese vehículo. Somos la inteligencia detrás del vehículo. Somos el observador que mira tanto al vehículo como lo que hay afuera.

Tal vez de ahí deriva el principal problema que como humanidad enfrentamos. Porque, si no nos reconocemos como los operadores del cuerpo físico, entonces nos identificamos tanto con el vehículo, que terminamos creyendo que somos el vehículo y que la vida gira única y exclusivamente en lo que ocurre afuera de nosotros.

Por eso nos identificamos tanto con lo que ocurre afuera. Por eso no queremos perder. Por eso nos esforzamos tanto por competir. Porque en el mundo exterior, afuera, mientras más «accesorios» tengamos, mientras más ventajas acumulemos, mejores seremos.

El mundo interno es el punto de partida

Del mundo interno pocas personas hablan. Y eso agudiza la confusión. Porque si se habla poco de eso es porque tal vez ni siquiera exista. Pero en realidad el mundo interno es el punto de partida para nuestra experiencia en el mundo físico, así como será la puerta de salida del mundo externo cuando el vehículo físico ya no pueda operar más.

En el mundo interno estamos nosotros. En tu mundo interno estás tú. En mi mundo interno estoy yo. En el mundo interno está quienes somos en realidad. Allí no somos el vehículo que operamos, sino quienes operamos el vehículo.

Si en el mundo externo yo tengo un título de ingeniero, en el mundo interno está la entidad que decidió alcanzar ese título, y quien decidió aprender lo necesario para lograr el grado. Entonces, en el mundo externo crees que eres ingeniero, pero en realidad en tu mundo interno eres quien decidió experimentar lo que se sentiría ser ingeniero.

En el mundo externo se manifiestan los efectos, pero las causas están en el mundo interno. Tú, el operador de tu vehículo, eres la causa de todo cuanto te ocurre. Son tus pensamientos los que crean tu realidad. Y todo eso ocurre en tu mundo interior.

Ser, hacer y tener. ¿Cómo los organizamos?

Piensa en esto. Si tú eres el operario de tu cuerpo, entonces tú estas adentro de tu cuerpo. Todo lo demás está afuera. Y si tú eres la causa de los efectos que se manifiestan afuera de ti, entonces es lógico pensar que lo que haces y lo que tienes son efectos de lo que eres. ¿No te parece?

Todo lo que tienes, la posesión de lo que tienes, se deriva de las acciones que has tomado para tenerlas. Es decir, gracias a lo que has hecho, tienes lo que tienes. Pero todo lo que haces está directamente asociado con lo que eres, o con lo que crees que eres. Y ahí está justamente el problema. No en lo que eres, sino en lo que crees que eres.

Todo lo que no funciona bien en tu vida son efectos de causas que se encuentran en tu mundo interior. Pero eso no significa que haya algo malo en lo que eres. Significa que posiblemente tengas falsas creencias sobre ti mismo, lo que deriva en efectos distorsionados en tu realidad. Efectos que no reflejan la verdadera esencia de lo que eres.

La importancia de descubrir quién eres

Para poder manifestar efectos en el mundo exterior que sean acordes con tu verdadera esencia, primero debes descubrir quién eres verdaderamente. Debes eliminar todo aquello que crees que eres, y debes enfocarte en descubrir lo que verdaderamente eres. Allí termina la confusión.

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Por ejemplo, puede que circunstancias externas a ti te hayan llevado a creer que no vales lo suficiente. Puede que, desde niño, los adultos a cargo de tu crianza te educaron desde su propia baja autoestima, por lo que a través de su maltrato te hiceron sentir que no valías lo suficiente, por lo que creciste convencido de que no vales. Ese es un ejemplo de una falsa creencia sobre ti mismo.

Pero, si decides buscar la verdad detrás de esa falsa creencia, te vas a dar cuenta de que quienes te educaron eran personas con serios problemas de baja autoestima, con complejos de superioridad y de inferioridad, o ambos. Al entender esto, te vas a dar cuenta de que todo lo que te dijeron que eras y que no eras no lo puedes tomar en serio, porque viene de unas fuentes que no son confiables. De esta manera puedes desmontar una falsa creencia. Dándote cuenta de que la fuente de la creencia no es una fuente confiable.

El fin de la confusión

Cuando actuamos desde el mundo exterior, sin prestar atención al mundo interior, actuamos en función de la opinión de los demás. No tenemos un criterio propio, ni gustos propios, por tanto no tenemos poder de elegir. Ese poder lo delegamos a otros, quienes nos dirán qué hacer, cómo vestirnos, con quién casarnos, dónde trabajar, qué casa comprar, a qué dedicar nuestro tiempo, y cualquier otra cosa que ellos consideren que tenemos que hacer.

En este escenario, lo que hacemos y lo que tenemos nunca es lo que realmente queremos. Y no lo es, porque renunciamos al derecho de elegir. La sociedad dicta nuestro comportamiento. Así que nos convertimos en esclavos de lo que piensen los demás. Seres humanos sin ningún poder, víctimas de las circunstancias, compitiendo con otros en un mundo que no nos brinda ninguna satisfacción, porque la realidad que estamos construyendo no es la que deseamos, sino la que nos han dicho que debemos construir.

Por el contrario, cuando actuamos desde el mundo interior, actuamos en función de nuestros propios deseos. Así es que asumimos la responsabilidad de descubrir quiénes somos y lo que queremos. Nos hacemos dueños de nuestro libre albedrío para generar efectos en el mundo externo que estén en armonía con todos nuestros deseos. Es así como recuperamos nuestro poder de elegir. Actuando desde el Señor Dios de nuestro Ser.

 

AUTOR: Rafael Bueno, redactor en la gran familia de hermandadblanca.org

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