René Guénon: El simbolismo del teatro

Jorge Gomez (333)

Rene Guenon

Capítulo XXVIII de Aperçus sur L’Initiation

Hemos comparado hace poco la confusión de un ser con su manifestación exterior y profana con la que se cometería queriendo identificar a un actor con un personaje del que representa el papel; para hacer comprender hasta qué punto esta comparación es exacta, no estarán fuera de lugar aquí algunas consideraciones generales sobre el simbolismo del teatro, aunque no se apliquen de manera exclusiva a lo que concierne propiamente al dominio iniciático. Por supuesto, este simbolismo puede ser relacionado con el carácter primero de las artes y de los oficios, que poseían, todos, un valor de este orden por el hecho de que estaban ligados a un principio superior, del que ellos derivaban en concepto de aplicaciones contingentes, y que no han devenido profanos, como lo hemos explicado muy a menudo, sino a consecuencia de la degeneración espiritual de la humanidad en el curso de la marcha descendente de su ciclo histórico.

Se puede decir, de manera general, que el teatro es un símbolo de la manifestación, de la cual expresa tan perfectamente como es posible el carácter ilusorio; y este simbolismo puede ser contemplado, ya sea desde el punto de vista del actor, ya sea desde el del teatro mismo. El actor es un símbolo del «Sí» o de la personalidad manifestándose mediante una serie indefinida de estados y de modalidades, que pueden ser considerados como otros tantos papeles diferentes; y hay que señalar la importancia que tenía el uso antiguo de la máscara para la perfecta exactitud de este simbolismo. Bajo la máscara, en efecto, el actor permanece él mismo en todos sus papeles, como la personalidad es «no-afectada» por todas sus manifestaciones; la supresión de la máscara, al contrario, obliga al actor a modificar su propia fisonomía y parece así alterar de alguna manera su identidad esencial. No obstante, en todos los casos, el actor permanece en el fondo otra cosa que lo que parece ser, lo mismo que la personalidad es otra cosa que los múltiples estados manifestados, que no son sino las apariencias exteriores y cambiantes de las que ella se reviste para realizar, según los modos varios que convienen a su naturaleza, las posibilidades indefinidas que contiene en sí misma en la permanente actualidad de la no-manifestación.

Si pasamos al otro punto de vista, podemos decir que el teatro es una imagen del mundo: uno y otro son propiamente una «representación», ya que el mundo mismo, no existiendo sino como consecuencia y expresión del Principio, del cual depende esencialmente en todo lo que es, puede ser contemplado como simbolizando a su manera el orden principial, y este carácter simbólico le confiere por otra parte un valor superior a lo que es en sí mismo, puesto que es por esto por lo que participa de un más alto grado de realidad. En árabe, el teatro es designado mediante la palabra tamthîl, la cual, como todas las que derivan de la misma raíz mathl, tiene propiamente el sentido de semejanza, comparación, imagen o figura; y ciertos teólogos musulmanes emplean la expresión âlam tamthîl, que se podría traducir por «mundo figurado» o por «mundo de representación», para designar todo lo que, en las Escrituras sagradas, es descrito en términos simbólicos y no debe ser tomado en sentido literal. Es notable que algunos aplican especialmente esta expresión a aquello que concierne a los ángeles y a los demonios, quienes efectivamente «representan» los estados superiores e inferiores del ser, y que por otra parte no pueden evidentemente ser descritos más que simbólicamente mediante términos que se toman prestados al mundo sensible; y, por una circunstancia al menos singular, se sabe, por otra parte, el papel considerable que representaban precisamente los ángeles y los demonios en el teatro religioso del medioevo occidental.

El teatro, en efecto, no está forzosamente limitado a representar el mundo humano, es decir un único estado de manifestación; puede también representar al mismo tiempo los mundos superiores e inferiores. En los «misterios» del medioevo, la escena estaba, por esta razón, dividida en varios pisos que correspondían a los diferentes mundos, generalmente repartidos según la división ternaria: cielo, tierra, infierno; y la acción, que tenía lugar simultáneamente en estas diferentes divisiones, representaba la simultaneidad esencial de los estados del ser. Los modernos, no comprendiendo nada de este simbolismo, han llegado a contemplar como una «ingenuidad», por no decir como una torpeza, lo que tenía precisamente aquí el sentido más profundo; y lo que es asombroso, es la rapidez con la que ha llegado esta incomprensión, tan sorprendente entre los escritores del s. XVII; este corte radical entre la mentalidad del medioevo y la de los tiempos modernos no es ciertamente uno de los menores enigmas de la historia.

Puesto que acabamos de hablar de los «misterios» [en francés «mystères»], no creemos inútil señalar la singularidad de esta denominación de doble sentido: se debería, con todo rigor etimológico, escribir «misterios» [«mistères»], ya que esta palabra deriva del latín ministerium, que significa «oficio» o «función», lo que indica netamente hasta qué punto las representaciones teatrales de este tipo eran, en el origen, consideradas como formando parte integrante de la celebración de las fiestas religiosas. Pero lo que es extraño, es que este nombre se haya contraído y abreviado de manera que resulta exactamente homónimo de «misterios» [«mystères»], y que se haya finalmente confundido con esta otra palabra, de origen griego y de derivación completamente diferente; ¿es solamente por alusión a los «misterios» de la religión, escenificados en las obras así designadas, que esta asimilación ha podido producirse? Esto puede sin duda ser una razón bastante plausible; pero por otra parte, si se piensa que representaciones simbólicas análogas tenían lugar en los «misterios» de la antigüedad, en Grecia y probablemente también en Egipto, se puede estar tentado de ver aquí algo que remonta mucho más lejos, y como un indicio de la continuidad de una cierta tradición esotérica e iniciática, afirmándose al exterior, a intervalos más o menos alejados, mediante manifestaciones similares, con la adaptación requerida por la diversidad de las circunstancias de tiempo y de lugares6. Por otra parte, hemos tenido que señalar bastante a menudo, en otras ocasiones, la importancia, como procedimiento del lenguaje simbólico, de las asimilaciones fonéticas entre palabras filológicamente distintas; hay aquí algo que, en verdad, no tiene nada de arbitrario, a pesar de lo que puedan pensar de ello la mayoría de nuestros contemporáneos, y que se parece bastante a los modos de interpretación que dependen del nirukta hindú; pero los secretos de la constitución íntima del lenguaje están tan completamente perdidos hoy día que apenas es posible hacer alusiones a ello sin que cada cual se imagine que se trata de «falsas etimologías», y hasta incluso de vulgares «juegos de palabras», y Platón mismo, que ha recurrido a veces a este género de interpretación, como hemos señalado incidentalmente a propósito de los «mitos», no halla gracia ante la «crítica» pseudo-científica de las mentes limitadas por los prejuicios modernos.

Para terminar estas observaciones, indicaremos aún, dentro del simbolismo del teatro, otro punto de vista, aquel que se refiere al autor dramático: los diferentes personajes, siendo producciones mentales de éste, pueden ser contemplados como representando modificaciones secundarias y de alguna manera prolongaciones de él mismo, aproximadamente de la misma manera que las formas sutiles producidas en el estado de sueño. La misma consideración se aplicaría evidentemente, por otra parte, a la producción de toda obra de imaginación, de cualquier género que sea; pero, en el caso particular del teatro, hay esto de especial: que esta producción se realiza de una manera sensible, dando la imagen misma de la vida, tal como tiene lugar igualmente en el sueño. El autor tiene pues, con respecto a esto, una función verdaderamente «demiúrgica», puesto que produce un mundo que saca entero de él mismo; y él es, en esto, el símbolo mismo del Ser produciendo la manifestación universal. En este caso, tanto como en el del sueño, la unidad esencial del productor de las «formas ilusorias» no es afectada por esta multiplicidad de modificaciones accidentales, como tampoco la unidad del Ser es afectada por la multiplicidad de la manifestación. Así, desde cualquier punto de vista en que uno se sitúe, se encuentra siempre en el teatro ese carácter que es su razón profunda, por muy desconocida que ella pueda ser para aquellos que han hecho de él algo puramente profano, y que consiste en constituir, por su naturaleza misma, uno de los más perfectos símbolos de la manifestación universal.

Traducción: Miguel A. Aguirre

Fuente: http://www.symbolos.com/

 

 

 

 

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